Antes de que Brunetti pudiera pedir más información, oyó una voz a su espalda.
– ¿Me has llamado, Luca?
Pronuncia la palabra «fontanero» y en tu imaginación aparecerá la figura de Biaggi, el hombre que ahora estaba en la puerta: estatura mediana, cuadrado de los hombros a las caderas, nariz no menos cuadrada, pelo escaso, piel basta y manos y antebrazos enormes. El recién llegado sonreía a Repeta como si la jovialidad fuera su condición natural.
– Pasa, Pietro -dijo Repeta-. Este señor quiere saber qué hicisteis en la fábrica de Fasano la última vez.
Biaggi dio unos pasos y saludó a Brunetti con un movimiento de la cabeza. Ladeó el mentón y miró al techo, como si esperara ver allí la copia de la factura. Frunció los labios y, con un gesto sorprendentemente femenino, bajó el mentón y dijo:
– El tercer tanque tenía una fuga y el encargado quería que la soldáramos. El dueño estaba de vacaciones o no sé qué, bueno, no podían localizarlo y el encargado nos llamó. Hizo bien porque, si llegan a esperar un par de días, habrían tenido un buen fregado.
– ¿Por qué?
– Ya había por todo el suelo un agua gris, mezclada con el sedimento del mismo tanque o del agua que entraba con su sedimento.
– ¿Qué hicisteis? -preguntó Repeta.
– Lo normal, cerrar el agua de la molatura. Dijimos a los operarios que fueran a tomar café y volvieran al cabo de una hora. Mejor eso que tenerlos dando vueltas por allí sin hacer nada o tratando de ayudar.
– ¿Quién iba contigo?
– Dondini.
– ¿Qué tuvieron que hacer? -preguntó Brunetti.
Antes de que Biaggi pudiera empezar la explicación, Repeta le dijo que se acercara y se sentara. El hombre así lo hizo. Cuando su cuerpo se aposentó sobre la silla, abultaba aún más que estando de pie.
– Lo primero que vi es que aquello iba a llevarnos mucho tiempo, más de una hora. -Miró a Brunetti, sonrió y dijo-: Antes de que piense que esto es lo que dicen siempre los fontaneros, signore, le aseguro que en ese caso era verdad. Esos tanques están muy cerca del suelo, no puedes meterte debajo para echar un vistazo, ni detrás, porque están adosados a la pared. Para buscar el fallo y poder trabajar, has de purgarlos.
– ¿Se puede ver algo, con el lodo que hay dentro? -preguntó Brunetti, presumiendo de su dominio de la materia.
– Tuvimos que vaciarlo. Menos mal que sólo hacía un mes que habíamos estado allí y casi todo era agua. Cerramos el grifo del taller de pulido y, con un balde, pasamos el agua al tanque de al lado, hasta que el nivel bajó unos cuarenta centímetros. Ahí estaba la fuga.
– ¿En una soldadura de una esquina? -preguntó Repeta.
– No -respondió Biaggi-. Parece que antes purgaban el tanque por detrás, a través de la pared. O quizá lo usaban para otra cosa antes de instalarlo allí para depurar el agua de la molatura. Supongo que por eso cambiaron de sitio los tubos -dijo con displicencia-. Eso no es asunto mío, ¿no le parece? -preguntó a Brunetti, que asintió dándole la razón-. No sé quién les hizo el trabajo, pero era una chapuza -prosiguió Biaggi-. Habían tapado el tubo con una plancha circular, de estaño o qué sé yo, que tenía una especie de bisagra soldada a un lado, que permitía abrirla y cerrarla. Pero los que montaron el tubo no sabían lo que se hacían, no lo soldaron bien y había empezado a perder.
– ¿Y qué hizo usted? -preguntó Brunetti.
– Taparlo.
– ¿Cómo?
– Sacando la plancha circular y cubriendo el agujero del tubo con una placa de material plástico y un buen adhesivo. La reparación durará tanto como el tanque -concluyó Biaggi con orgullo.
– ¿Y los otros tanques? ¿Tenían el mismo problema?
Biaggi se encogió de hombros.
