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Salió al patio delante de él y lo condujo a una puerta situada inmediatamente a la derecha. Allí estaba la molatura: una artesa de madera discurría a lo largo de toda una pared, bajo una hilera de grifos. Frente a la artesa había dos jóvenes con delantal de caucho que tenían en la mano uno un bol y el otro una bandeja muy parecida a la que el maestro había fabricado poco antes.

Brunetti los vio acercar los objetos a las muelas de pulir que tenían ante sí, primero una cara y luego la otra. De los grifos caían chorros de agua en las muelas y en las piezas: Brunetti recordó que el agua impedía, por un lado, que la temperatura subiera por efecto de la abrasión y el vidrio se rompiera con el calor y, por otro, que las partículas de vidrio pasaran al aire y a los pulmones de los trabajadores. El agua resbalaba por el delantal y las botas de los hombres, pero la mayor parte iba a la artesa y corría hacia el extremo, donde desaparecía por una tubería, arrastrando el polvo de vidrio.

En una mesa, al lado de la puerta, Brunetti vio jarrones, tazas, fuentes y figuras esperando turno para el pulido. En las piezas se veían las marcas de las tenazas y de las varillas utilizadas para fundir vidrio de dos colores, defectos que él sabía que el pulido borraría.

Alzando la voz por encima del ruido de las muelas y del agua, Brunetti dijo:

– Esto es menos apasionante.

Ella asintió.

– Pero igual de necesario.

– Ya lo sé.

Él miró a los dos trabajadores, miró después a Assunta y preguntó:

– ¿Y las mascarillas?

Esta vez fue ella la que se encogió de hombros, pero no dijo nada hasta que salieron al patio.

– Les damos dos mascarillas nuevas cada día, es lo que manda la ley. Pero la ley no me dice qué tengo que hacer para que se las pongan. -Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió-: Si pudiera, los obligaría. Pero ellos piensan que usarlas es muy poco viril y no las usan.

– Los que trabajaban con mi padre tampoco las llevaban -dijo Brunetti.

Ella alzó las manos al cielo y se alejó hacia la parte delantera del edificio. Brunetti la siguió hasta allí y preguntó:

– Tu padre no estaba en su despacho. ¿Hoy no ha venido?

– Tenía hora en el médico -dijo ella-. Pero supongo que vendrá antes de media tarde.

– Nada grave, espero -dijo Brunetti, tomando nota mentalmente de preguntar a la signorina Elettra si podía averiguar algo acerca de la salud de De Cal.

Ella asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada.

– Bien -dijo Brunetti-. Tengo que irme. Muchas gracias por la visita. Me trae recuerdos.

– Gracias a ti por haberte molestado en venir hasta aquí para hablar conmigo.

– No debes preocuparte -dijo él-. No es probable que tu padre cometa un disparate.

– Eso espero -dijo ella estrechándole la mano y volvió a su despacho y a su mundo.

CAPITULO 13

Al entrar en la questura a la mañana siguiente, Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra, sin recordar que aquel día ella no llegaba hasta después de la hora de comer. Empezó a escribir una nota, para pedirle que viera si podía acceder al historial médico de De Cal; pero, al pensar que Patta o Scarpa podían leer cualquier papel que estuviera en su mesa, rectificó, limitando el mensaje a la simple petición de que lo llamara en cuanto le fuera posible.

Ya en su despacho, Brunetti leyó los informes que tenía en la mesa, repasó la lista de los ascensos propuestos y acometió el examen de los papeles de una gruesa carpeta del Ministerio del Interior, sobre nuevas leyes relacionadas con el arresto y la detención de los sospechosos de terrorismo. Al parecer, las leyes nacionales no se ajustaban a las europeas que, a su vez, no coincidían con el derecho internacional. El interés de Brunetti aumentaba a medida que se hacían evidentes las confusiones y contradicciones.

