– ¿Y qué pasó?
– El revisor le pidió que se abriera el abrigo, y estaba tan delgada como… -Foa miró a Brunetti-. Tan delgada como yo -terminó. Quizá para poner fin a una pausa incómoda, el piloto volvió al tema principal-. Los revisores pidieron a Fasano la tarjeta de identidad y él dijo que no la llevaba. Que había olvidado la cartera en casa. Pero luego sacó dinero y pagó la multa en el acto. Dijo Nando que, con lo tacaño que es Fasano, creyó que les daría el nombre y luego haría que algún amigo se la pagara, pero pagó en ese momento, antes de que pudieran tomarle el nombre, para enviarle la notificación y la multa.
Brunetti volvió la cabeza, saliendo de la contemplación del avance de la primavera, y preguntó:
– ¿Qué barco era?
– El 42 -respondió Foa-. Iba a la fábrica.
– ¿Por la noche?
– Sí. Eso me dijo Nando.
– ¿Le dijo la hora?
– ¿Eh? -preguntó Foa, acercándose a un barco de carga.
– ¿Le dijo a qué hora ocurrió?
– No que yo recuerde. Pero normalmente los de ese turno terminan a medianoche -respondió Foa, avisando con un largo toque de sirena al barco al que estaban adelantando.
– ¿Cuándo ocurrió eso exactamente? -preguntó Brunetti.
– Fue la semana pasada, me parece -respondió Foa-. Eso me dijo Nando por lo menos. ¿Por qué?
– ¿Podría comprobarlo?
– Supongo que sí. Si él lo recuerda -dijo Foa, intrigado por la repentina curiosidad de su superior.
– ¿Querría usted llamarlo?
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Si la petición le pareció extraña, Foa no lo demostró. Sacó el telefonino, pulsó unas teclas, miró la pantalla y pulsó más teclas.
– Ciao, Nando -dijo-. Sí, soy Paolo. -Hubo una pausa larga y Foa prosiguió-: Estoy trabajando y tengo que hacerte una pregunta. ¿Recuerdas que me dijiste que la semana pasada llevabas a Fasano en el barco y lo multaron por viajar sin billete? Sí. ¿Sabes qué noche fue? -Siguió un silencio, Foa se apoyó el móvil en el pecho y dijo-: Está mirando su registro.
– Pregúntele qué hora era, por favor -dijo Brunetti.
El piloto asintió y se puso el teléfono entre el hombro y el oído, y Brunetti contempló la fachada de Ca' Farsetti, el ayuntamiento. Qué bella, tan blanca, tan perdurable, con las banderas delante, sacudidas por el viento. Gobernar Venecia ya no era gobernar el Adriático y Oriente, pero aún era algo.
– Sigo aquí, sí -dijo Foa, por teléfono-. ¿El martes? ¿Seguro? -preguntó-. ¿A qué hora? ¿Te acuerdas? -Una pausa, y-: No, eso es todo. Gracias, Nando. Nos llamamos, ¿vale? -Unas amistosas palabras más, y Foa se guardó el móvil en el bolsillo-. ¿Lo ha oído, comisario?
– Sí, Foa. Lo he oído. -La noche en que Tassini murió, la noche en que, durante el interrogatorio, grabado en vídeo cuya transcripción había sido firmada por Fasano, éste había declarado que estaba fuera de la ciudad-. ¿Y qué hora era?
– Dice que poco antes de medianoche, pero que la hora exacta estará en el recibo de la multa.
– ¿El recibo que le dieron? -preguntó Brunetti, pidiendo al cielo que no fuera el único ejemplar.
– Y que él habrá guardado. Con lo roñoso que es, lo habrá guardado para deducirlo de sus impuestos. Viaje de negocios o cosa así. Pero la hora estará también en la copia archivada en las oficinas de la ACTV.
– ¿Con el nombre?
– No, señor. Nando dice que no dio su nombre, sólo pagó la multa. Pero uno de los revisores también lo reconoció. Él y Nando se rieron del caso cuando él desembarcó.
La lancha cruzó bajo el puente de Rialto y entró en la amplia curva que el canal describe por delante del mercado en dirección al tercer puente. Al cabo de un momento, Brunetti miró el reloj y vio que era poco más de la una.
– Foa, cuando pueda, haga el favor de dar la vuelta y llevarme al Harry's Bar.
– ¿Va a comer con el vicequestore? -preguntó Foa, reduciendo la marcha y mirando hacia atrás para ver cuándo podría virar en redondo.
Brunetti esperó, para no distraer al piloto durante la maniobra. Al fin dieron la vuelta y Brunetti ya avanzaba en la buena dirección.
– No -dijo, iniciando una sonrisa-. En realidad, me parece que voy a estropearle el almuerzo al vicequestore.
Donna Leon