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Bovo llamó al camarero y le pidió un vaso de agua. Cuando lo tuvo en la mano, lo levantó hacia Brunetti y bebió. Después puso el vaso en el mostrador y dijo:

– Él estaba aquí una noche, después del trabajo. No viene mucho, él suele ir a un bar que está en Colonna, pero aquella noche debía de estar cerrado. -Miró a Brunetti, para ver si le seguía, y Brunetti asintió.

»Lo vi sentado ahí detrás cuando entré. Estaba bebiendo con sus amigos, y presumiendo de los muchos pedidos que tenía, de que la gente siempre prefería sus piezas y que los del museo le habían pedido una para una exposición. -Miró a Brunetti frunciendo los labios, como preguntando si alguna vez había oído algo tan ridículo.

– ¿Él lo vio a usted?

– Claro que me vio -respondió Bovo-. Fue hace seis meses. -Lo dijo con orgullo, ufanándose de una presencia, perdida, que no pasaba inadvertida.

– ¿Qué sucedió?

– Unos amigos míos estaban en otra mesa y me senté con ellos. No, no estábamos mismamente al lado, había una mesa en medio. Bueno, me senté y supongo que él debió de olvidarse de mí. Al poco, se puso a hablar de su yerno, las burradas de siempre, que si está chiflado, que si se casó con Assunta por el dinero, que no sabe nada de nada y sólo le interesan los animales. Todos se lo habíamos oído decir miles de veces desde que Assunta se casó.

– ¿Usted conoce a Ribetti?

– Más o menos -respondió Bovo. Parecía que quería dejarlo ahí, pero, al ver que Brunetti iba a insistir, añadió-: Ella, Assunta, es buena gente, y se nota que él la quiere. Es más joven que ella, y es ingeniero, pero es un buen tipo.

– ¿Qué decía De Cal?

– Que le gustaría abrir el Gazzettino una mañana y leer que su yerno había muerto en un accidente. En la carretera, en el trabajo, en su casa, no le importaba dónde, al muy cerdo, mientras estuviera muerto.

Brunetti esperaba, y en vista de que parecía que eso iba a ser todo, dijo:

– No estoy seguro de que esas palabras puedan interpretarse como una amenaza, signor Bovo. -Y sonrió para suavizar el comentario.

– ¿Me deja terminar? -preguntó Bovo.

– Perdón.

– Luego dijo que, si no se moría de accidente, tendría que matarlo él.

– ¿Cree que hablaba en serio? -preguntó Brunetti cuando le pareció que Bovo no añadiría nada más.

– No lo sé. Son cosas que se dicen, ¿no? -contestó Bovo, y Brunetti asintió. Cosas que se dicen-. Pero me pareció que el viejo canalla lo haría. -Bebió varios sorbos de agua-. No soporta que Assunta sea feliz.

– ¿Ésa es la razón por la que odia tanto a Ribetti?

– Supongo. Y el pensar que un día, cuando él se muera, el yerno pueda mandar en el fornace. Yo diría que eso lo pone enfermo. Siempre está diciendo que Ribetti acabará con todo.

– Suponiendo que deje la fábrica a la hija.

– ¿Y a quién va a dejársela? -preguntó Bovo.

Brunetti hizo una pausa, reconociendo la evidencia, y dijo:

– Ella conoce el negocio. Y Ribetti es ingeniero. Además, llevan casados lo bastante para que él haya podido aprender algo del negocio.

Bovo lo miró fijamente.

– Quizá sea ésa la razón por la que el viejo piensa que Ribetti acabará con todo.

– No entiendo -confesó Brunetti.

– Si ella hereda, él querrá tomar las riendas, ¿no? -preguntó Bovo. Brunetti mantuvo una expresión neutra, esperando que su interlocutor respondiera a su propia pregunta-. Y ella es una mujer, ¿no? -prosiguió Bovo-. Por lo tanto, le dejará tomarlas.

– No lo había pensado -dijo Brunetti con una sonrisa.

Bovo parecía satisfecho por haber conseguido explicar satisfactoriamente la situación al policía.

– Lo siento por Assunta -dijo.

– ¿Por qué?

– Es buena gente.

– ¿Es amiga suya? -preguntó Brunetti, pensando que quizá pudiera haber habido algo entre ellos.

Eran de la misma edad, y Bovo tenía que haber sido un tipo impresionante.

– No, no, nada de eso -dijo Bovo-. Es que trató de impedir que el otro hijo de puta me despidiera. Y luego quería darme trabajo, pero su padre no lo consintió. -Se acabó el agua y dejó el vaso en el mostrador-. Así que ahora estoy en el paro. Mi mujer trabaja de asistenta, y yo he de quedarme en casa con los críos.

Brunetti le dio las gracias, puso dos euros en el mostrador y le ofreció la mano. Estrechó la de Bovo con cuidado, le dio las gracias otra vez y se fue.

Para ganar tiempo, el comisario bajó a Faro y tomó el 41 hasta Fondamenta Nuove, donde hizo transbordo al 42, que lo dejaría en la parada del hospital. De allí a la questura no había más que unos minutos, a buen paso.

Al entrar, Brunetti tuvo que reconocer que había dedicado casi todo un día de trabajo a algo que en modo alguno podía considerarse un uso legítimo del horario laboral. Además, había implicado en el asunto a un inspector y a un agente, y días antes había utilizado en el mismo caso una lancha y un coche de la policía. A falta de delito, esto no podía llamarse investigación. No era más que el deseo de satisfacer aquella curiosidad suya que debería haber superado hacía años.

Consciente de ello, fue directamente al despacho de la signorina Elettra y le complació encontrarla sentada a su escritorio, vestida de primavera. Llevaba un pañuelo rosa en la cabeza, atado al estilo zíngaro, blusa verde y sobrio pantalón negro. El lápiz de labios hacía juego con el pañuelo, lo que llevó a Brunetti a preguntarse si otro día haría juego con la blusa.

– ¿Mucho trabajo, signorina? -preguntó tras intercambiar saludos.

– No más de lo habitual -dijo ella-. ¿Qué desea, comisario?

– Me gustaría ver qué puede encontrar sobre dos hombres -le dijo él, y vio que la joven se acercaba un bloc-: Giovanni de Cal, que es dueño de un fornace en Murano, y Giorgio Tassini, el vigilante nocturno de la fábrica De Cal.

– ¿Todo? -preguntó ella.

– Todo lo que pueda, por favor.

Con indiferencia, movida sólo por la misma clase de curiosidad que sentía Brunetti, ella preguntó:

– ¿Es para algo?

– En realidad, no -tuvo que admitir Brunetti. Iba a marcharse cuando añadió-: Y Marco Ribetti, que trabaja para una empresa francesa pero es veneciano. Es ingeniero. Su especialidad es la eliminación de residuos, según creo, o la construcción de vertederos.

– Veré qué puedo encontrar.

Él pensó en añadir el nombre de Fasano, pero lo dejó estar. No era más que un palo de ciego, no una investigación propiamente dicha, y ella tenía otras cosas que hacer. Brunetti le dio las gracias y se fue.

CAPITULO 10

Pasó un día y después otro. Brunetti no tenía noticias de Assunta de Cal ni se acordaba de ella, ni pensaba en Murano y en las amenazas proferidas por un viejo borracho. Tenía que ocuparse de unos jóvenes -menores, según la ley- que eran arrestados repetidamente, fichados, identificados y luego recogidos por personas que afirmaban ser sus padres o tutores, aunque, por ser gitanos, pocos podían presentar documentos que lo acreditaran.

Y entonces, en un suplemento dominical, apareció un sensacional reportaje sobre el destino que tenían tales jóvenes en más de una ciudad sudamericana, donde, al parecer, eran ejecutados por patrullas de policías fuera de servicio.

– Bueno, nosotros aún no hemos llegado a tanto -musitó Brunetti cuando acabó de leer el reportaje.

Sus conciudadanos tenían rasgos que Brunetti aborrecía, dada su condición de policía: su predisposición para convivir con el delito, su desconfianza de la ley, su resignación frente a la ineficacia del sistema judicial. «Pero nosotros no disparamos contra los niños en la calle porque roben naranjas», se dijo, aunque no estaba seguro de que eso fuera motivo suficiente para enorgullecerse.