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– Que hoy me he pasado hora y media tratando de dar a la compañía del teléfono la nueva fecha de caducidad de mi tarjeta de crédito -respondió ella con irritación.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -inquirió Brunetti con augusta serenidad.

– Me enviaron una carta por la que me comunicaban que la tarjeta había caducado y me pedían que marcara su número gratuito. Así lo hice y me recitaron su menú de amables sugerencias: pulse uno para esto, dos para lo otro y tres si desea contratar un servicio. Aquí se cortaba la comunicación. Y así, seis veces.

– ¿Por qué has probado seis veces?

– ¿Qué otra cosa se puede hacer? Incluso para decirles que quiero cancelar el servicio y que manden el recibo al banco tengo que hablar con ellos.

– ¿Y cuándo piensas explicarme qué tiene eso que ver con Marghera? -preguntó él, que acababa de darse cuenta de lo muy cansado que estaba y lo poco que deseaba mantener esta conversación.

Ella se quitó las gafas, para verlo mejor, o para taladrarlo mejor con su mirada de basilisco.

– Porque en uno y otro sitio trabaja la misma clase de gente, Guido. Son los que hacen los programas y controlan los sistemas de seguridad. Al fin, el ser humano con el que conseguí hablar me dijo que debía enviar la fecha de caducidad de la tarjeta a un número de fax, porque el sistema no le permitía admitir la información por teléfono.

Brunetti apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

– Sigo sin ver la relación -dijo.

– Es que la persona que omitió poner el número de fax en la carta que me enviaron podría muy bien ser tan competente como la encargada de hacer girar una llave o una palanca en una de las fábricas de Marghera, y en lugar de hacer así -dijo, y esperó a que él abriera los ojos, y entonces la vio empuñar una imaginaria rueda gigante y hacerla girar hacia la derecha-, hace así -prosiguió, moviendo la mano hacia la izquierda-. Y adiós Marghera, y adiós Venecia, y adiós todos nosotros.

– Vamos, vamos -dijo él, cansado e irritado por su histrionismo-, no seas catastrofista.

– ¿Tanto como Vianello? -preguntó ella.

Brunetti no recordaba cómo se había metido en esto, pero ya hablaba sin miramientos.

– En sus peores momentos, sí. Tanto como él.

Un tenso silencio sustituyó la vivacidad y el humorismo con que ella hablaba al principio. Brunetti se inclinó a recoger el Espresso de la semana. Lo abrió por la crítica de cine y se concentró en la lectura de unas críticas de películas que nunca, ni en un momento de delirio, se le ocurriría ir a ver. Cuando terminó, pasó varias páginas y encontró el tema de portada: el juicio de Marghera. Cerró la revista y la dejó caer al suelo.

– Está bien -dijo-. Está bien. -Esperó un momento y añadió-: He tenido un día muy largo, Paola. Y no quiero pasar lo poco que queda discutiendo contigo.

Cerró los ojos, la oyó acercarse y notó que, a su lado, el sofá cedía bajo su peso.

– Voy a hacer la cena -dijo ella.

El sofá se recuperó y él sintió unos labios en la frente.

Una hora después, se sentaban a cenar, y mientras la familia comía y bebía, Brunetti observaba a sus hijos y escuchaba sus quejas de los profesores y de la presión de los deberes, que nunca se acababa.

– Para ir a la universidad, hay que estudiar mucho en casa. Es el precio que hay que pagar -dijo Brunetti.

– Y si no voy, ¿qué? -preguntó Chiara.

El padre no advirtió desafío en sus palabras, pero notó que Paola aguzaba el oído.

– Pues supongo que tendrías que buscar trabajo -respondió él, procurando que su voz sonara ecuánime más que crítica; para él la elección no admitía duda.

– Es que todo el mundo dice que no hay trabajo -se lamentó Chiara.

– Los periódicos siempre están hablando de eso -agregó Raffi, con el tenedor suspendido sobre el filete de pez espada-. Mira a Kati y a Fulvio -dijo, refiriéndose a los hermanos mayores de su mejor amigo-. Los dos son licenciados y ninguno tiene trabajo.

– No es verdad -dijo Chiara-. Kati trabaja en un museo.

