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El hombre cerró la puerta del taxi de un brusco empujón.

– ¡Estúpido de mierda! -gritó echando a andar por la acera. El taxi se fue. El viejo se detuvo agitando una mano con gesto amenazador-. ¡Estúpido de mierda! -repitió y empezó a subir la escalera.

Brunetti y los otros se pararon, atónitos.

El hombre tenía la cara crispada de furor y enrojecida por años de abusar de la bebida. Era tan bajo que a Brunetti no le llegaría ni al hombro y casi el doble de ancho que el comisario, aunque la musculatura del torso se ablandaba y expandía a la altura del abdomen.

– Tú y tus animales y tus árboles y tu naturaleza, naturaleza, naturaleza. Sales a armar jaleo, te dejas arrestar y haces que pongan tu nombre en el periódico. Imbécil. No tienes juicio y nunca lo has tenido. Y ahora esos mierdas del Gazzettino me llaman ¡a mí!

Brunetti se puso entre el viejo y Ribetti.

– Perdone, pero está mal informado, signore. El signor Ribetti no ha sido arrestado. Al contrario, está aquí para ayudar a la policía en su investigación.

Brunetti no sabía por qué mentía. No habría investigación, por lo que en nada podía ayudar Ribetti, pero de alguna manera había que parar los pies al viejo, y a las personas de edad se las frena más fácilmente mencionando a las fuerzas del orden.

– ¿Y quién puñetas es usted? -inquirió el viejo alzando la cabeza para mirarle a la cara.

Sin esperar respuesta, trató de sortear a Brunetti, que fue primero hacia la derecha y después hacia la izquierda para cerrarle el paso.

El viejo se paró, levantó el índice hasta la altura de su propio hombro y hundiéndolo en el pecho de Brunetti dijo:

– Quítese de ahí, desgraciado. Quién es usted para meterse en mis asuntos. -Dio medio paso hacia la izquierda, pero Brunetti volvió a pararlo-. ¡Que se aparte le digo! -gritó el viejo, y ahora puso la mano en el brazo de Brunetti.

No se puede decir que lo agarrara ni que tirase de él, pero tampoco era el gesto del que trata de llamar la atención de un amigo. Vianello bajó dos escalones y se paró a la izquierda del viejo.

– Haga el favor de retirar su mano del brazo del comisario, signore.

Pero al viejo la indignación ya no le dejaba oír. Apartó la mano con brusquedad y señaló a Vianello.

– ¡Y usted no se meta, idiota! -Tenía la cara muy encendida y Brunetti pensó que podía darle un ataque.

Nunca había visto a una persona enfurecerse con tanta rapidez. Le sudaba la frente, le temblaban las manos, tenía saliva en las comisuras de los labios y sus ojillos oscuros parecían más pequeños todavía.

Entonces Brunetti oyó que Ribetti decía detrás de éclass="underline"

– Por favor, comisario, déjelo. No causará problemas.

Vianello no pudo disimular la sorpresa. La de Brunetti tampoco le pasó desapercibida al viejo, que dijo:

– Es verdad, signor comisario o quien sea. No causaré problemas. Él es el que causa problemas. Estúpido de mierda. -Su mirada fue de Brunetti a Ribetti, que ahora estaba a la izquierda del comisario-. Él me conoce porque está casado con la tonta de mi hija. Fue derecho a donde sabía que había dinero y se casó con ella. Y luego le llenó la cabeza con esas estupideces. -El viejo hizo como si fuera a escupir a Ribetti pero cambió de idea-. Y ahora se deja arrestar -añadió mirando a Brunetti para que quedara claro que no había creído su explicación.

Ribetti puso la mano en el brazo de Brunetti para atraer su atención.

– Gracias, comisario -dijo. Y a Vianello-: Y a ti también, Lorenzo.

Sin mirar al viejo, se desvió hacia la izquierda y acabó de bajar la escalera. Cuando llegó a la acera, Brunetti vio que miraba al coche de la policía, pero siguió andando y desapareció por la primera esquina.

