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Una vez más, Brunetti se reservó la opinión. Fue Vianello quien rompió el silencio al preguntar:

– ¿Sirve de algo hablarles?

Ribetti respondió, con una sonrisa:

– Quién sabe. Si vienen solos, a veces, te escuchan. Si son más de uno, pasan de prisa, y a veces te dicen cosas.

– ¿Qué cosas?

Ribetti miró a los dos policías y luego se miró las manos.

– Pues que eso no les interesa, que ellos han de trabajar, que tienen una familia -respondió Ribetti, y añadió-: O nos insultan.

– ¿Pero sin violencia física? -preguntó Vianello.

Ribetti lo miró y movió la cabeza negativamente.

– No, ninguna. Tenemos la consigna de no reaccionar, no discutir ni provocar. -Seguía mirando a Vianello como tratando de convencerle de la veracidad de sus palabras con la sinceridad de su expresión-. Estamos allí para ayudarles -dijo, y Brunetti comprendió que él lo creía así.

– ¿Y esta vez?

Ribetti meneó la cabeza.

– No sé qué pasó. Se nos acercaron varias personas, no sé de dónde venían, si estaban con nosotros ni si eran trabajadores, y se pusieron a gritar, y los trabajadores también. Entonces me dieron un empujón y se me cayó la pancarta, me agaché a recogerla y cuando me levanté era como si todo el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Todo eran empujones y forcejeos, oí las sirenas de la policía y me encontré otra vez en el suelo. Dos hombres me levantaron, me subieron a un furgón y nos trajeron aquí. Ya era casi medianoche cuando una mujer de uniforme vino a la celda y me dijo que podía hacer una llamada. -Hablaba de prisa, tan confuso como los hechos que relataba. Miraba a Brunetti y a Vianello alternativamente y, dirigiéndose a este último, dijo-: Llamé a Assunta, le dije dónde estaba y lo que había pasado. Entonces me acordé de ti y le pedí que intentara ponerse en contacto contigo y que te dijera lo que había pasado. -Cambiando de tono, preguntó-: ¿No te llamaría entonces, verdad? -olvidando que Vianello ya se lo había dicho.

– No. Me ha llamado esta mañana -sonrió Vianello.

Brunetti observó el alivio de Ribetti al oírlo.

– Pero no tenían que haberse molestado en venir hasta aquí -dijo Ribetti-. De verdad, Lorenzo, no sé por qué se me ocurrió decirle que te llamara. El pánico, seguramente. Pensé que podrías llamar por teléfono a alguien de aquí, por ejemplo, y que todo se solucionaría. -Levantó una mano en dirección a Vianello y dijo-: De verdad, no pensaba que vinieras -y a Brunetti-: Ni usted, comisario. -Volvió a mirarse las manos-. No sabía qué hacer.

– ¿Lo habían arrestado antes, signor Ribetti? -preguntó Brunetti.

Ribetti lo miró sin poder disimular el asombro: no hubiera reaccionado de otro modo si Brunetti le hubiera dado una bofetada.

– Por supuesto que no.

– ¿Sabes si alguno de los otros ha sido arrestado alguna vez? -preguntó Vianello.

– No, nunca -dijo Ribetti, alzando la voz con el énfasis de la reiteración-. Ya te he dicho que el lema es no alborotar.

– ¿Y una protesta como ésa no es una forma de alborotar? -preguntó Brunetti.

Ribetti reflexionó, como si repasara la pregunta mentalmente, en busca de indicios de sarcasmo. Al no encontrarlos, dijo:

– Lo es, desde luego. Pero sin violencia. Sólo pretendemos hacer comprender a los trabajadores lo peligroso que es lo que hacen. No sólo para nosotros sino también, e incluso más, para ellos.

Brunetti advirtió que Vianello suscribía esta afirmación, y preguntó:

– ¿Cuál es el peligro, signor Ribetti?

Ribetti miró al comisario como si le hubiera preguntado cuántos suman dos más dos, pero borró la expresión y dijo:

– Sobre todo, los disolventes y las sustancias químicas que manipulan. Por lo menos, en la fábrica de pinturas. Se salpican, se los echan por encima y están todo el día respirándolos. Para no hablar de la cantidad de residuos de los que tienen que deshacerse. Cualquiera sabe dónde los echan.

