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– No puede ser -protestó Brunetti-. ¿No tenían que dar un recibo?

– Según me han contado -explicó Pelusso con paciencia-, ellas eran las únicas que trabajaban en el departamento, y a todo el que se presentaba solo o sin un gestor italiano, le pedían el pago en efectivo. Una cobraba y enviaba al solicitante a la otra, que le hacía firmar en un libro registro y le decía que la firma en el registro hacía las veces de recibo. Parece ser que llevaban años haciéndolo.

– Pero ¿quién puede creer tal cosa? ¿Una firma en un registro? -preguntó Brunetti.

– Eres extranjero, casi no hablas italiano, estás en una oficina municipal y dos funcionarias te dicen lo mismo. Debía de firmar mucha gente.

– ¿Y qué pasó?

– Alguien se quejó al questore, y el mismo día éste hizo ir a su despacho a las dos mujeres. Con el registro. Ahora ellas están de baja administrativa, pero a últimos de mes se jubilan.

– ¿Y los que firmaron el registro? ¿Qué les pasará? ¿Conseguirán los permisos?

– Eso no lo sé -dijo Pelusso-. ¿Quieres que me entere?

Durante un momento, Brunetti estuvo tentado de decir que sí, pero la prudencia le hizo responder:

– No. Gracias. Me basta con estar al corriente.

– La justicia alborea en nuestra bella ciudad -declamó Pelusso con voz hueca.

Brunetti profirió un sonido de desagrado y colgó. Marcó el número de la signorina Elettra y le preguntó:

– ¿Su amigo Giorgio aún trabaja en Telecom?

– Sí, señor -respondió ella, y añadió-: Aunque ahora ya no necesito consultarle.

– Hoy bromas no, signorina, por favor -dijo Brunetti y, al darse cuenta de cómo sonaban sus palabras, se apresuró a añadir-: No me diga que ahora utiliza los conductos oficiales para obtener información.

Si ella percibió el cambio de tono, no lo dejó traslucir.

– No, comisario -dijo-. Es que he encontrado una vía más directa para acceder a su información.

Nada de conductos oficiales, pues, pensó Brunetti. Los menores gitanos no eran los únicos reincidentes de la ciudad.

– El número de teléfono del domicilio de Tassini ya lo tenemos. Me gustaría que consiguiera los de Fasano y De Caclass="underline" particular, despacho y telefonini. Y las llamadas que se hayan hecho entre ellos -añadió, preguntándose por qué no se le habría ocurrido hacer esto antes.

Aunque sin decirlo explícitamente, Fasano había dado a entender que de Tassini no sabía sino que no figuraba en la nómina y que tenía una hija discapacitada, lo que sabían todos los de la fábrica.

– Está bien -dijo ella.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Brunetti, esperando poder tener la información a la mañana siguiente.

– Oh, un cuarto de hora, comisario.

– Mucho antes que con Giorgio -dijo Brunetti con franca admiración.

– Es verdad. Siento decirlo, pero me parece que él no ponía todo su empeño -dijo ella y colgó.

Tardó casi veinte minutos, pero entró sonriendo.

– Parece que De Cal y Fasano son buenos amigos -soltó, dejando unos papeles en la mesa-. Pero no quiero estropearle la sorpresa, comisario. Vea las listas usted mismo -dijo, añadiendo más papeles.

Él miró los números y las horas de la primera hoja, y cuando levantó la cabeza, ella ya no estaba.

Efectivamente, durante los tres últimos meses, De Cal y Fasano habían hablado con cierta frecuencia. Había por lo menos doce llamadas, la mayoría hechas por Fasano. Brunetti miró el número de Tassini: durante los años en que había trabajado para De Cal, había llamado a la fábrica siete veces. No había recibido llamada alguna del despacho ni del domicilio de De Cal.

