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Brunetti pensaba que quizá Vianello, a pesar de sus años de servicio, aún no era consciente de su poder para inducir a la gente a entrar en conversación con él y hasta a hacerle confidencias. Quizá era un don innato, como el de la puntería o la predisposición para el baile, y el que lo poseía lo veía completamente natural.

Vianello volvió a atraer la atención de Brunetti señalando las fábricas de Marghera:

– Mira, yo estoy de acuerdo con él, ¿tú no?

– ¿En la protesta?

– Sí -respondió Vianello-. Yo, por mi trabajo, no puedo unirme a ella, pero pienso que hay que protestar y deseo que sigan haciéndolo.

– ¿Y qué te parece De Cal? -preguntó Brunetti, desviando la conversación, al ver que faltaba poco para llegar a piazzale Roma, a fin de evitar que Vianello se lanzara a una de sus diatribas sobre el futuro del planeta.

– Oh, ya lo has visto, es un energúmeno -dijo Vianello-. En Murano se ha peleado con todo el mundo: por las casas, por los sueldos, por… en fin por todo lo que la gente pueda reñir.

– ¿Y cómo consigue retener a sus trabajadores? -preguntó Brunetti.

– Lo consigue y no lo consigue. Por lo menos, eso tengo entendido.

– ¿Lo sabes por Ribetti?

– No. Por él no. Ya te he dicho que él no habla del viejo, ni tiene nada que ver con el fornace. Pero tengo parientes en Murano y un par de ellos trabajan en los fornaci. Y allí todo el mundo está enterado de la vida y milagros de todo el mundo.

– ¿Y qué dicen?

– Hace un par de años que tiene a los dos mismos maestri -dijo Vianello, y añadió-: Para él es un récord, aunque no son muy buenos. De todos modos, tampoco importa mucho, me parece.

– ¿Por qué no?

Detrás de la cabeza de Vianello, Brunetti vio el costado del autobús Panorama: pronto llegarían.

– No fabrican más que chorradas para turistas. Marsopas que saltan de las olas. Y toreros.

– ¿Con capote y pantalón negro? -preguntó Brunetti.

– Sí; es demencial. Como si aquí tuviéramos toreros. O marsopas.

– Creí que ahora esas cosas ya las hacían en China o en Bohemia -dijo Brunetti, repitiendo lo que había oído a personas a las que suponía enteradas.

– Muchas, sí -dijo Vianello-. Las piezas grandes aún no pueden hacerlas. Pero dentro de cinco años ya todo vendrá de China.

– ¿Y qué harán tus parientes?

Vianello levantó las manos con las palmas hacia arriba, en ademán de impotencia.

– Tendrán que aprender a hacer otra cosa, o acabarán como tu esposa dice que acabaremos todos: vestidos con ropa del siglo diecisiete, paseándonos por la ciudad y hablando en veneciano para divertir a los turistas.

– ¿Nosotros también? -preguntó Brunetti-. ¿La policía?

– Sí -respondió Vianello-. ¿Te imaginas a Alvise con una ballesta?

La risa puso fin a la conversación y el tema quedó olvidado en la corriente de chismes que circula por Venecia, no mucho más clara que el agua de los canales.

Cuando llegaron a la questura, Brunetti fue al despacho de la signorina Elettra, para ver si ya tenía la lista de las guardias para las fiestas de Pascua.

– Ah, comisario -dijo ella al verle entrar-. Lo buscaba.

– ¿Sí?

– Es por la lotería -dijo ella con naturalidad, dando por descontado que él sabía de qué le hablaba-. ¿Quiere un boleto?

Antes de tratar de adivinar de qué lotería se trataba, de si estaba relacionada con la Pascua o con alguno de los proyectos ecológicos de Vianello, Brunetti respondió:

– Por supuesto. -Y sacó la billetera del bolsillo de atrás-. ¿Cuánto vale?

– Sólo cinco euros, comisario -dijo ella-. Hemos pensado que, como íbamos a vender muchos boletos, podíamos darlos baratos.

– Muy bien -dijo él distraídamente, sacando un billete.

Ella le dio las gracias y se acercó un bloc.

– ¿Qué fecha desea? -Buscó un bolígrafo en la mesa y, cuando lo encontró, miró al comisario-. Elija una a partir del primero de mayo.

