– ¿Y aquí no vierten nada? -preguntó Brunetti.
Fassano respondió con un gesto que descartaba toda posibilidad.
– Aquí nunca hemos tenido un gran problema con la contaminación. Pero ahora nos tienen tan vigilados y controlados que no habría posibilidad de contaminar sin que nos descubrieran. -Al cabo de un momento, añadió-: Por el bien de mis hijos, me gustaría poder decir lo mismo de Marghera, pero no puedo.
Con los años, Brunetti había adquirido la costumbre de recelar de las personas que decían preocuparse por el bien de los demás, pero tenía que reconocer, aunque fuera sólo para sus adentros, que la forma en que se expresaba Fasano al hablar de la contaminación le recordaba a Vianello. Y, por la confianza que le merecía el inspector, estaba dispuesto a creer en la sinceridad de Fasano.
– ¿La contaminación de Marghera pudo ser la causa de los problemas de la hija de Tassini? -preguntó Brunetti.
Fasano se encogió de hombros y, casi a regañadientes, dijo:
– Creo que no. Aunque estoy convencido de que Marghera está envenenándonos a todos poco a poco, no creo que sea responsable de lo que le ocurrió a la niña. -Brunetti no pidió explicación alguna, pero Fasano se la dio-. Me enteré de lo que ocurrió cuando nació.
Al ver que Fasano no iba a entrar en detalles, Brunetti preguntó:
– ¿Entonces por qué echaba la culpa a De Cal?
Fasano fue a responder, pero se detuvo y miró fijamente a Brunetti un momento, como si se preguntara en qué medida podía confiar en una persona a la que no conocía. Al fin dijo:
– A alguien tenía que echar la culpa, ¿no le parece?
Fasano volvió a su mesa y se inclinó sobre el jarrón que había dejado allí. Era una pieza de unos cincuenta centímetros de alto y líneas sencillas y elegantes.
– Es hermoso -dijo Brunetti espontáneamente.
Fasano se volvió a mirarlo con una sonrisa que suavizaba sus facciones.
– Gracias, comisario. De vez en cuando, me gusta comprobar si todavía soy capaz de hacer algo que no salga contrahecho o tenga un asa más grande que la otra.
– No sabía que trabajara usted el vidrio -dijo Brunetti sin disimular la admiración.
– Pasé la niñez aquí -dijo Fasano con orgullo-. Mi padre quiso que fuera a la universidad, el primero de la familia, y fui, pero todos los veranos los pasaba aquí, en el fornace.
Levantó el jarrón y lo hizo girar dos veces, contemplándolo. Brunetti observó que tenía un ligerísimo tinte de color amatista, tan leve que a plena luz apenas se notaba.
Sin dejar de mirar y dar vueltas al jarrón, Fasano dijo al fin, como si hubiera estado pensándolo desde que Brunetti le había hecho la pregunta:
– Él tenía que creerse sus teorías. Aquí todo el mundo sabe lo que pasó cuando nació la niña. Supongo que por eso todos tenían tanta paciencia con él. Él necesitaba culpar a alguien, a cualquiera menos a sí mismo, y acabó por culpar a De Cal. -Volvió a poner el jarrón en la mesa-. Pero nunca hizo daño a nadie.
Brunetti se abstuvo de apuntar que bastante daño había hecho Tassini a su propia hija, y sólo preguntó:
– ¿El signor De Cal había tenido problemas con él?
Observó que Fasano meditaba la respuesta.
– Nunca oí decir que los tuviera.
– ¿Usted conoce al signor De Cal?
Fasano sonrió al responder:
– Hace más de cien años que nuestras familias tienen fábricas colindantes, comisario.
– Sí, por supuesto -reconoció Brunetti, con aire de disculpa-. ¿Ha dicho alguna vez algo de Tassini o de algún problema que tuviera con él?
– ¿Usted conoce al signor De Cal?
– Sí.
– ¿Cree usted que ha nacido el trabajador que pudiera causarle un problema?
– No.
– Si Tassini se hubiera permitido insinuar siquiera que era el responsable de lo que le pasó a la niña, De Cal se lo habría comido vivo. -Fasano se apoyó en la mesa, afianzando en ella las manos-. Ésa es otra de las razones por las que Tassini tenía que ir diciéndolo a unos y otros. No podía decírselo a De Cal. Debía de tenerle miedo.
– Da la impresión de que ha pensado bastante en sus acusaciones, signor -dijo Brunetti.
Fasano se encogió de hombros.
– Indudablemente. Al fin y al cabo, todos trabajamos con esos materiales, y no me gusta pensar que puedan ser nocivos para mí, o para nadie.
– Pero, si me permite decirlo, no parece usted creer que lo sean.
– No lo creo, no. He leído informes y publicaciones científicas, comisario. El peligro, repito, está allí. -Girando el cuerpo a medias, señaló al noroeste.
– Uno de los inspectores cree que eso nos está matando.
– Y tiene razón -dijo Fasano con vehemencia, pero no añadió más, y Brunetti casi se lo agradeció.
Fasano se apartó de la mesa.
– Lo lamento, pero debo volver al trabajo -dijo.
Brunetti esperaba que diera la vuelta a la mesa y se sentara, pero Fasano tomó el jarrón y fue hacia la puerta.
– Tengo que pulir unos defectos -dijo, dejando claro que Brunetti no estaba invitado a acompañarlo.
El comisario le dio las gracias por el tiempo que le había dedicado, salió de la fábrica y se dirigió hacia el muelle.
CAPITULO 24
Brunetti tomó el 42 para regresar a Fondamenta Nuove, y continuó a pie hacia la cercana Fondamenta della Misericordia. Entró a tomar café en un bar, donde preguntó por Adil-San, y fue informado no sólo de dónde estaba el taller sino también de que eran gente honrada y tenían mucho trabajo, y que el hijo del dueño hacía poco que se había casado con una danesa a la que había conocido en la universidad, pero aquello no duraría, y no porque ella fuera extranjera sino porque Roberto era un donnaiolo, y ésos no cambian, siempre andan detrás de las faldas. Tras asentir para darse por enterado y agradecer la información, Brunetti salió del bar, torció a la derecha y siguió el canal hasta que vio el rótulo de la fontanería, que estaba al otro lado. Cruzó el puente, retrocedió y entró en una oficina, donde encontró a una muchacha sentada detrás de un ordenador.
La joven levantó la cabeza, sonrió y le preguntó qué deseaba. Quizá tenía la boca muy grande, o usaba un lápiz de labios muy oscuro, pero era bonita, y Brunetti agradeció la sonrisa.
– ¿Podría hablar con el dueño, por favor? -dijo.
– ¿Es para un presupuesto, señor? -preguntó ella acentuando la sonrisa, lo que sugirió a Brunetti que quizá la boca tenía el tamaño justo.
– No, deseo hacerle unas preguntas acerca de un cliente -dijo él, sacando la credencial de la cartera.
Ella miró el documento, lo miró a él y volvió a mirar la foto.
– Nunca había visto una de éstas -dijo-. Es como en la televisión, ¿verdad?
– Un poco, sí. Pero no tan interesante, supongo -dijo Brunetti.
Ella echó una última mirada a la credencial y se la devolvió.
– Ahora mismo le aviso, comisario.
Se puso en pie. Tenía el talle más robusto de lo que él imaginaba, pero daba gusto verla cruzar el despacho. La muchacha abrió una puerta sin llamar.