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– Sigo sin comprender por qué no llamas tú -dijo Brunetti, haciendo que la frase sonara como lo que era: una petición de información y no como lo que no era: la sugerencia de que Vianello se arreglara solo.

– Me parece que sería preferible que la pregunta partiera de un comisario.

Brunetti lo pensó un momento y dijo:

– Quizá sí. ¿Sabes cuáles son los cargos?

– No. Probablemente, desorden público o resistencia a la autoridad en el ejercicio de sus funciones. La mujer de Marco no lo sabía. Le he dicho que no hiciera nada hasta que yo hablara contigo. He pensado que tú, que nosotros, podríamos hacer algo… en fin, extraoficialmente. Le ahorraría complicaciones.

– ¿Te ha contado ella algo de lo sucedido?

– Sólo lo que le había dicho Marco: que él estaba en la calle con su grupo, unas doce personas, y que portaba una pancarta. De repente, tres o cuatro individuos a los que no conocían empezaron a gritar y escupir a los trabajadores y alguien lanzó una piedra. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello dijo-: No. Él no vio quién fue; dijo que no había visto nada. De la piedra le habló otra persona. Y entonces llegó la policía, a él lo tiraron al suelo, luego lo subieron a un furgón y lo llevaron a Mestre.

Nada de esto sorprendió a Brunetti. A menos que hubiera estado allí alguien con una videocámara, nunca se sabría quién había dado el primer golpe o tirado la primera piedra, de manera que era imposible adivinar cuáles serían los cargos y contra quién serían formulados. Después de una pequeña pausa, Brunetti dijo:

– Tienes razón. Vale más hacerlo personalmente. -Al menos, pensó Brunetti, era una excusa para salir del despacho-. ¿Preparado?

– Sí -dijo Vianello poniéndose en pie.

CAPITULO 2

Cuando salían de la questura, Brunetti vio acercarse una de las lanchas.

Venía al timón Foa, el piloto nuevo que, tras parar en el embarcadero, saludó a Brunetti y a Vianello con una sonrisa y un ademán.

– ¿Adónde van? -preguntó, y añadió-: señor -para dejar claro a quién estaba dirigida la pregunta.

– A piazzale Roma -dijo Brunetti.

Había llamado a aquella comisaría para pedir que tuvieran un coche preparado. Como por la ventana no había visto ninguna lancha disponible, había supuesto que tendrían que tomar el vaporetto.

Foa miró el reloj.

– Estoy libre hasta las once, comisario. Tengo tiempo de llevarlos y volver. -Y a Vianello-: Vamos, Lorenzo, hoy hace un tiempo estupendo.

No necesitaban más para animarse a saltar a cubierta. Foa los llevó por el Gran Canal arriba. En Rialto, Brunetti miró a Vianello y dijo:

– Primer día de primavera y los dos volvemos a hacer novillos.

Vianello se rió, por la satisfacción de gozar de un día perfecto, por cómo relucía el agua frente a ellos y por el placer de hacer novillos el primer día de primavera.

Cuando la embarcación se detuvo en una de las paradas de taxis de piazzale Roma, los dos hombres dieron las gracias al piloto y subieron al muelle. Más allá del edificio de la ACTV, la empresa de transportes públicos de Venecia, les esperaba un coche de la policía con el motor en marcha que, en cuanto ellos subieron, se incorporó a la corriente de tráfico que circulaba por el puente en dirección al continente.

Una vez en la central de Mestre, Brunetti averiguó que el caso de los manifestantes detenidos había sido asignado a Giuseppe Zedda, un comisario con el que había trabajado años atrás. Zedda, un siciliano que apenas le llegaba al hombro, le había impresionado en aquel entonces por su absoluta integridad. No se habían hecho amigos, pero se respetaban como colegas. Brunetti sabía que Zedda se encargaría de que las cosas se llevaran correctamente y que ninguno de los detenidos sería inducido a hacer declaraciones de las que después pudiera retractarse.

– ¿Podríamos hablar con uno de ellos? -preguntó Brunetti, después de que él y Vianello rehusaran el ofrecimiento de Zedda de tomar un café en su despacho.

– ¿Con cuál? -preguntó Zedda, y Brunetti descubrió que del detenido no sabía sino que se llamaba Marco y que era amigo de Vianello.

– Ribetti -apuntó el inspector.

– Vengan conmigo -dijo Zedda-. Los llevaré a una sala de interrogatorios y se lo traeré.

La sala era como todas las salas de interrogatorios que había visto Brunetti: podían haber fregado el suelo aquella misma mañana -podían haberlo fregado diez minutos antes-, pero bajo las suelas de los zapatos crujía la tierra y al lado de la papelera había dos vasitos de plástico con restos de café. Olía a tabaco, a ropa sucia y a derrota. Al entrar, Brunetti sintió el deseo de confesar algo, cualquier cosa, con tal de poder salir de allí cuanto antes.

Al cabo de unos diez minutos, Zedda volvió seguido de un hombre más alto que él y que debía de pesar cinco kilos menos. Con frecuencia, a Brunetti le parecía que a los detenidos, los que pasaban la noche en el calabozo, les estaba grande la ropa, como si el cuerpo se les hubiera encogido, y esta impresión tuvo ahora. El hombre arrastraba los bajos del pantalón, y la pechera de la camisa, que le asomaba de la abotonada chaqueta, le hacía arrugas. Al parecer, no había podido afeitarse y el pelo, oscuro y espeso, se le levantaba de un lado. Unas orejas de soplillo eran el complemento de la desaliñada figura. El detenido miró a Brunetti inexpresivamente, pero, al ver a Vianello, sonrió con alivio y alegría. La sonrisa suavizó sus facciones, y Brunetti pensó que debía de ser más joven de lo que le había parecido a primera vista: no tendría más de treinta y cinco años.

– ¿Te ha llamado Assunta? -preguntó el hombre y abrazó a Vianello y le dio palmadas en la espalda.

El inspector pareció sorprendido de tanta efusión, pero devolvió el abrazo y dijo a Ribetti:

– Sí. Cuando ya me iba a trabajar y me ha preguntado si podía hacer algo. -Dio un paso atrás y miró a Brunetti-. Mi superior, el comisario Brunetti, que se ha ofrecido a acompañarme.

Ribetti tendió la mano y estrechó la de Brunetti.

– Muchas gracias por venir, comisario. -Miró a Vianello, a Brunetti y otra vez a Vianello-. Yo no quería… -No terminó la frase-. Bueno, no quería causarte tantas molestias, Lorenzo. -Y a Brunetti-: Ni a usted, comisario.

Vianello fue hacia la mesa mientras decía:

– Ninguna molestia, Marco. Es lo que hacemos habitualmente, hablar con la gente. -Apartó dos de las sillas de un lado de la mesa y la de la cabecera, que ofreció a Ribetti.

Cuando se sentaron, Vianello miró a Brunetti, como poniendo el asunto en sus manos.

– Díganos qué pasó -dijo Brunetti.

– ¿Todo? -preguntó Ribetti.

– Todo -respondió Brunetti.

– Llevábamos allí tres días -empezó Ribetti, mirando a los dos hombres, para ver si estaban enterados de la protesta. Cuando ellos afirmaron moviendo la cabeza, él prosiguió-: Ayer éramos unos diez. Con pancartas. Hemos tratado de convencer a los trabajadores de que eso que están haciendo es malo para todos.

Brunetti no era muy optimista en cuanto a la buena disposición de los trabajadores a renunciar a su puesto de trabajo por más que se les dijera que lo que hacían era malo para infinidad de desconocidos, pero asintió de nuevo.

Ribetti juntó las manos sobre la mesa y se miró los dedos.

– ¿A qué hora llegaron ustedes a la fábrica? -preguntó Brunetti.

– Era por la tarde, sobre las tres y media -respondió el hombre mirando a Brunetti-. La mayoría de los que estamos en el comité trabajamos y no podemos salir hasta después del almuerzo. Los trabajadores vuelven a entrar a las cuatro, y queremos que nos vean y, si es posible, que nos escuchen y hablen con nosotros. -En la cara de Ribetti se pintó una gran perplejidad, que a Brunetti le recordó a su hijo, cuando dijo-: Si conseguimos que se den cuenta de lo que está haciendo la fábrica, no sólo a ellos sino a todo el mundo, quizá entonces…