– En Nanni's -respondió Pucetti-. Está en Sacca Serenella, es donde comen los obreros de las fábricas. Cualquiera le indicará.
– ¿Cómo se llama su tío?
– Navarro. Giulio. Estará esperándolo.
– ¿Cómo sabré quién es?
– No se preocupe por eso. Él sabrá quién es usted.
– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.
– ¿Lleva usted traje?
– Sí.
¿Se había reído Pucetti?
– Lo reconocerá, comisario -dijo y cortó la comunicación.
Tardó más de media hora en llegar a Murano, porque en Celestia se le escapó un barco y tuvo que esperar al siguiente y lo mismo le sucedió en Fondamenta Nuove. Cuando desembarcó en Sacca Serenella, abordó a un hombre que iba detrás de él y le preguntó dónde estaba la trattoria.
– ¿Se refiere a Nanni's? -preguntó el hombre.
– Sí, me esperan allí, pero sólo sé que es el sitio al que van los trabajadores.
– ¿Y donde se come bien? -preguntó el otro con una sonrisa.
– Eso no me lo han dicho -respondió Brunetti-, pero no estaría de más.
– Venga conmigo -dijo el hombre, torciendo hacia la derecha y llevando a Brunetti por un muelle de cemento que discurría a lo largo del canal, en dirección a un astillero-. Hoy es miércoles -dijo el hombre-. Habrá hígado. Está bien.
– ¿Con polenta? -preguntó Brunetti.
– Naturalmente -dijo el hombre mirando de soslayo a aquel hombre que hablaba veneciano y, no obstante, tenía que preguntar si el hígado se servía con polenta.
El hombre torció a la izquierda, dejando el agua a su espalda, y condujo a Brunetti por un camino de tierra que atravesaba un descampado. Al otro lado, Brunetti vio un edificio bajo, de cemento, con lo que parecían regueros de herrumbre que bajaban de los canalones mal ajustados. Delante, había unas cuantas mesas metálicas, oxidadas y cojas, con las patas hundidas en la tierra o afianzadas con trozos de cemento. El hombre llevó a Brunetti entre las mesas hasta la puerta del edificio, que empujó y sostuvo con deferencia.
Brunetti descubrió en el interior la trattoria de su infancia. Las mesas estaban cubiertas con papel de estraza blanco y en la mayoría había cuatro cubiertos. Los vasos habían estado limpios un día, y quizá aún lo estaban, pero los muchos años de uso los habían dejado casi esmerilados. Eran anchos y bajos y en ellos cabrían poco más de dos tragos de vino. Las servilletas eran de papel y en el centro de cada mesa había una bandejita metálica con un aceite de sospechosa palidez, vinagre claro, sal, pimienta y palillos en bolsitas individuales.
Brunetti se llevó una sorpresa al ver a Vianello, con pantalón y cazadora vaqueros, sentado a una de las mesas con un hombre mayor que en nada se parecía a Pucetti. Dio las gracias a su guía, le ofreció un ombra que el otro rechazó y se acercó a Vianello. Su acompañante se puso en pie y tendió la mano.
– Navarro -dijo estrechando la de Brunetti-. Giulio.
Corpulento, con cuello de toro y tórax poderoso, aquel hombre daba la impresión de haberse pasado la vida levantando pesas. Tenía las piernas un poco arqueadas, como si ya empezaran a ceder, al cabo de décadas de soportar cargas. Se había roto la nariz más de una vez y se la habían arreglado mal o no se la habían arreglado de ninguna manera, y tenía un diente mellado. Aunque ya habría cumplido los sesenta, parecía capaz de levantar en vilo a Brunetti o a Vianello y arrojarlos en mitad del comedor sin gran esfuerzo.
Brunetti se presentó y dijo:
– Gracias por venir a hablar con nosotros -incluyendo a Vianello, aunque no tenía idea de por qué estaba allí el inspector.
Navarro parecía un poco abrumado por esa gratitud tan sin motivo.
– Vivo aquí al lado. No tiene importancia.
– Su sobrino es un buen agente -dijo Brunetti-. Tenemos suerte de poder contar con él.