La sección que trataba de los interrogatorios era corta, como si la persona encargada de redactarla hubiera querido quitarse de encima la tarea lo antes posible sin definirse. El documento repetía algo que Brunetti ya había leído en otro sitio: que ciertas autoridades extranjeras -que no se mencionaban- creían que durante el interrogatorio era admisible infligir dolor hasta el «nivel de trastorno severo». Brunetti apartó la mirada de estas palabras y se puso a contemplar las puertas del armario. «¿Como la diabetes o como el cáncer de huesos?», preguntó, pero las puertas no contestaron.

Leyó el informe hasta el final, cerró la carpeta y la apartó a un lado. Durante sus primeros años de policía, recordó, el debate estaba en si era o no era lícito el uso de la fuerza durante el interrogatorio, y él había oído toda clase de argumentos a favor y en contra. Ahora ya sólo se discutía cuánto dolor se podía infligir.

Le vino a la memoria Euclides: ¿no fue él quien dijo que, si le daban una palanca lo bastante larga, podría levantar el mundo? La experiencia y la lectura de la Historia habían llevado a Brunetti a creer que, con una presión lo bastante intensa, podías inducir a casi cualquier persona a confesar cualquier cosa. Por ello, él siempre había pensado que la pregunta realmente importante sobre el interrogatorio no era hasta dónde se podía presionar al sujeto para que confesara, sino hasta dónde estaba dispuesto a llegar el interrogador para conseguir la inevitable confesión.

Estos tristes pensamientos lo ocuparon algún tiempo, hasta que decidió bajar a ver si estaba Vianello. En la escalera se encontró de frente con Scarpa. Al verse, ambos movieron la cabeza de arriba abajo, sin decir nada. Pero Brunetti tuvo que pararse cuando Scarpa se fue hacia la izquierda y le cerró el paso.

– ¿Sí, teniente?

Sin preámbulos, Scarpa preguntó:

– Esa húngara, Mary Dox, ¿es cosa suya?

– ¿Cómo dice, teniente?

Scarpa levantó una carpeta, como si su sola vista pudiera aclarar las cosas a Brunetti.

– ¿Es cosa suya? -volvió a preguntar el teniente.

– Lo siento, pero no sé de qué me habla, teniente -dijo Brunetti.

Con un ademán deliberadamente melodramático, Scarpa levantó la mano que sostenía la carpeta, como si hubiera decidido subastarla y preguntó:

– ¿No sabe de qué le hablo? ¿No sabe usted nada de Mary Dox?

– No.

Con el mismo ademán que había hecho Assunta de Cal frente a la prueba de la terquedad masculina, Scarpa alzó las manos al cielo, se fue hacia la derecha y siguió subiendo la escalera sin decir más.

Brunetti fue a la sala de los agentes en busca de Vianello. En su lugar encontró a Pucetti, inclinado sobre la mesa y enfrascado en la lectura de lo que parecía ser el mismo informe que Brunetti había terminado poco antes. El joven agente estaba tan absorto que no oyó los pasos de Brunetti.

– Pucetti -dijo Brunetti acercándose a la mesa-, ¿ha visto a Vianello?

Al oír pronunciar su nombre, Pucetti levantó la cabeza, pero tardó unos segundos en desviar su atención de los papeles, entonces echó la silla hacia atrás y se puso de pie.

– Disculpe, comisario, no lo había oído.

Aún apretaba los papeles con la mano derecha, lo que le impedía saludar. En compensación, erguía el cuerpo cuanto podía.

– Vianello -dijo Brunetti y sonrió-. Lo estoy buscando.

Observaba los ojos de Pucetti y advirtió que el joven trataba de recordar quién era Vianello. Entonces Pucetti dijo:

– Estaba aquí antes. -Miró en torno, como si sintiera curiosidad por descubrir dónde se encontraba-. Pero debe de haber salido.

Brunetti dejó transcurrir casi un minuto, durante el cual observó cómo Pucetti volvía de la tierra en la que se hablaba fríamente de las técnicas de interrogatorio, si realmente era ése el tema que tanto absorbía su interés.

Cuando estuvo seguro de haber captado toda la atención de Pucetti, el comisario dijo: