Выбрать главу

Los dos miraban a Brunetti sin dar señales de haberlo visto antes. Cuando estuvo frente a ellos, dijo:

– Soy el comisario Guido Brunetti, de la policía. Alguien ha llamado para informar de que había encontrado un cadáver. -Alzó ligeramente la voz al terminar la frase, para darle un tono interrogativo.

El maestro se volvió hacia el otro hombre, que lanzó a Brunetti una mirada de angustia y luego agachó la cabeza. Brunetti vio que el pelo le clareaba y el cráneo le relucía.

– ¿Lo ha encontrado usted, signore? -preguntó, dirigiéndose a la coronilla del hombre.

El maestro levantó una mano para atraer la atención de Brunetti, y movió el índice y la cabeza de derecha a izquierda, solicitando silencio. Antes de que Brunetti pudiera decir más, el maestro asió al otro hombre por una manga y tiró de él. Juntos se apartaron un par de metros.

Al cabo de un momento, el maestro volvió.

– No lo atosigue -dijo en voz apenas audible-. No podría volver a entrar ahí.

Brunetti se preguntó si sería el remordimiento lo que impedía al otro hombre volver al escenario del crimen, pero enseguida comprendió que el maestro trataba de proteger a su compañero movido por un sentimiento de compasión. En respuesta al silencio de Brunetti, el maestro dijo:

– De verdad, comisario, no podría. No lo obligue.

En un tono de voz que él creía razonable, Brunetti respondió:

– No lo obligaré a hacer nada. Pero necesito que me diga lo que ha ocurrido.

– Es que es eso -dijo el maestro-. Es que no puede.

Brunetti dio unos pasos y extendió la mano hasta tocar el brazo del hombre que aún no había hablado, confiando en estar dando una señal de comprensión o conmiseración. Dirigiéndose al maestro, como si éste hiciera las funciones de intérprete, dijo:

– Necesito saber qué ha ocurrido. Necesito información.

Al oír estas palabras, el que no había hablado se tapó la boca con las manos y dio media vuelta. El hombre tuvo una arcada y, pasando junto a Brunetti, dio dos pasos y se inclinó, sacudido por fuertes espasmos, aunque de su boca no salió más que un hilo de bilis amarilla. Las convulsiones eran tan violentas que tuvo que apoyar las manos en los muslos. Lo acometió otra arcada, y él dobló una rodilla, apoyó una mano en el suelo y volvió a vomitar.

Brunetti lo miraba sin saber qué hacer. Al fin tomó la iniciativa el maestro, que ayudó a levantarse al otro hombre.

– Vamos, Giuliano, me parece que lo mejor que puedes hacer es irte a casa. Ven conmigo.

Ninguno de los dos miró siquiera a Brunetti, que dio un paso atrás para dejarlos pasar. Los siguió con la mirada hasta que llegaron al muelle, torcieron a la izquierda y desaparecieron en dirección al puente que conducía al centro de la isla. Pareció que los dos hombres se llevaban consigo algo de luz, porque cuando desaparecieron unas nubes empañaron la claridad de la mañana.

Brunetti miró en derredor y no vio a nadie. Oyó pasar un barco por el canal; la marea estaba baja, y no vio más que la cabeza de un hombre que se deslizaba a ras del muelle. El hombre miró a Brunetti con una sonrisa que al comisario le recordó la del gato de Alicia en el País de las Maravillas.

Pasó un minuto, después otro, y el zumbido del motor se perdió a lo lejos sin que nada lo sustituyera. Brunetti dio media vuelta y se acercó al fornace; las puertas metálicas estaban entreabiertas. Entró y se detuvo un momento, mientras sus ojos se habituaban a la semioscuridad.

En su anterior visita había observado lo sucias que estaban las ventanas y las claraboyas, pero entonces era pleno día y había suficiente luz para trabajar. Buscó con la mirada un interruptor, pero al ver cerradas las puertas de los dos hornos que estaban embutidos en la pared, temió equivocarse de interruptor y provocar un desastre. Sabía que la temperatura tenía que bajar gradualmente durante toda la noche, para que no se rompieran las piezas que reposaban en el interior para su secado.

