«Pobre diablo -decía la transcripción-. Aquella mañana, yo volvía de mi casa de campo y me enteré al llegar a la fábrica. Pero no, teniente, eso no lo dejé en manos de mi encargado. Aunque apenas conocía al hombre, fui a preguntar si podía hacer algo, pero ya se lo habían llevado.»
Resentido, al parecer, Scarpa no hizo más preguntas y el magistrado volvió a referirse a los tanques de sedimentación y a los discos que abrían y cerraban los tubos. Todos estaban cerrados cuando los hombres de Bocchese los habían descubierto, y Fasano insistía en que no sabía nada de ellos. Al leer este pasaje de las actas, Brunetti empezó a pensar que Fasano podía librarse. Su venerado padre, o quizá su no menos venerado abuelo, sería el responsable de la colocación de aquellos tubos, que debían de haber sido utilizados cuando aún era legal verter a la laguna. No había pruebas concluyentes de que se hubieran utilizado recientemente, y el proceder de Fasano, por lo que a la defensa del medio ambiente se refería, no quedaba en entredicho.
El magistrado no hizo preguntas acerca de la relación de Fasano con Tassini ni presentó pruebas de que entre los dos hombres hubiera más trato que el normal entre patrono y trabajador. El magistrado tampoco mencionó las conversaciones telefónicas entre Tassini y Fasano. Brunetti imaginaba que, si se hubiera referido a ellas, Fasano habría protestado que no se le podía pedir que recordara todas las conversaciones que mantenía con sus trabajadores. Ni Patta ni ningún juez de la ciudad autorizaría una investigación ante esta falta de pruebas.
Brunetti ignoraba en qué medida la investigación de la contaminación de la laguna podía afectar a las ambiciones políticas de Fasano. Ya hacía tiempo que la asociación con delincuentes o las pruebas de conducta delictiva no eran obstáculo para el desempeño de un cargo político, por lo que era posible que un número suficiente de votantes estuvieran dispuestos a elegirlo para alcalde. Si esto sucedía, lo mejor que podría hacer Brunetti sería consolarse pensando en el berrinche de Patta y, por lo demás, seguir el consejo que Paola le había dado, extraído de una novela de Jane Austen que acababa de leer: «Guárdate tus alientos para enfriar el té.» Por otra parte, Patta preferiría ver a Fasano de alcalde que tener que enfrentarse al clamoroso escándalo suscitado por la investigación de un asesinato en el que estuviera involucrado un hombre rico y poderoso, relacionado con hombres aún más ricos y poderosos.
Ante semejante perspectiva, Brunetti sintió el deseo de salir de la questura; fue un impulso irresistible que le hizo levantarse y bajar la escalera. Aunque no hiciera nada más que ir hasta la esquina a tomar un café, por lo menos, sentiría el sol en la cara y quizá captaría un soplo de perfume de las lilas del otro lado del canal. Parecía que habían pasado muchas cosas y, sin embargo, aún era primavera.
Y eran lilas lo que encontró, pero dentro de la questura. La signorina Elettra bajaba la escalera, con una blusa que él no le conocía: sobre un fondo de seda de color crema, unas panículas de color rosa y magenta competían entre sí, aunque era el buen gusto el que salía vencedor.
– Ah, comisario -dijo ella, mientras Brunetti le sostenía la puerta-. Lamentándolo mucho, tengo que darle una mala noticia.
Su sonrisa desmentía sus palabras, y Brunetti preguntó en el mismo tono:
– ¿Qué mala noticia?
– Lo siento, no ha ganado en la lotería.
– ¿Lotería? -preguntó Brunetti, distraído por las lilas y por el aire cálido que los envolvió al salir.
– El vicequestore ha recibido carta de la Interpol. -Ella borró la sonrisa y añadió-: No ha sido seleccionado para el cargo de Inglaterra.
Se habían detenido y el reverbero del canal les bailaba en la cara.
– Esa noticia supone un grave perjuicio para la nación -dijo Brunetti con voz grave.
Ella sonrió, dijo que estaba segura de que el vicequestore tendría la suficiente fortaleza de ánimo para soportarlo, dio media vuelta y se alejó.
