– Supongo que eso explica por qué fue usted a Murano a mantener una especie de reunión secreta en una trattoria, ¿eh? -preguntó Patta sin poder disimular la satisfacción que le producía la sorpresa de Brunetti.
Habiendo empezado con la verdad, pese a que no parecía haber servido de mucho, Brunetti siguió por el mismo camino.
– Fui a hablar con una persona que conoce al hombre que hizo las amenazas -explicó Brunetti, observando con alivio que Patta no parecía estar al corriente de la relación que existía entre Navarro y Pucetti, y con mayor alivio todavía que su superior no mencionaba la presencia de Vianello en la reunión-. Le pregunté si le parecía que las amenazas encerraban peligro.
– ¿Y él qué le dijo?
– Rehuyó contestar a mi pregunta.
– ¿Ha hablado con alguien más?
Puesto que decir a Patta la verdad había resultado una mala estrategia, Brunetti decidió volver a la cierta senda del engaño, de probada eficacia, y dijo:
– No, señor.
A Patta le había llegado la información a través de alguien que los había visto en el restaurante, por lo que era de suponer que nada sabía de las visitas de Brunetti a Bovo y a Tassini.
– Así pues, ¿no existen tales amenazas? -inquirió Patta.
– Yo diría que no, señor. Ese hombre, Giovanni de Cal, es violento, pero me parece que todo queda en palabras.
– ¿Entonces? -preguntó Patta.
– Entonces me dedicaré otra vez a ver qué podemos hacer con los gitanos -respondió Brunetti, tratando de mostrarse contrito.
– Romaníes -le rectificó Patta.
– Exactamente -dijo Brunetti, aceptando la concesión de Patta al lenguaje políticamente correcto, y salió del despacho.
CAPITULO 12
Brunetti llamó a Paola después de la una para decir que no iría a comer a casa, y le dolió que su mujer acogiera la noticia sin inmutarse. No obstante, al oírle añadir que, puesto que él decía que la llamaba desde el despacho y había esperado hasta ahora para avisar, ella ya había sacado tan triste deducción, él se sintió consolado, por muy sarcásticos que fueran los términos con los que ella expresaba su decepción.
A continuación, el comisario marcó el número del telefonino de Assunta de Cal y le dijo que le gustaría hablar con ella, en Murano. No, le aseguró, no tenía nada que temer de las amenazas de su padre. Él no creía que encerrasen peligro alguno. A pesar de todo, deseaba hablar con ella, si era posible.
Assunta le preguntó cuánto tardaría en llegar, él le pidió que esperase un momento, se acercó a la ventana y vio a Foa en la riva hablando con otro agente. Volvió al teléfono y dijo que no tardaría más de veinte minutos. La oyó responder que lo esperaría en el fornace y colgó.
Cuando, cinco minutos después, Brunetti salió por la puerta principal de la questura, Foa y la lancha habían desaparecido. Preguntó por el piloto al agente de la puerta, que le dijo que Foa había llevado al vicequestore a una reunión. De manera que Brunetti tuvo que encaminarse a Fondamenta Nuove en busca del 41.
Por esta razón, tardó más de cuarenta minutos en llegar a la fábrica De Cal. Al no encontrar a Assunta en la oficina, llamó a una puerta de lo que, a juzgar por el rótulo, era el despacho del padre, pero no recibió respuesta. Brunetti salió al patio y se dirigió al fornace, esperando encontrarla allí.
Las puertas correderas metálicas del enorme edificio de ladrillo estaban entreabiertas, dejando hueco suficiente para permitir el paso de un hombre. Brunetti entró y se encontró casi a oscuras. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, atrajo su mirada lo que, durante un instante, le pareció un enorme Caravaggio situado al fondo de la nave: seis hombres inmóviles frente a la boca redonda de un horno, bañados por la luz natural que se filtraba por las claraboyas del techo y el resplandor del fuego. Los hombres se movieron y el cuadro se animó con los intrincados movimientos que Brunetti tenía grabados en lo más hondo de la memoria.
Había dos hornos rectangulares junto a la pared de la derecha, pero el forno di lavoro estaba en el centro de la nave. Al parecer, no había más que dos piazze funcionando porque sólo se veía a dos hombres haciendo girar porciones de vidrio fundido suspendidas del extremo de las canne. Uno estaba trabajando en lo que parecía una fuente, porque, mientras hacía girar la canna, la fuerza centrífuga transformaba la porción de vidrio, primero, en un platillo y, después, en una especie de pizza. Los recuerdos hicieron regresar a Brunetti a la fábrica en la que había trabajado su padre -no de maestro sino de servente- hacía décadas. Ante sus ojos, ese maestro se convirtió en el maestro para el que había trabajado su padre. Y, después, se convirtió en cada uno de los maestros que habían trabajado el vidrio durante más de mil años. De no ser por el pantalón vaquero y las Nike, hubiera podido pertenecer a cualquiera de los siglos durante los que los hombres habían hecho ese trabajo.
No era el ballet un arte por el que Brunetti sintiera gran afición, pero en los movimientos de esos hombres veía él la belleza que otros ven en la danza. Sin dejar de hacer girar la canna, el maestro se acercó a la boca del horno. Volvió hacia ella el costado izquierdo del cuerpo y Brunetti observó el grueso guante y el manguito que lo protegían del brutal calor. La canna entró en el horno, y el borde de la fuente pasó a menos de un centímetro de la puerta.
Brunetti se acercó a mirar las llamas: allí estaba el inferno de su niñez, al que, según las buenas monjitas, irían él y todos sus compañeros de clase por sus pecados, por pequeños que ésos fueran. Llamas blancas, amarillas, rojas y, en medio de ellas, el plato que giraba, cambiaba de color, crecía.
El maestro lo sacó, casi rozando otra vez el borde de la boca, se fue a su banco y se sentó, sin dejar de darle vueltas. Sin mirar, tomó unas grandes tenazas. Y tampoco pareció que tuviera que mirar la fuente cuando acercó a su superficie la punta de una paleta y, girando, girando y girando, hizo un surco en la superficie de uno de los lados. Una cinta de vidrio líquido se desprendió de la fuente y resbaló al suelo.
El servente, a una señal del maestro, tan leve que Brunetti no llegó a percibirla, se acercó, tomó la caña y la llevó al horno mientras el maestro bebía un largo trago de una botella. Dejó la botella un segundo antes de que el servente volviera del horno y le pasara la caña con la fuente recién calentada suspendida del extremo. Sus movimientos eran tan fluidos como el mismo vidrio.
Brunetti oyó pronunciar su nombre y, al volver la cabeza, vio a Assunta en la puerta. Ahora notó que tenía la camisa pegada al cuerpo y la cara sudorosa. No hubiera podido decir cuánto rato llevaba allí, encandilado por la belleza del proceso.
Fue hacia ella, notando que el sudor se le enfriaba en la espalda.
– Me he retrasado -dijo Brunetti, sin más explicaciones- y he entrado a ver si te encontraba aquí.
Ella sonrió e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
– No importa. Estaba en el muelle. Hoy es el día en que vienen a recoger los ácidos y el lodo, y me gusta estar allí para comprobar los números y el peso.
El desconcierto de Brunetti debió de ser evidente -en tiempos de su padre, no se hablaba de esas cosas- porque ella explicó:
– Las leyes son muy claras sobre lo que podemos utilizar y lo que hemos de hacer con cada cosa después de utilizarla. Y tienen que serlo. -Suavizando la sonrisa, añadió-: Ya sé que al decir esto me parezco a Marco; pero creo que él tiene razón.