Brunetti pasó a las cartas de Tassini casi con alivio. En ellas aparecían los distintos presuntos culpables de los que había hablado la esposa, y se mencionaba, además, la negligencia de los sanitarios del barco y del personal de la sala de partos. Luego salían a relucir los genes y las enfermedades genéticas que, afirmaba, estaban agravadas por el transformador instalado a una travesía de distancia de su casa de Murano. Tassini atribuía el estado de su hija también al aire que llegaba a la ciudad desde Marghera, pero más adelante afirmaba que la discapacidad se debía a la circunstancia de que él trabajaba en una fábrica de vidrio de Murano. Sorprendía la aparente lucidez de las primeras cartas, el estilo claro y coherente, con múltiples referencias a informes y documentos científicos concretos que ofrecían pruebas en apoyo de sus aseveraciones.
El mal responsable de la desgracia de los Tassini tenía propiedades camaleónicas: cambiaba y volvía a cambiar a medida que Tassini leía libros y más libros e indagaba en internet. Pero el culpable siempre estaba fuera, siempre era otro; nunca sus ideas ni su comportamiento. Brunetti no sabía si llorar por él o agarrarlo de los hombros y sacudirlo hasta que reconociera lo que había hecho.
La última carta estaba fechada hacía más de tres semanas y aludía a nueva información que Tassini estaba recopilando, nuevas pruebas que pronto podría aportar, para demostrar que él había sido la víctima inconsciente de la conducta delictiva de dos personas. Decía que ahora podía probar sus afirmaciones y que no tenía que hacer más que lo que él llamaba dos «comprobaciones» para confirmar sus sospechas.
Brunetti releyó las cartas y se reafirmó en la impresión que le había producido la primera lectura: que, con el tiempo, el estilo se había deteriorado, la redacción había perdido coherencia, y las últimas le recordaban las acusaciones anónimas que solía recibir la policía. La relación a la que se había referido la signorina Elettra era sin duda la existente entre la progresiva manifestación de la discapacidad de la niña y la creciente obcecación que reflejaban las cartas de Tassini.
Cuando terminó la segunda lectura, Brunetti dejó caer las cartas en la mesa. Paola le había hablado una vez de una epopeya medieval rusa que había leído cuando estudiaba en la universidad y que tenía por título el nombre del protagonista: Amargo Sinsuerte Malaventura. Pues eso.
La lectura de los papeles le hizo olvidar la recomendación de la signorina Elettra de que debían comentarlos en el despacho de él, y sin darse cuenta los recogió y bajó a hablar con ella. Si la sorprendió verlo entrar con los papeles en la mano, no lo demostró. Sólo dijo:
– Horrible, ¿verdad?
– Yo he visto a la niña.
El gesto de cabeza con que ella respondió tanto podía significar que ya lo sabía como que ahora se enteraba.
– Pobre gente.
Brunetti dejó que se prolongara el silencio antes de preguntar:
– ¿Qué opina de las cartas?
– Él tiene que culpar a otro, ¿no cree?
– La mujer no parece sentir esa necesidad -dijo Brunetti con cierta aspereza-. Ella comprende que los responsables de lo ocurrido son ellos dos y nadie más.
– Las mujeres tenemos… -empezó a decir ella, pero se interrumpió.
Brunetti esperaba, y como ella permanecía en silencio, la azuzó:
– ¿Tienen qué?
Ella, con una mirada, puso al comisario en una balanza, lo pesó y luego dijo:
– Tenemos menos dificultad para aceptar la realidad, supongo.
– Posiblemente -respondió él, oyendo en su propia voz ese tono de media duda con el que los obstinados reciben una explicación cargada de sentido común-. Probablemente -rectificó, y ella suavizó el gesto.
– ¿Y ahora qué? -preguntó la joven.
– Me parece que lo único que puedo hacer es esperar a que él se ponga en contacto conmigo y me dé esas pruebas de que habla.
– No parece muy convencido.
Con una mirada de escepticismo, Brunetti respondió:
– ¿Usted lo estaría?
– Recuerde que yo no he hablado con él. No he podido formarme un concepto de su persona. Sólo he leído las cartas que… que no parecen tener mucha credibilidad. Por lo menos, las que ha escrito últimamente. Las primeras, quizá. -Calló y, después de una larga pausa, no pudo sino repetir-: Pobre gente.
– ¿Qué gente? -preguntó Patta desde detrás de Brunetti.
Ninguno de los dos le había oído acercarse, y fue la signorina la primera en reaccionar. Muy al quite, respondió:
– Los extracomunitari que solicitan el permiso de residencia y no vuelven a saber nada de él.
– Usted perdone -dijo Patta parándose frente a su propia puerta. Aunque miraba a la signorina Elettra señaló con el dedo a Brunetti y a su despacho-, pero una vez han presentado la solicitud, han de tener paciencia y esperar. Es el proceso administrativo.
– ¿Esperar tres años? -preguntó ella.
Esto lo hizo detenerse.
– No, tres años no. -Siguió andando, pero en el umbral se paró y la miró-. ¿Quién ha tenido que esperar tres años?
– La mujer que limpia el apartamento de mi padre, señor.
– ¿Tres años?
Ella asintió.
– ¿Por qué tanto tiempo?
Brunetti se preguntó si ella le daría la respuesta evidente, de que eso era precisamente lo que le gustaría saber, pero, optando por la moderación, la signorina Elettra dijo:
– Lo ignoro, señor. Hace tres años que lo solicitó, pagó las tasas y no le han dicho nada más. Pensaba que se beneficiaría de la amnistía, pero no ha tenido más noticias. Me ha preguntado si me parecía que debía volver a presentar la solicitud. Y volver a pagar.
– ¿Usted qué le dijo?
– No supe qué contestarle, vicequestore. Para ella es mucho dinero. Lo es para cualquiera, y no quiere volver a hacer la solicitud y volver a pagar si aún hay esperanza de que la anterior prospere. Por eso le decía al comisario, refiriéndome a ella y a su marido, lo desmoralizada que está esa pobre gente.
– Ya -dijo Patta volviéndose para indicar a Brunetti con un ademán que entrara delante de él, luego miró otra vez a la signorina Elettra y dijo-: Déme su nombre y, si es posible, el número de expediente, y veré qué puedo hacer.
– Es muy amable, señor -dijo ella como si de verdad lo creyera.
Una vez dentro, Patta no esperó para volverse hacia Brunetti y preguntar:
– ¿Qué historia es esa de que ha ido usted a Murano?
¿Negarlo? ¿Preguntar a Patta cómo lo sabía? ¿Repetir la pregunta para ganar tiempo? ¿De Cal? ¿Fasano? ¿Quién de Murano se lo había dicho?
Brunetti decidió decir la verdad.
– Una conocida mía que vive en Murano -explicó, dando a entender que se trataba de una mujer a la que conocía desde hacía tiempo, con lo que constató que le era imposible decir a Patta toda la verdad de cosa alguna- me dijo que su padre había amenazado a su marido, mejor dicho, que había hecho comentarios amenazadores, aunque no a él directamente. Me pidió que averiguara si había razones para temer que su padre hiciera algo.
Brunetti vio a Patta sopesar sus explicaciones y se preguntó cuál sería la reacción de su superior ante esta insólita franqueza. Tal como temía Brunetti, triunfó el hábito de la suspicacia.