– ¿Y se excede a menudo?
– Ya sabes lo que ocurre, especialmente con los que trabajan en las fábricas -dijo ella con la resignación nacida de la costumbre-. Un ombra a las once, vino con la comida, un par de cervezas para ayudar a pasar la tarde, sobre todo en verano, con el calor, luego un par de ombre antes de la cena, más vino y luego quizá una grappa antes de acostarse. Y al día siguiente vuelta a empezar.
Eso era lo que solían beber los hombres de la generación de su padre, lo que habían bebido durante casi toda su vida adulta y, no obstante, él nunca había visto a ninguno dar señales de embriaguez. Y ya puestos, ¿tenían ellos que cambiar de hábitos sólo porque las nuevas generaciones se hubieran pasado al prosecco y el spritz?
– ¿Siempre ha sido igual? -preguntó, y añadió, a modo de aclaración-: No me refiero a la bebida sino a su carácter y al lenguaje violento.
Ella asintió.
– Hace años, tuvo que venir la policía para intervenir en una pelea.
– ¿En la que participaba él?
– Sí.
– ¿Qué pasó?
– Fue en un bar, alguien dijo algo que le sentó mal… no sé qué, porque no me contó nada, sé lo que pasó por otras personas… entonces él contestó y acabaron a golpes… no sé quién empezó. Alguien llamó a la policía, pero cuando llegaron los agentes los otros hombres ya los habían separado y no pasó nada. No se arrestó a nadie ni hubo denuncia.
– ¿Algo más? -preguntó Brunetti.
– Nada que yo sepa. No. -Parecía aliviada de poder poner fin a sus preguntas.
– ¿Ha sido violento contigo?
Ella lo miró con la boca abierta.
– ¿Qué?
– ¿Te ha pegado alguna vez?
– No -dijo ella con tanta vehemencia que Brunetti no pudo por menos que creerla-. Él me quiere. Nunca me pegaría. Antes se cortaría la mano. -Por extraño que parezca, Brunetti también la creyó.
– Comprendo -dijo, y agregó-: Eso debe hacerlo aún más doloroso para ti.
Ella sonrió al oírlo.
– Me alegro de que lo comprendas.
Al parecer, no había nada más que preguntar, y Brunetti le dio las gracias por haber ido a hablar con él y preguntó si deseaba decir algo más.
– Sólo pedirte que arregles esto, por favor -dijo ella, y parecía haber rejuvenecido décadas.
– Lo intentaré -dijo Brunetti, y le pidió el número del telefonino, lo anotó y se levantó.
El comisario bajó y salió al muelle con ella. Hacía más calor que cuando él había llegado horas antes. Se estrecharon la mano y ella se dirigió hacia SS Giovanni e Paolo y el barco de Murano. Brunetti se quedó unos minutos en la riva mirando al jardín del otro lado y repasando mentalmente su lista de conocidos. Volvió a la questura y subió a la oficina de los agentes, donde encontró a Pucetti.
El joven se puso en pie al ver entrar a su superior.
– Buenos días, comisario -saludó.
¿Estaba bronceado? Brunetti había firmado las autorizaciones de los permisos de Pascua, pero no recordaba si el nombre de Pucetti figuraba en alguno de los formularios.
– Pucetti -dijo acercándose a la mesa-, ¿no tiene usted familia en Murano? -Brunetti no recordaba de dónde había sacado esa información, pero estaba casi seguro de que era cierta.
– Sí, señor. Tíos, tías y tres primos.
– ¿Alguno que trabaje en los fornaci?
Pucetti repasó la lista mental de sus parientes.
– Dos -dijo al fin.
– ¿Y son personas con las que puede hablar en confianza? -inquirió Brunetti, sin que fuera necesario especificar que lo que le interesaba era más la discreción que la información que pudieran suministrar.
– Una sí, señor -dijo Pucetti.
– Bien. Me gustaría que le preguntara por Giovanni de Cal. Tiene allí un fornace.
– Lo conozco. Está en Sacca Serenella.
– ¿Y a él, lo conoce? -preguntó Brunetti.
– No, señor. Pero he oído hablar. ¿Desea saber algo en concreto?
– Sí. Tiene un yerno al que detesta y al que quizá haya amenazado. Me gustaría saber si alguien le cree capaz de cumplir sus amenazas o si son sólo palabras. Y también si se habla de que piense vender el fornace.
Brunetti observó que Pucetti reprimía el impulso de saludar al decir:
– Sí, señor. -Y el joven preguntó entonces-: ¿Es urgente? ¿Quiere que llame ahora?
– No, prefiero que esto se haga con la mayor naturalidad posible. ¿Por qué no se marcha usted a su casa, se cambia y va a hablar con él? No quiero que esto parezca… -Brunetti dejó la frase sin terminar.
– ¿Que parezca lo que es? -preguntó Pucetti con una sonrisa.
– Exactamente -dijo Brunetti-. Aunque no estoy seguro de saber lo que es.
CAPITULO 7
L'uomo di notte, pensaba Brunetti, por definición, trabaja de noche, de manera que, durante el día, se le puede suponer en su casa. Eran poco más de las once, una de las horas más agradables de un día de primavera, y Brunetti decidió ir andando hasta Castello para hablar con Giorgio Tassini y tratar de averiguar qué le había dicho De Cal. Brunetti era consciente de que quizá estuviera incurriendo en abuso d'ufficio al servirse de las atribuciones de su cargo para indagar en algo que le interesaba a él personalmente y no a las fuerzas del orden. La idea de que la alternativa a ir hasta Via Garibaldi, dando un paseo y tomando el sol, era volver a su despacho y ponerse a leer los expedientes de los agentes propuestos para un ascenso, le hizo encaminarse hacia la Riva degli Schiavoni.
Torció a la izquierda y bajó hacia Sant'Elena, avivando el paso a medida que el sol disipaba de su cuerpo el entumecimiento invernal. Días como éste ponían de manifiesto el detestable clima que afligía a la ciudad: frío y húmedo en invierno; caluroso y húmedo en verano. Ahuyentó el recuerdo del mal tiempo, vestigio de la melancolía invernal, y miró en derredor con una expresión tan radiante como el mismo día.
Entró en Via Garibaldi, dejando el calor del sol a su espalda. Assunta le había dicho que Tassini vivía frente a la iglesia de San Francesco di Paola, y cuando vio aparecer la iglesia a su izquierda, Brunetti acortó el paso. Encontró el número, leyó los nombres de los rótulos de los tres timbres y pulsó el de más arriba, debajo del cual se leía «Tassini». Como nadie contestaba, volvió a llamar, dejando el dedo en el pulsador el tiempo suficiente para despertar al que dormía. De pronto, sonó por el altavoz un fuerte graznido, seguido del áspero siseo de un mal contacto. Silencio. Llamó por tercera vez y ahora una voz ronca preguntó qué quería.
– Hablar con el signor Tassini -dijo él forzando la voz para hacerse oír sobre el siseo y los parásitos.
– ¿Qué? -preguntó la voz acompañada de un nuevo chisporroteo.
– Signor Tassini -gritó él.
– … molestan… ¿quién…? basta… -dijo la voz.
Brunetti, abandonando todo intento de comunicación, volvió a apoyar el dedo en el botón del timbre y no lo retiró hasta oír el chasquido de la puerta al abrirse.
Subió la escalera y, en una puerta del rellano del tercer piso, vio a una mujer de pelo blanco. Tenía el cutis apergaminado típico de los grandes fumadores y el pelo corto, encrespado por una mala permanente, con un flequillo desigual que le caía sobre las cejas, bajo las que asomaban unos ojos de color verde oscuro, entrecerrados de forma permanente, secuela de décadas de mirar a través del humo. Su cuerpo achaparrado daba la impresión de robustez y vigor. No sonrió al ver a Brunetti, pero la fina malla de sus arrugas se distendió ligeramente junto a los ojos y la boca.