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– ¿De qué quiere hablar con él? -preguntó la mujer al comisario; la niña permanecía inerte en su regazo.

– Tengo entendido que su yerno trabaja en el fornace De Cal -dijo él.

– ¿En la fábrica?

– Sí.

– ¿Qué desea saber? Es sólo el vigilante.

A Brunetti le sorprendió la reacción de la mujer a lo que parecía una pregunta intrascendente.

– Tengo entendido que allí se han proferido amenazas y me gustaría hablar de eso con su yerno -dijo Brunetti, que no creyó necesario dar más explicaciones.

– Habrá sido sólo un modo de hablar, estoy segura de que fue sin intención.

– ¿Usted conoce al signor De Cal? -preguntó Brunetti.

La mano que la mujer tenía libre fue automáticamente al paquete de cigarrillos, como buscando apoyo.

– De vista, nunca he hablado con él. Dice la gente que es difícil de tratar. En Murano todo el mundo está enterado de aquella pelea que tuvo en el bar hace un par de años.

– Así pues, ¿su yerno le ha hablado de las amenazas? -preguntó Brunetti.

La mujer dio unas palmadas en el trasero del niño y lo atrajo hacia sí, pero él estaba pendiente de las figuras de la pantalla y no se dejó distraer. Al fin, ella dijo:

– Sí, pero ya le he dicho que fueron sólo palabras. Estoy segura de que no lo dijo en serio.

Entonces, ¿por qué había mencionado la pelea?

– ¿Le dijo su yerno cuáles fueron exactamente las palabras?

A Brunetti le pareció que la mujer lo miraba como si se sintiera atrapada, como si él la hubiera obligado a decir lo que no debía y ahora se arrepintiera de haber accedido a hablar con él.

– Él siempre le ha echado la culpa a De Cal -empezó, hablando en voz baja-. Ya sé, ya sé, no hay pruebas, pero Giorgio está convencido. Es lo mismo que con los cigarrillos. Él lo cree así y basta. Hablar no sirve de nada.

Ella miró a la niña y le puso la palma de la mano en la espalda, de forma que se la cubrió por completo.

– Yo he tratado de razonar con él. Sonia también. Y los médicos. Pero no hay nada que hacer. Él lo cree así, y punto.

Brunetti se sentía como si hubiera estado mirando un programa de televisión y, en un momento de distracción, alguien hubiera cambiado de canal con el mando a distancia y ahora se encontrara viendo otra cosa sin saber de qué se trataba.

– ¿Y la amenaza? -fue lo único que supo preguntar.

– No sé qué le haría decir aquello. Siempre había sido muy prudente, procuraba no decir las cosas directamente. Pero estoy segura de que todos saben cómo piensa. Allí nadie guarda secretos, y él había hablado con los compañeros. -Levantó las manos con las palmas hacia arriba, como pidiendo la ayuda del cielo-. Hace dos semanas le dijo a Sonia que estaba a punto de conseguir la prueba definitiva. Pero lo había dicho ya tantas veces -añadió la mujer, con tristeza en la cara y en la voz-. Además, todos sabemos que no hay pruebas.

La mujer rodeó al niño con el brazo derecho para atraerlo hacia sí y se enjugó los ojos con la mano izquierda. Retiró la mano de la cara, señaló la librería de la pared de enfrente y dijo con brusca aspereza:

– Debí figurármelo, cuando empezó a leer esas cosas. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos años? ¿Tres? No hace más que leer. Tiene ese trabajo tan mal pagado para poder pasarse la noche leyendo. Pero los niños han de comer, todos hemos de comer y, si yo no tuviera este apartamento y no me quedara en casa cuidando de los niños, sabe Dios lo que sería de ellos: Sonia no podría trabajar y, con lo que gana él, se morirían de hambre. -Tenía la voz tensa de indignación y frunció los labios como para escupir-. Y trate usted de conseguir ayuda de este Gobierno… Con todas las pruebas que tienen, con las cartas y los certificados médicos y los resultados de los tests del hospital, ¿qué es lo que les dan? Doscientos euros al mes. Y para mí, nada, a pesar de que tengo que estar aquí con ellos todo el día y no puedo salir a trabajar. Pruebe usted de criar a dos niños con doscientos euros al mes, y ya me dirá.

Los muñecos desaparecieron de la pantalla, y fue como si, de pronto, el niño saliera de un trance y percibiera la indignación de la abuela. Se volvió hacia ella y se abrazó a su cuello.

– Guapa, nonna, guapa, nonna -dijo acariciándole la cara y arrimándole la mejilla.

– ¿Lo ve? -dijo ella mirando a Brunetti-. ¿Ve lo que me ha obligado a hacer?

Él, viendo que la mujer estaba muy alterada y que sería inútil seguir preguntando, dijo:

– De todos modos, me gustaría hablar con su yerno, signora. -Sacó la cartera, le entregó una tarjeta y, con el bolígrafo en la mano, preguntó-: ¿Querría darme su número, para que pueda ponerme en contacto con él?

– ¿Se refiere al número de su telefonino? -preguntó ella con una risa repentina.

Brunetti asintió.

– Él no tiene telefonino -dijo la mujer, controlando la voz-. No lo usa porque cree que emite ondas que dañan al cerebro. -Su tono revelaba el poco crédito que daba a la opinión del yerno-. Ya no es sólo que crea que él está contaminado, ahora también piensa que los telefonini son peligrosos. ¿A usted qué le parece? -preguntó con verdadera curiosidad-. ¿Cree que esos aparatos estarían autorizados si de ellos salieran rayos que atacaran a las personas?

Volvió a hacer el gesto de ir a escupir, pero de sus labios salió poco más que un resoplido de incredulidad. Le dio el número de teléfono de la casa y Brunetti lo anotó.

Al fin, la agitación de la mujer se contagió a la niña, que empezó a revolverse en el sofá y lanzó un sonido que era muy distinto de los grititos con que su hermano acompañaba el baile de las figuras: parecía un balido, un lamento, la voz de la angustia en una nota muy aguda y sostenida.

– Vale más que se vaya -dijo la mujer-. Cuando empieza, puede estar así durante horas, y no es muy agradable al oído.

Brunetti le dio las gracias, no le tendió la mano ni acarició la cabeza del niño como habría hecho si la pequeña no hubiera empezado a llorar. Abandonó el apartamento, bajó la escalera y salió a la luz del día.

CAPITULO 8

Mientras volvía andando a la questura, Brunetti iba pensando en un sonido y en una confusión. El sonido era el que salía de la garganta de la niña y que él no habría podido llamar voz, y la confusión, la que había envuelto la extraña conversación mantenida con la abuela: él hablaba de amenazas y ella decía que no tenían importancia, pero, al mismo tiempo, daba a entender que De Cal podía ser peligroso. Repasó todo lo dicho y sólo encontró una explicación: quien había lanzado las amenazas era Tassini, provocado quizá por la intemperancia de De Cal. O esto, o la mujer desvariaba, y Brunetti estaba convencido de que aquella mujer en particular nunca haría tal cosa. Mentir, quizá; disimular, sin duda; pero siempre con coherencia.

Sonó su móvil, y cuando se detuvo para contestar, oyó la voz de Pucetti que decía:

– ¿Comisario?

– Sí. ¿Qué hay, Pucetti?

– ¿Ya ha comido, señor?

– No -respondió Brunetti, y descubrió que tenía hambre.

– ¿Puede ir a Murano a hablar con una persona?

– ¿Familiar suyo? -preguntó Brunetti, complacido por la rapidez con que había actuado el joven.

– Sí, señor. Mi tío.

– Con mucho gusto -dijo Brunetti, cambiando de dirección y retrocediendo hacia Celestia, donde podría tomar un barco para Murano.

– Bien. ¿Cuándo calcula que llegará?

– No creo que tarde más de media hora.

– Entonces le diré que lo espere a la una y media.

– ¿Dónde?