– A mí me llamaron para que tapara una fuga, no para que revisara todo el sistema.
– ¿Dónde estaba exactamente ese agujero? -preguntó Brunetti.
Biaggi repitió el gesto que había hecho al recordar los tanques.
– A unos cuarenta centímetros del borde superior, quizá un poco menos.
– ¿Cómo sería el líquido que había a esa profundidad, signor Biaggi? -preguntó Brunetti.
Nuevamente Biaggi hizo con los labios aquel mohín femenino.
– Tendría bastante sedimento.
– ¿Adónde iba el viejo tubo?
Biaggi volvió a repasar la escena mentalmente y dijo:
– Donde yo estaba, apenas tenía ángulo, no veía el interior, hacia dónde iba ni hasta dónde llegaba. Lo único que sé es que se metía en la pared. Pero ahora está bien tapado. No volverá a perder.
– ¿Podría decir cuándo se hizo ese trabajo?
– ¿Se refiere a la soldadura?
– Sí.
– No con exactitud. Hace diez años. Quizá más, pero es sólo una suposición. No hay forma de saberlo.
Biaggi miró su reloj, lo que indujo a Brunetti a decir:
– Sólo una pregunta más, signore. ¿Era fácil descubrir lo de ese tubo?
La pregunta desconcertó al hombre, que preguntó:
– ¿Quiere decir la abertura del tanque?
– Sí.
– Pero ¿para qué iba a mirar nadie eso?
– Oh, no sé -respondió Brunetti con indiferencia-. Pero si alguien hubiera buscado, ¿lo habría encontrado?
Biaggi miró a su jefe, que asintió. Miró otra vez el reloj, se frotó las manos produciendo un ruido seco como de papel de lija y al fin dijo:
– Si sabía que estaba ahí, supongo que habría podido encontrarlo palpando con la mano. Por la noche, el agua se cierra a uno y otro extremo, de manera que, si abrió el drenaje del final para que saliera el agua, podría ver la pared, por lo menos hasta el nivel del sedimento. Luego, cuando quisiera volver a llenar los tanques, no tendría más que cerrar el desagüe, pasar a la otra sala, dar el agua y esperar. Así de sencillo.
Con una sonrisa que trataba de que fuera tranquilizadora, Brunetti dijo:
– Perdone, pero se me ha ocurrido otra última pregunta, y le prometo que será realmente la última.
Biaggi asintió y Brunetti dijo:
– ¿Cuánto tiempo cree que hacía que el tanque perdía?
– Yo diría que un mes -fue la rápida respuesta de Biaggi.
– Parece muy seguro -comentó Brunetti.
– Lo estoy. Había señales de que alguien había tratado de arreglarlo. Como si hubieran intentado soldar el disco al tubo, pero eso no podía funcionar. Cuando pregunté, el encargado me dijo que hacía un par de semanas que los operarios se quejaban de que el suelo estaba mojado. -Miró a Brunetti con una sonrisa de interrogación, como preguntando si había contestado suficientes preguntas, y Brunetti sonrió a su vez, se levantó y le tendió la mano.
– Me ha sido de una gran ayuda, signor Biaggi. Siempre da gusto hablar con un hombre que conoce su oficio.
Cuando Biaggi, un poco incómodo por el elogio, hubo salido, Repeta preguntó sin tratar de disimular la curiosidad que habían despertado en él las preguntas de Brunetti:
– ¿Usted es un hombre que conoce su oficio, comisario?
– Empiezo a creer que sí -dijo Brunetti, le dio las gracias y regresó a la questura.
CAPITULO 25
La mente de Brunetti derivó hacia cuestiones tácticas. Patta rechazaría la idea de que un hombre como Fasano -que ya contaba con cierta influencia política e iba camino de ampliarla- pudiera estar implicado en un crimen. El vicequestore no autorizaría a Brunetti a emprender una investigación a fondo sin más base que indicios e informes inconexos que habría que hacer encajar en un hipotético esquema. Pruebas. Brunetti suspiró sólo de pensar en esa palabra. No tenía nada más que sospechas y unos hechos que admitían varias interpretaciones.