Con Fasano, los datos eran distintos. Hacía sólo dos meses que Tassini trabajaba para él y, no obstante, el registro indicaba que había llamado seis veces al telefonino de Fasano y dos a la fábrica. Por su parte, Fasano había llamado a casa de Tassini una vez diez días antes de la muerte de éste y otra la víspera. Además, desde el telefonino de Fasano se había hecho una llamada a la fábrica De Cal a las 11.34 de la noche en que había muerto Tassini.

Brunetti sacó las Páginas Amarillas, buscó en Idraulici y marcó el número de Adil-San. Cuando la joven de la sonrisa simpática contestó, él le dio su nombre y le preguntó si podía hablar con su padre.

Después de unas notas musicales y varios chasquidos, Brunetti oyó decir a Repeta:

– Buenas tardes, comisario. ¿En qué puedo servirle hoy?

– Una pregunta, signor Repeta -dijo Brunetti, que no vio motivo para perder el tiempo en un intercambio de fórmulas de cortesía-. Cuando estuve en su despacho, no me enteré muy bien del procedimiento que siguen cuando vacían los tanques.

– ¿Qué desea saber, comisario?

– ¿Cómo los vacían?

– Me parece que no entiendo la pregunta -dijo Repeta.

– ¿Los vacían del todo? -aclaró Brunetti-. Es decir, para poder ver el interior.

– Tendría que mirar la factura -dijo Repeta y explicó-: No sé qué sistema utilizamos con cada cliente, pero en la factura está el detalle de los cargos y eso me dirá lo que hemos hecho. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Quiere que le llame?

– No, gracias -dijo Brunetti-. Ya que lo tengo al teléfono, prefiero esperar.

– De acuerdo. Serán sólo unos minutos.

Brunetti oyó un golpe seco cuando Repeta dejó el teléfono, luego unos pasos y un roce áspero que tanto podía ser de una puerta como de un cajón al abrirse. Y después silencio. Brunetti miraba por la ventana al cielo, contemplando las nubes y pensando en el tiempo. Trataba de controlar la imaginación, de concentrarse únicamente en el cielo azul y en el ir y venir de las nubes.

Volvieron los pasos y Repeta dijo:

– Según la factura, lo único que hacemos es recoger los barriles de lodo. Por lo tanto, los tanques los limpian ellos.

– ¿Eso es normal?

– ¿Se refiere a si las otras vetrerie hacen lo mismo?

– Sí.

– Unas sí y otras no. Yo diría que las dos terceras partes nos encargan la limpieza a nosotros.

– Otra última pregunta -dijo Brunetti y, antes de que Repeta tuviera tiempo de acceder a responder, añadió-: ¿Van también a la fábrica De Cal?

– ¿Ese viejo pirata? -preguntó Repeta sin asomo de buen humor.

– Sí.

– Íbamos hasta hace unos tres años.

– ¿Qué pasó?

– Nos debía dos recogidas, y cuando le reclamé el pago, me dijo que tendría que esperar para cobrar.

– ¿Y entonces?

– Dejamos de ir.

– ¿Trató usted de hacerle pagar?

– ¿Cómo? ¿Presentando una demanda y pasándome diez años en los juzgados? -preguntó Repeta, sin mejor humor.

– ¿Sabe quién le hace la recogida? -preguntó Brunetti.

Repeta titubeó, pero dijo:

– No. -Y colgó.

CAPITULO 26

La esperada llamada llegó a las once de la mañana siguiente, cuando Brunetti ya había leído tres veces el artículo del Gazzettino, que no llevaba la firma de Pelusso. Informaba de que un departamento de la administración municipal, alertado de un vertido ilegal en una fábrica de Murano, iba a iniciar una investigación. Seguía el detalle de las distintas inspecciones que estaba llevando a cabo el Magistrato alle Acque, con lo que, implícitamente, se daba a entender que éste era el departamento aludido. Como todos los casos que se citaban implicaban un vertido de residuos tóxicos, el lector también deduciría que la causa era la misma. En el último párrafo se indicaba que en el caso intervenía la policía, que ya investigaba una muerte sospechosa.

– El vicequestore desea verlo -dijo la signorina Elettra por teléfono, sin más explicaciones, señal inequívoca de tormenta.