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Como el epiléptico que presiente la inminencia de un ataque, Brunetti sabía que iba a deprimirse si no ahuyentaba esos pensamientos y, para ello, no había mejor medio que el trabajo. Sacó su libretita y buscó el número de teléfono que le había dado la suegra de Tassini. Contestó un hombre.

– ¿Signor Tassini? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– Comisario Guido Brunetti, signore. -Calló, esperando la pregunta de Tassini, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió-: Deseo saber si querría dedicarme unos minutos, signor Tassini. Me gustaría hablar con usted.

– ¿Es el que estuvo aquí? -preguntó Tassini sin disimular su desconfianza.

– El mismo -respondió Brunetti afablemente-. Hablé con su madre política, pero ella no pudo darme información.

– ¿Sobre qué? -preguntó Tassini con voz neutra.

– Sobre su lugar de trabajo, signore -Y, una vez más, se quedó esperando la respuesta de Tassini.

– ¿De qué se trata?

– De algo relacionado con su patrono, Giovanni de Cal. Por eso he procurado ponerme en contacto con usted fuera de su lugar de trabajo. Es preferible que él no se entere de nuestro interés. -Era cierto, pero no lo era menos que De Cal podía ocasionar muchos problemas si se enteraba de que, en realidad, Brunetti estaba realizando una investigación por su cuenta.

– ¿Tiene algo que ver con mi queja? -preguntó Tassini, a quien pudo más la curiosidad que el recelo.

– Por supuesto -mintió Brunetti descaradamente-. Y también sobre un informe que nos ha llegado sobre el signor De Cal.

– ¿Un informe de quién?

– Lo lamento, pero eso no puedo revelárselo, signor Tassini. Usted comprenderá que nuestros informes son confidenciales. -Brunetti esperó a ver si Tassini se lo tragaba y, cuando su silencio así se lo indicó, preguntó-: ¿Podríamos hablar?

Después de unos instantes de vacilación, Tassini preguntó:

– ¿Cuándo?

– Cuando usted diga, signore.

La voz de Tassini sonó un poco menos serena que antes al decir:

– ¿Cómo ha conseguido este número?

– Me lo dio su suegra -dijo Brunetti. Suavizando el tono y poniendo en la voz una nota casi de vergüenza, añadió-: Ella me dijo que usted no tiene telefonino, signor Tassini. Personalmente, le felicito por esa decisión -terminó con una risa breve.

– ¿También usted piensa que son peligrosos? -preguntó Tassini de inmediato.

– Por lo que he leído, yo diría que hay razones para creerlo así -dijo Brunetti.

Por lo que él había leído, también había buenas razones para creer que los coches, la calefacción central y los aviones eran peligrosos, pero era una opinión que prefirió reservarse.

– ¿Cuándo quiere que nos veamos? -preguntó Tassini.

– Si dispone de tiempo, ahora mismo. Podría estar en su casa dentro de quince minutos.

La línea pareció estar vacía durante un rato, pero Brunetti resistió la tentación de hablar.

– De acuerdo -dijo Tassini-. Pero en mi casa, no. Delante de San Francesco di Paola hay un bar.

– ¿En la esquina, antes de llegar al parque? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– Lo conozco. Es donde dibujan corazones en la schiuma del cappuccino, ¿verdad?

– Sí -respondió Tassini suavizando el tono.

– Estaré allí dentro de quince minutos -dijo Brunetti, y colgó.