Se adentró unos pasos en la fábrica, atraído por la luz que salía por la puerta abierta del horno más alejado. Alumbraba la zona situada delante y un poco de cada lado, pero el resto de la enorme nave estaba en sombras.

Brunetti avanzó otro paso y entonces notó el extraño olor que impregnaba el aire, un tufo empalagoso, un punto ácido. Aunque era primavera y los árboles y las plantas ya empezaban a florecer, aquel efluvio no parecía una emanación floral. Tampoco, el potente fermento que exuda la tierra cuando las plantas se afanan por rebrotar, aunque tenía más de este último que de la primera.

Brunetti miró alrededor, preguntándose si se habría vertido algún colorante o sustancia química, a pesar de que aquel olor tampoco parecía químico. Se acercó al primer horno y notó el aumento de temperatura, a pesar de que estaba cerrada la puerta. La vaharada de calor le hizo apartarse hacia la izquierda, al espacio que quedaba entre el primer y el segundo hornos. La temperatura bajó bruscamente, y él casi sintió frío, por el contraste con el ardor que irradiaba del primer horno.

Al acercarse al segundo horno, volvió a embestirlo el calor, impactándole en el brazo y la pierna, inflamándole la mejilla, dispuesto a hacer arder toda su persona. Instintivamente, se protegió la cara con la mano hasta que lo dejó atrás y llegó a una zona más fresca.

La boca del tercer horno atrajo su mirada. No pudo evitar mirar al fondo de aquel infierno. El calor le hacía parpadear. Retrocedió para alejarse y sintió alivio con el brusco descenso de la temperatura. Allí el olor era mucho más fuerte.

Miró a derecha e izquierda, sin ver nada extraño. Volvió a fijar la atención en la boca del horno, donde las llamas rugían y le lanzaban su aliento candente. Ahora había más luz que cuando había entrado en el edificio: quizá las nubes se habían disipado o el viento las había barrido. El sol ya asomaba por encima de los tejados, y los primeros rayos que entraron por las ventanas orientadas al este provocaron una explosión de luz.

Brunetti distinguió un bulto en el suelo, justo delante del horno, a poco más de dos metros de donde él estaba. Volvió a levantar la mano, esta vez para protegerse los ojos del brillante resplandor del horno, tratando de descubrir qué era aquello. Pero la luz desbordaba su mano y tuvo que levantar la otra para aumentar el tamaño de la pantalla. Y entonces lo vio, ya a la luz del día. En el suelo, delante del tercer horno, yacía un hombre, un hombre alto. Brunetti volvió la cara y se encontró mirando la hilera de termómetros de la pared. El Forno III tenía una temperatura de 1.342 grados Fahrenheit, mientras que las de los otros dos eran apenas la mitad. Tuvo que retroceder porque, incluso a aquella distancia, se abrasaba.

El olor. El olor. Brunetti dobló las rodillas como un buey derribado de un hachazo. Apoyó las palmas de las manos en el suelo y vomitó bilis y más bilis mientras sentía que aquel hedor dulzón se le pegaba a la ropa y al pelo.

Así lo encontró el maestro minutos después. El hombre se inclinó, lo ayudó a levantarse y se lo llevó de allí. Una vez fuera, a varios metros de la puerta, le soltó el brazo y se alejó unos pasos, mientras Brunetti volvía a doblar la cintura. El hombre se volvió hacia el canal y concentró la atención en un barco que pasaba.

Fatigosamente, Brunetti sacó el pañuelo, se enjugó los labios y trató de enderezar el cuerpo. Aún tardó más de un minuto en poder mirar al otro hombre.

– ¿Lo ha encontrado usted? -preguntó con voz débil.

– No, ha sido Colussi, mi servetto. Él acostumbra a llegar a las cinco, para vigilar los fornaci y todo lo que hemos dejado secándose.