Brunetti vio a Foa seguir con la mirada a la signorina Elettra desde la cubierta de la lancha. Cuando ella dobló la esquina, el piloto miró a Brunetti.
– ¿Lo llevo, comisario? -preguntó.
– ¿No está de servicio?
– Hasta las dos, no. A esa hora he de recoger al vicequestore en el Harry's Bar.
– Ah -musitó Brunetti, reconociendo el buen gusto de su superior-. ¿Y hasta entonces?
– Imagino que debería quedarme aquí, por si hay alguna llamada -dijo el piloto, sin entusiasmo-, pero preferiría que usted me pidiera que lo llevara a algún sitio. Hace tan buen día…
Brunetti levantó una mano para protegerse los ojos del sol de la mañana.
– Sí -dijo, dejándose contagiar del buen humor de Foa-. ¿Y si fuéramos Gran Canal arriba?
Cuando pasaban por delante del Harry's Bar, donde Patta estaría ahora departiendo con algún poderoso, Brunetti empezó a percibir la vuelta a la vida de los jardines de una y otra orilla. El azafrán silvestre se disimulaba entre los arbustos mientras los narcisos no hacían nada por esconderse. El magnolio habría florecido dentro de una semana, o antes, si llovía.
Vio la placa que señalaba la casa de lord Byron, quien, lo mismo que el pequeño Brunetti, había nadado en estas aguas. Eran otros tiempos.
– ¿Vamos a Sacca Serenella? -preguntó Foa mirando el reloj-. Tendría tiempo hasta de almorzar allí.
– Gracias, Foa, pero no creo que vaya a volver a Murano por ahora, por lo menos, para asuntos de trabajo.
– Sí, ya lo he leído, y Vianello me ha contado algo -dijo Foa saludando con la mano a un gondoliere que pasaba a cierta distancia por delante de ellos-. ¿Así que pueden contaminar cuanto quieran y no les pasa nada?
– Los tubos de la fábrica de Fasano habían sido tapados no se sabe cuándo. Quizá hace años -explicó Brunetti-. Y no hay pruebas de que él estuviera enterado de su existencia. Pudo ponerlos su padre. Incluso su abuelo.
– Todos han sido unos canallas roñosos -dijo Foa.
– ¿Quién lo dice?
Foa apartó una mano del timón, se desabrochó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata en deferencia al sol.
– El padre de un amigo que vive allí y los conoció a los dos, al padre y al abuelo. Y un tío mío que trabajó para el padre. Dice que habría hecho cualquier cosa para ahorrarse cincuenta liras. -Y, con una risa incipiente, como si acabara de recordar algo, agregó-: Y un antiguo compañero del colegio.
– ¿Qué le parece tan divertido? -preguntó Brunetti, con la mirada puesta en los árboles de un jardín de su izquierda.
– Mi amigo es capitán de la ACTV -dijo Foa, con un resto de hilaridad en la voz-. Vive en Murano, y conoce a Fasano, y su padre conocía al padre, etcétera. – Este tipo de conocimiento era muy frecuente, y Brunetti asintió-. Un par de días atrás me contó que, hará cosa de una semana, pillaron a Fasano en su barco viajando sin pagar. Decía que había olvidado sellar el billete, pero lo cierto es que ni lo llevaba.
– ¿Los revisa el capitán? -preguntó Brunetti, intrigado por quién llevaría el barco en tal caso.
– No, no, los revisores. Normalmente, sólo trabajan de día, pero desde hace cosa de un mes también vigilan de noche, porque es cuando el público no se lo espera. -Foa se interrumpió para lanzar un grito de saludo a un hombre que pasaba en una barca de transporte muy cargada, y Brunetti pensó que el tema se había agotado. Pero el piloto prosiguió-: Lo cierto es que reconoció a Fasano, que viajaba de pie en cubierta, y al final de la travesía, sabiendo quién era, preguntó a los revisores qué les había dicho. Lo de siempre: «He olvidado sellar el billete.» «Se me pasó sacarlo.» Las excusas habituales -dijo Foa riendo-. Una vez, una mujer hasta les dijo que iba al hospital a dar a luz.