Al entrar en el bar, Brunetti buscó con la mirada a un hombre que pudiera ser el vigilante nocturno de una fábrica de vidrio. En la barra, un cliente tomaba café y conversaba con el camarero. Un poco más allá había dos hombres, con sendas tazas de café delante, y otro con una cartera de documentos apoyada en la pierna. Al extremo de la barra, un hombre con una nariz muy grande y una cabeza muy pequeña echaba monedas de un euro en una máquina de póquer. Sus movimientos seguían un ritual mecánico: echar moneda, pulsar botón, esperar resultado, volver a pulsar, volver a esperar, tomar dos rápidos sorbos de una copa de vino tinto, echar otra moneda…

Brunetti los descartó a todos, lo mismo que a un muchacho que estaba al lado del jugador de póquer y que bebía lo que parecía un gingerino. Junto a la pared del fondo, había cuatro mesas: a una de ellas estaban sentadas tres mujeres, cada una con una tetera y una taza ante sí. Se pasaban fotos y lanzaban exclamaciones de entusiasmo que parecían lo bastante sinceras como para suponer que las fotos eran de un bebé y no de unas vacaciones. En la última mesa, en el ángulo que quedaba detrás de la barra, había un hombre que miraba a Brunetti. Tenía delante un vaso de agua y, cuando Brunetti fue hacia él, levantó el vaso con la mano izquierda como si brindara.

El hombre se puso de pie y estrechó la mano a Brunetti.

– Tassini -dijo. Era alto, de unos treinta y cinco años, con unos ojos grandes y oscuros muy separados, y una nariz que parecía muy pequeña para el espacio que había. Tenía las mejillas hundidas, semicubiertas por una barba descuidada y un poco canosa. Era una cara que Brunetti había visto en infinidad de imágenes: la cara de Cristo martirizado-. ¿El comisario Brunetti? -preguntó.

Brunetti le estrechó la mano y le dio las gracias por acceder a hablar con él.

– ¿Qué desea tomar? -preguntó Tassini cuando Brunetti se hubo sentado, levantando una mano para atraer la atención del camarero.

– Ya que estoy aquí -dijo Brunetti con una sonrisa-, creo que debo tomar un cappuccino, ¿no le parece?

Tassini se lo pidió al camarero y los dos hombres se quedaron un rato en silencio.

Al fin Brunetti dijo:

– Signor Tassini, como le he dicho por teléfono, nos gustaría hablar con usted de Giovanni de Cal, su patrono. -Antes de que Tassini pudiera preguntar, Brunetti añadió con su voz más grave-. Y de la queja de usted, por supuesto.

– ¿Así que ya han empezado ustedes a tomarme en serio, eh?

– Nos interesa mucho todo lo que tenga que decir -dijo Brunetti.

La llegada del camarero con el cappuccino le ahorró la necesidad de extenderse sobre el tema. Tal como suponía, la espuma había sido vertida con un movimiento que había formado el dibujo de un corazón en la superficie. Abrió un azucarillo, lo echó en la taza y, al removerlo, rompió el corazón.

– ¿Qué me dice entonces de mis cartas? -preguntó Tassini.

– En parte, ellas son la causa de que yo esté aquí, signor Tassini.

Brunetti tomó un sorbo de café. Aún estaba muy caliente y volvió a dejar la taza en el plato, para que se enfriara.

– ¿Las ha leído?

Brunetti le lanzó su mirada más sincera.

– Normalmente, si esto formara parte de una investigación oficial, me temo que ahora le mentiría y le diría que sí -dijo tratando de mostrarse cohibido por la confesión- Pero en este caso, quiero serle franco desde el principio. -Antes de que Tassini pudiera responder, prosiguió-: Están en una carpeta que guarda otro departamento. Pero personas que las han leído me han hablado de ellas, y nos han enviado fragmentos.

– Pero si estaban dirigidas a ustedes -insistió Tassini-. Es decir, a la policía.

– Sí -reconoció Brunetti asintiendo con la cabeza-. Pero nosotros somos detectives, y esas cosas no se nos pasan automáticamente. Las cartas fueron al departamento de quejas, y ellos abrieron un expediente. Pero hasta que esos expedientes son procesados y trasladados a las personas encargadas de la investigación, pueden transcurrir meses. -Observó el gesto de ansiedad de Tassini, le vio abrir la boca para protestar y añadió, bajando la cabeza con fingida contrición-: O más.