– Di mejor que vende catálogos en el Correr -dijo Raffi-. Eso no es trabajo para alguien que se ha pasado seis años en la universidad. Ganaría más vendiendo zapatos en Prada.

Brunetti se preguntó si para su hijo ése sería un trabajo más apetecible.

– Prada no es el lugar ideal para trabajar, si lo que buscas es un empleo para un licenciado en Historia del Arte -dijo Chiara.

– Tampoco lo es la sección de saldos del museo Correr -replicó su hermano.

Brunetti, que había visitado la última exposición y pagado más de cuarenta euros por el catálogo, no consideraba que la tienda del museo fuera una sección de saldos, pero se reservó la opinión y se limitó a preguntar:

– ¿Y Fulvio qué hace?

Raffi bajó la mirada al pescado y Chiara extendió el brazo para servirse más espinacas, a pesar de que ya había alineado el cuchillo y el tenedor sobre el plato. Ninguno de los dos respondió, y el ambiente se enrareció. Brunetti hizo como si no se diera cuenta.

– Seguro que encuentra algo -dijo-. Es un chico inteligente. -Y a Paola-: ¿Me pasas las espinacas? Eso, si Chiara deja algo.

Al pasarle la fuente, Paola demostró que había detectado la reacción provocada por la alusión a Fulvio, diciendo con naturalidad:

– A mis alumnos les ocurre lo mismo. Hacen sus tesis, obtienen el título, empiezan a llamarse dottore y se consideran afortunados si encuentran empleo de maestro suplente en sitios como Burano o Dolo.

– La fontanería -interrumpió Brunetti, levantando una mano para reclamar su atención-. A mis hijos les aconsejo que estudien para fontaneros. Es un oficio bien remunerado. Se conoce a gente interesante y nunca falta trabajo. Nada bueno conseguiréis leyendo libros y libros, pasando horas y horas en las bibliotecas o discutiendo sobre ideas. Es malo para el cerebro. No, a mí que me den un oficio de hombres: aire puro, buen dinero y un trabajo duro pero honrado.

– ¡Oh, papá! -Como siempre, Chiara fue la primera en captar la intención-. Qué tonto eres a veces.

Brunetti puso cara de inocencia y trató de convencerla para que dejara las matemáticas y aprendiera soldadura. El postre interrumpió su representación, pero para entonces ya se había disipado la sombra que las actividades de Fulvio habían proyectado sobre la cena.

Ya estaban en la cama cuando Brunetti, exhausto por el madrugón, preguntó:

– ¿Qué pasa con Fulvio?

Ya habían apagado la luz, y sintió más que vio que Paola se encogía de hombros.

– Supongo que cosa de drogas.

– ¿Consume?

– Quizá. -No parecía convencida.

– Entonces, vende -dijo él y se volvió del lado derecho, de cara a la tenue silueta de su mujer.

– Es probable.

– Pobre muchacho -dijo Brunetti, y añadió-: Pobres todos. -Se puso boca arriba, mirando al techo-. ¿Tú tienes idea de si…? -empezó, preguntándose por la cuantía de la venta y si era un asunto en el que tuviera que intervenir profesionalmente.

¿Y quiénes serían los compradores? Esta simple pregunta dio la salida al gusano que está siempre preparado en la línea de salida para iniciar la carrera hacia el corazón de los padres.

– Si lo que quieres saber es si a Raffi le interesa, creo que podemos estar relativamente seguros de que no. Él no consume drogas.

El policía quería saber por qué Paola podía decir eso, cuál era su fuente de información y en qué medida era fidedigna. ¿Había preguntado a Raffi o él se lo había dicho espontáneamente, o era su confidente otra persona que conocía el caso o a los sospechosos? Mientras miraba el techo, al otro lado de la calle se apagó una luz, dejándolo en una grata oscuridad. Qué ingenuidad, y qué temeridad, creer en la palabra de una madre acerca de la inocencia de su hijo.

Miraba al techo, temiendo preguntar. La ventana estaba entornada y las campanadas de San Marcos decían que era medianoche, hora de dormir. Con este acompañamiento, la voz de Paola murmuró: