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Marcó el número de Bocchese. El técnico contestó dando el apellido.

– ¿Ha tenido tiempo de ver esa muestra? -preguntó Brunetti.

– ¿Muestra?

– La que le llevó Foa.

– No. Se me olvidó. ¿Mañana?

– Sí.

Brunetti comprendió que nada podía hacer mientras no tuviera los resultados de los análisis de Bocchese: hasta entonces no podría formarse una idea clara de lo sucedido ni saber qué había ido a parar al campo situado entre las dos fábricas. De Cal se sulfuraba al pensar que su yerno, el ecologista, pudiera llegar a influir en la dirección de la fábrica, y prefería venderla antes que consentir que pasara a su hija y, por consiguiente, al marido. Venderla a Gianluca Fasano, astro emergente en el turbio firmamento de la política local, cuya ascensión era precedida por la propaganda de su honda preocupación por la degradación del entorno de su ciudad natal. Al parecer, a los ojos de De Cal unos ecologistas eran más iguales que otros.

Nada de esto habría tenido mayor trascendencia de no ser por Giorgio Tassini, el hombre al que los azares de la vida habían lanzado a una órbita errática. Buscando la prueba que lo liberara del remordimiento de haber destruido la vida de su hija, ¿con qué se había tropezado?

Brunetti trató de recordar su conversación con Tassini. Le parecía extraño que hubiera tenido lugar hacía pocos días. Cuando Brunetti le preguntó si De Cal estaba enterado de la contaminación, Tassini respondió que «los dos» sabían lo que ocurría, de lo que Brunetti dedujo, naturalmente, que la otra persona aludida era la hija de De Cal. Pero eso fue antes de que Foa diera a Brunetti un mapa detallado de Murano, en el que se indicaban la latitud y la longitud y la situación de todos los edificios, y el comisario comprobara que las últimas coordenadas anotadas por Tassini correspondían a un punto que se encontraba dentro de la fábrica de Fasano.

Sonó el teléfono mientras Brunetti miraba el mapa fijamente, buscando la manera de enlazar todas las informaciones recogidas. Distraídamente, contestó dando su apellido.

– ¿Guido? -preguntó una voz conocida.

– Sí.

En su tono había algo que provocó una larga pausa.

– Soy yo, Guido. Paola. Tu mujer. ¿Me recuerdas?

Brunetti respondió con un gruñido.

– Pues, si no, la comida. Te acuerdas de la comida, ¿verdad, Guido? De eso que se llama comer.

Él miró el reloj y vio con asombro que eran más de las dos.

– Ay, Dios, lo siento. Se me ha olvidado.

– ¿Venir a casa o comer?

– Las dos cosas.

– ¿Estás bien? -preguntó ella, preocupada.

– Es ese asunto de Tassini. No hay manera, no encuentro las pruebas de lo que creo que pasó.

– Ya las encontrarás -dijo ella-. O quizá no. En cualquier caso, siempre serás mi sol.

Él lo aceptó sin discusión.

– Gracias, cariño. Necesito oír eso de vez en cuando.

– Bien. -Siguió una larga pausa-. ¿Vas a…? -empezó ella.

Brunetti habló al mismo tiempo:

– Llegaré temprano.

– Está bien -dijo Paola y colgó.

Brunetti volvió a mirar el mapa. Nada había cambiado, pero, de repente, todo aquello ya no parecía tan terrible, a pesar de que él sabía que no había razón para que no lo fuera.

«Ante la duda, provoca.» Éste era uno de los principios que, con los años, había aprendido de Paola. Buscó en su libreta de direcciones el número del despacho de Pelusso.

– Pelusso -contestó el periodista a la tercera señal.

– Soy yo, Guido -dijo Brunetti-. Necesito que publiques una cosa.

Quizá fue el tono del comisario lo que indujo a Pelusso a abstenerse de hacer el comentario irónico que normalmente habría provocado en él esa introducción.

– ¿Dónde? -fue lo único que preguntó.

– A poder ser, en la primera página de la segunda sección.

– Información local, ¿eh? ¿Qué hay que poner?

– Que las autoridades… no creo que sea necesario nombrarlas, pero no estaría de más sugerir que se trata del Magistrato alle Acque, las autoridades, pues, han tenido conocimiento de la presencia de sustancias peligrosas en un campo de Murano y se disponen a investigar su procedencia.

Pelusso murmuraba entre dientes mientras escribía.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Que la investigación está relacionada con otra que ya se halla en curso.

– ¿Tassini? -preguntó Pelusso.

Tras una mínima vacilación, Brunetti dijo:

– Sí.

– ¿Vas a decirme de qué se trata?

– Con la condición de que no salga en el artículo -dijo Brunetti.

Pelusso tardó en contestar, pero al fin dijo:

– De acuerdo.

– Parece ser que los patronos de Tassini utilizaban medios ilegales para el vertido de residuos peligrosos.

– ¿Qué hacían?

– Lo mismo que todas las fábricas hasta 1973: echarlos a la laguna.

– ¿Qué clase de residuos?

– De la molatura. Polvo de vidrio y minerales -respondió Brunetti.

– Eso no me parece muy tóxico.

– No estoy seguro de que lo sea -convino Brunetti-. Pero es ilegal.

– Y che brutta figura, si uno de esos patronos resulta ser el hombre cuyo nombre empieza a asociarse con la defensa del medio ambiente -apuntó Pelusso.

– Sí -dijo Brunetti, advirtiendo que estaba hablando demasiado, y con un periodista-. Pero esto no debe aparecer -añadió-. Me refiero a lo que ahora estamos hablando.

– Entonces ¿por qué publicar nada? -preguntó Pelusso en tono beligerante.

Brunetti optó por responder a la pregunta haciendo caso omiso de la entonación.

– Es como abrir un hormiguero. Lo haces y esperas a ver qué pasa.

– Y quién sale -añadió Pelusso.

– Exactamente.

Pelusso se echó a reír, olvidando su irritación, y dijo:

– Aún no son las tres. Saldrá mañana por la mañana. Es de lo más fácil; no te preocupes.

En ese momento Brunetti cayó en la cuenta de que debía preguntar:

– ¿Habrá problemas si resulta que todo es falso y no hay indicios de contaminación?

Pelusso volvió a reír, ahora con más fuerza.

– ¿Cuánto hace que lees el Gazzettino, Guido?

– Claro, claro – reconoció Brunetti-. Qué tontería.

– Desde luego, no hay por qué preocuparse -dijo Pelusso.

– Pero pueden preguntarte por tu fuente -dijo Brunetti en un tono que quería ser jocoso-. Y entonces yo tendría que buscarme otro empleo.

– Puesto que mi fuente de información se encuentra en la misma oficina del alcalde -dijo Pelusso con la voz de indignación que sin duda utilizaría si sus jefes lo interrogaban-, no pretenderán que la revele. -Pelusso esperó un momento y agregó-: Aparecerá al lado de la noticia sobre la questura.

– ¿Qué noticia? -preguntó Brunetti, sabiendo que eso era lo que su amigo quería que dijera.

– Eso de las funcionarias del Ufficio Stranieri. Ya estarás enterado, ¿no?

Contento de su ignorancia, Brunetti pudo responder con sinceridad:

– No, no sé nada. -Como Pelusso callaba, preguntó-: ¿Qué pasa?

– Un amigo mío está al corriente de todo lo que ocurre en la Oficina de Extranjeros -dijo Pelusso, dejando que Brunetti dedujera lo que para un periodista era un «amigo».

– ¿Y?

– Pues me ha dicho que esta semana dos mujeres que trabajaban allí desde hace décadas han solicitado, y les ha sido concedida, la jubilación anticipada.

– Perdona, Elio -dijo Brunetti con impaciencia-, pero no sé de qué me hablas.

Sin dejarse intimidar por el tono de Brunetti, Pelusso prosiguió:

– Dice mi amigo que desde hace años se han quedado con dinero de las tasas de las solicitudes de residencia y los permisos de trabajo.