Esta vez fue el elogio lo que hizo que Navarro desviara la mirada, incómodo. Cuando miró a Brunetti, su expresión se había suavizado, casi enternecido.
– Es el hijo de mi hermana -explicó-. Un buen chico, sí.
– Supongo que él le habrá explicado que deseamos hacerle unas preguntas acerca de ciertas personas de aquí -dijo Brunetti mientras se sentaban.
– Me lo ha dicho, sí. ¿Quieren hablar sobre De Cal?
Antes de que Brunetti pudiera contestar, se acercó a la mesa un camarero. No traía bolígrafo ni bloc, recitó el menú de carrerilla y les preguntó qué querían.
Navarro dijo que aquellos señores eran amigos suyos, lo que hizo que el camarero repitiera el menú, ahora más despacio, con comentarios y hasta con recomendaciones.
Acabaron por pedir espaguetis con vongole. El camarero guiñó un ojo, dando a entender que las almejas habían sido pescadas, quizá ilegalmente, no antes de aquella misma noche, en la laguna. A Brunetti nunca le había gustado mucho el hígado y pidió rombo a la parrilla, mientras Vianello y Navarro se decidían por coda di rospo.
– Patate bullite? -preguntó el camarero al marcharse.
Todos dijeron que sí.
Sin preguntar, el camarero volvió al cabo de un momento con un litro de agua mineral y un litro de vino blanco, que les dejó en la mesa, y se fue a la cocina, donde gritó la comanda.
Como si no hubiera habido interrupción, Brunetti preguntó:
– ¿Qué puede decirnos? ¿Trabaja usted para él?
– No -respondió Navarro, que pareció sorprendido por la pregunta-. Pero lo conozco. Aquí todo el mundo lo conoce. Es un cerdo.
Navarro rompió una bolsa de grissini. Se puso uno en la boca y se lo comió de un tirón, como un conejo de dibujos animados se come la zanahoria.
– ¿Quiere decir con eso que es difícil trabajar para él? -preguntó Brunetti.
– Y que lo diga. Los dos maestri que tiene ahora hace dos años que trabajan para él. Que yo sepa, hasta ahora nadie había aguantado tanto.
– ¿Por qué? -preguntó Vianello sirviendo vino a todos.
– Porque es un cerdo. -El mismo Navarro advirtió que se estaba repitiendo y añadió-: Haría cualquier cosa para estafar a la gente.
– ¿Por ejemplo? -preguntó Brunetti.
Navarro se quedó cortado, como si para él fuera una novedad tener que apoyar un juicio con argumentos. Bebió un vaso de vino, después otro y comió dos grissini. Finalmente, dijo:
– Contrata a garzoni y los despide antes de que pasen a serventi, para no tener que pagarles más. Los tiene un año sin ponerlos en nómina o con contratos de dos meses y cuando tienen que subir de categoría los echa. Se inventa una excusa y coge a otros.
– ¿Durante cuánto tiempo puede seguir haciendo eso? -preguntó Vianello.
Navarro se encogió de hombros.
– Mientras haya chicos que necesiten trabajo.
– ¿Qué más?
– Discute y se pelea con la gente.
– ¿Con quién? -preguntó Vianello.
– Con los proveedores, con los trabajadores, con los hombres de los barcos que le traen la arena o se llevan la mercancía. Si hay dinero de por medio, y en todo esto siempre lo hay, bronca segura.
– Dicen que hace un par de años tuvo una pelea en un bar… -empezó Brunetti, y calló.
– Oh, eso -dijo Navarro-. Probablemente, ésa sea la única vez en que el viejo canalla no empezó la pelea.
Alguien dijo algo que le sentó mal, él contestó y el otro le pegó. Yo no estaba, pero mi hermano lo vio. Y él detesta a De Cal más que yo, de modo que si dice que el viejo no empezó, puede estar seguro.
– ¿Y de su hija qué puede decirme? -preguntó Brunetti.
Antes de que Navarro pudiera responder, llegó el camarero con la pasta y les puso los platos delante. La conversación se interrumpió mientras los tres hombres atacaban los espaguetis. El camarero volvió con tres platos vacíos para las conchas.