Brunetti, que hacía tiempo que tenía que oír esos argumentos de boca de Vianello, rehuyó la mirada del inspector al preguntar:

– ¿Y cree usted, signor Ribetti, que sus protestas harán cambiar las cosas?

Ribetti alzó las manos.

– Eso Dios lo sabe. Pero, por lo menos, es algo, es una pequeña protesta. Y quizá otras personas vean que es posible protestar. Si no -agregó con voz lúgubre y cargada de convicción-, ellos nos matarán a todos.

Por haber mantenido muchas veces una conversación parecida con Vianello, el comisario no necesitó preguntar a Ribetti quiénes eran «ellos». Brunetti era consciente de la medida en que él mismo se había convencido, durante los últimos años, de la validez de estas ideas, y no únicamente merced a la militancia ecológica de Vianello, sino porque cada vez hacían más mella en él los artículos sobre el calentamiento del planeta y la ecomafia y sus vertidos incontrolados de residuos tóxicos por todo el hemisferio sur; incluso había llegado a creer que existía una relación entre el asesinato de un reportero de televisión de la RAI, ocurrido en Somalia hacía varios años, y el vertido de residuos tóxicos en aquel pobre y martirizado país. Pero lo sorprendía que hubiera personas que aún creyeran que protestando contra estas cosas, en su modesta escala, podrían conseguir algo. Y también reconoció que no le gustaba nada que eso lo sorprendiera.

– Vamos a lo práctico -dijo Brunetti con cierta brusquedad-. Si nunca ha tenido problemas con la policía, quizá podamos hacer algo. -Miró a Vianello-. Quédese aquí, yo voy a hablar con Zedda y a ver el informe. Si no hay heridos ni se han presentado cargos, no veo razón por la que el signor Rosetti deba permanecer bajo custodia.

Ribetti le dirigió una mirada en la que se mezclaban el alivio y la aprensión.

– Muchas gracias, comisario. -Y, rápidamente, añadió-: Aunque no pueda usted hacer nada, aunque no dé resultado lo que haga, muchas gracias.

Brunetti se levantó, fue a la puerta y se alegró de que no estuviera cerrada con llave. En el pasillo, preguntó por Zedda, al que encontró en su despacho, que medía una cuarta parte del suyo y tenía una ventana que daba a un aparcamiento.

Sin dar a Brunetti tiempo de hablar, Zedda dijo:

– Lléveselo a casa, Brunetti. No tiene sentido retenerlo. No hay heridos, no hay denuncia y, desde luego, no queremos problemas con ellos. Son un incordio, pero son inofensivos. Así que diga a su amigo que puede irse a casa.

Un Brunetti más joven quizá hubiera creído necesario puntualizar que Ribetti era amigo de Vianello, no suyo, pero, después de tantos años de trabajar con el inspector, Brunetti ya no era capaz de hacer tal distinción, por lo que dio las gracias a Zedda y preguntó si había que firmar algún formulario. Zedda denegó con un ademán, dijo que se alegraba de haberle vuelto a ver y dio la vuelta a la mesa para estrecharle la mano.

Brunetti volvió a la sala de interrogatorios, dijo a Ribetti que podía irse a casa y que, si quería, ellos lo acompañarían. Brunetti abrió la marcha en busca del coche que los esperaba.

CAPITULO 3

Los tres hombres salieron por la puerta principal de la questura de Mestre y empezaron a bajar la escalera. Vianello apoyó un brazo en los hombros de Ribetti y dijo:

– Vamos, Marco, lo menos que podemos hacer es llevarte hasta piazzale Roma.

Ribetti sonrió y le dio las gracias. Se pasó una mano por los ojos rozando la mejilla al retirarla, y Brunetti casi pudo percibir la abrasión de la barba. Mientras bajaban la escalera hacia el coche, llegó un taxi, del que se apeó un hombre bajo, fornido y con el pelo blanco. El pasajero se inclinó para pagar al taxista, se volvió y levantó la mirada hacia el edificio. Y los vio.