Brunetti estuvo tentado de elegir el 10 de mayo, el cumpleaños de Paola, sin hacer más averiguaciones, pero se dejó vencer por la curiosidad.

– Me parece que no la entiendo, signorina.

– Tiene que elegir una fecha, comisario. El que acierta se lleva el bote. -Ella sonrió y añadió-: Ah, sí, puede elegir más de una fecha, pagando cinco euros por cada una.

– Está bien -dijo Brunetti-. Reconozco que no sé de qué me habla.

La signorina Elettra se llevó la mano a los labios y a él le pareció ver un poco de rubor en sus mejillas.

– Ah… -ella dejó escapar un suspiro largo, como el de un balón de fútbol que se desinfla.

Él observó las expresiones que se sucedían en su cara, la vio buscar una mentira y luego optar por la verdad. Brunetti no entendía el porqué de su comportamiento ni sabía muy bien cómo es que lo veía tan claro.

– Se trata del vicequestore, señor.

– ¿Qué le pasa al vicequestore? -preguntó Brunetti sin impaciencia.

– El puesto en la Interpol.

– ¿Es que lo ha solicitado? -preguntó Brunetti sin poder contener la sorpresa que le causaba que Patta se hubiera decidido.

Quizá sea más exacto decir que lo sorprendía no haberse enterado de que Patta había solicitado el cargo. En el nivel de Patta, a los puestos se les llamaba cargos.

– Sí, señor. Hace cuatro meses.

Brunetti no recordaba cuál era exactamente la naturaleza del cargo que interesaba a su superior. Tenía la vaga idea de que una de las tareas -o «cometidos», como decían los cargos- consistía en colaborar con la policía de otro país, cuyo idioma Patta no hablaba, pero había olvidado de qué país se trataba.

Ella dio la respuesta a la pregunta contenida en el silencio.

– Londres, Scotland Yard, experto en la Mafia.

Como solía ocurrirle cuando de la trayectoria profesional de Patta se trataba, Brunetti se quedó sin palabras.

– ¿Y la lotería? -preguntó al fin.

– La fecha de la carta en la que se le comunique que su solicitud ha sido desestimada -dijo ella con voz implacable.

Los detalles no importaban. Él deseaba saber. Pero ¿cómo preguntar?

– Parece estar muy segura de la respuesta, signorina.

Sí. Ésa era la fórmula.

– Lo estoy -dijo ella sin más explicación. Sonriendo, llevó el bolígrafo al bloc-. ¿La fecha, señor?

– El diez de mayo, por favor.

Ella escribió la fecha en la parte superior de la pequeña hoja, que arrancó y le entregó.

– No la pierda, señor.

– ¿Y si hay varios acertantes? -preguntó él, guardando el papel en la billetera.

– Oh, eso está previsto. Si varias personas han elegido la fecha exacta, se ha propuesto que el dinero se entregue a Greenpeace.

– Es típico de él.

– ¿De quién, comisario? -preguntó ella con todos los síntomas del desconcierto.

Él resopló, dando a entender que hasta un ciego vería quién era el autor de la propuesta.

– Vianello.

– En realidad, comisario -dijo ella sin alterar la afabilidad de su sonrisa-, la idea fue mía.

– En tal caso -repuso él sin transición-, hago votos para ganar conjuntamente con otra persona, a fin de poder contribuir a que el dinero sea destinado a tan noble causa.

Ella lo miró inexpresivamente, pero enseguida recuperó la sonrisa para decir:

– Miren qué hombre más falso.

Brunetti se sorprendió por sentirse halagado y volvió a su despacho, olvidando la lista de las guardias para las fiestas.

CAPITULO 4

La primavera avanzaba y Brunetti seguía midiéndola por la escala floral. En las floristerías aparecieron las primeras lilas, y él llevó a Paola un gran ramo; al otro lado del canal acabaron de salir las florecillas amarillas y rosas, después vinieron unos narcisos dispersos y, más adelante, ordenadas hileras de tulipanes bordearon el sendero que recorría el jardín. Y un sábado Paola le encargó la misión de bajar los grandes tiestos del oscuro y frío sottotetto donde habían pasado el invierno y sacarlos a la terraza, en la que estarían hasta noviembre. Desde la terraza, observó que en las jardineras del balcón del otro lado de la calle, un piso más abajo, habían plantado aquellos geranios rojos que tanto le desagradaban.