– Cobarde -gritó el viejo-. Sólo eres valiente para salvar a tus malditos animales o tus malditos árboles. Pero frente a un hombre de verdad…

De pronto, agotó los improperios. Miró a Vianello y a Brunetti como si quisiera grabarse sus caras en la memoria, pasó por su lado empujando, subió la escalera y entró en la questura.

– ¿Y eso? -preguntó Brunetti.

– Por el camino te contaré -dijo Vianello.

Los hechos que Vianello relató a Brunetti durante el viaje de vuelta a Venecia los había ido siguiendo durante los seis meses en que un antiguo compañero de clase, un tal Loreno, había trabajado de maestro en la vidriería de Giovanni de Cal, el viejo atrabiliario, antes de despedirse e ir a trabajar a otro fornace. En un principio, fue la clásica historia de amor que acaba en boda. Un día, en Rialto, a ella se le cayó una bolsa de naranjas que rodaron por el suelo, y un desconocido que compraba gambas la ayudó a recogerlas. Ella le dio las gracias riendo, le invitó a un café por su gentileza y estuvieron una hora charlando. Él la acompañó al barco, anotó su número de telefonino, la llamó, le preguntó si quería ver tal película y, cuatro meses después, vivían juntos. El padre de la muchacha, Giovanni de Cal, se oponía a la relación, insistiendo en que aquel joven era un desaprensivo que la quería por su dinero. Assunta ya no era joven, nunca había sido muy bonita y no había trabajado más que en la fábrica de su padre: ¿quién iba a quererla más que por el interés? Pero interiormente él se hacía otra pregunta, que guardaba para sí: ¿quién cuidaría de él, viudo y solo, siempre metido en la fábrica, y de la casa de diez habitaciones?

Amigo, ella se casó. Pero lo peor llegó cuando los principios y las actividades del yerno, su preocupación por el medio ambiente y su desconfianza hacia el actual gobierno, chocaron con las ideas del suegro: este mundo se rige por la ley del más fuerte, y los trabajadores han de trabajar y no estar cobrando de los patronos por no hacer nada; el crecimiento y el progreso siempre son buenos y cuanto más crecimiento y más progreso, mejor.

Pero lo peor de todo, desde el punto de vista del viejo, eran la carrera y la profesión del joven. No sólo tenía estudios universitarios, es decir, era uno de esos «dottori» inútiles que lo estudian todo y no saben nada, sino que, para colmo de males, era ingeniero de la empresa francesa que había obtenido el contrato para construir vertederos de residuos en el Veneto, y estaba encargado de realizar los estudios de los emplazamientos, tomando en consideración el curso de los ríos y las aguas subterráneas y la composición del suelo. Redactaba informes que obstaculizaban y encarecían la construcción de vertederos, que se hacían con dinero del bolsillo de gente como los dueños de las fábricas, que pagaban impuestos, para que los vagos y los débiles pudieran chupar de la teta del Estado, y para que los ingenieros pudieran obligar a las ciudades a gastar dinero a fin de que los peces y otros animales estuvieran limpios y sanos.

Ribetti y su esposa, Assunta de Cal, vivían en Murano, en una casa que ella había heredado de su madre. Atrapada entre el padre y el marido, Assunta trataba de mantener la paz y cuidar del hogar, empeño nada fácil, trabajando todo el día con su padre, un hombre colérico, como habían tenido ocasión de comprobar Brunetti y Vianello, en aquella fábrica que pertenecía a la familia desde hacía seis generaciones.

Vianello hizo un inciso en su relato para decir:

– Ahora, mientras hablaba, me he dado cuenta de que no sé cómo he podido enterarme de tantas cosas sobre esa familia. No creo que Loreno me las contara mientras trabajaba allí. Por otra parte, a pesar de que Marco y yo fuimos juntos al colegio, nos habíamos perdido de vista hasta hará unos tres años, y no me parece lógico que me diera tantos detalles. Tampoco somos amigos íntimos: él ni me había hablado del viejo. -Vianello, desde el asiento trasero del coche que los llevaba por el Ponte della Liberta, veía la cabeza de Brunetti recortarse sobre el fondo de las chimeneas de Marghera.