Llegó el Domingo de Ramos, de lo que Brunetti se enteró al ver a la gente que andaba por las calles con ramas de olivo. Y luego Pascua, con explosiones de flores por todas partes, como en los escaparates de Biancat, donde había tal profusión que Brunetti no podía por menos que pararse a mirar cada tarde al volver a casa.
El Domingo de Pascua almorzaron con los padres de Paola. Este año estaba también la tía Ugolina, con el sombrero de paja adornado con rosas de pitiminí que salía a la luz quizá una vez al año. Les llevaron flores, porque a los Falier no podías llevarles nada que ellos no tuvieran ya, y mejor. El palazzo estaba lleno de ellas, lo que no impidió que la condesa se extasiara con las rosas como si fueran de una especie nueva. Aquella abundancia de flores indujo a Chiara a lanzarse a una espontánea diatriba acerca del derroche que representan las flores de vivero en términos ecológicos, pero no encontró a nadie dispuesto a escuchar su discurso.
La nota floral persistía en una invitación que recibió Paola de una galería de arte, a la inauguración de una exposición de la obra de tres jóvenes artistas que trabajaban el vidrio. Por lo que Brunetti pudo ver en las fotos, uno hacía paneles planos a base de hoja de oro y vidrio de color; el segundo hacía jarrones con el borde en forma de los pétalos de las flores que debían contener, y el tercero, con un estilo más tradicional, creaba jarrones cilíndricos con borde liso.
La galería era nueva y la regentaba la amiga de una colega de Paola de la universidad, que les sugirió que asistieran. El índice de delitos en Venecia estaba tan bajo como las mareas de aquella primavera, y Brunetti no tuvo inconveniente en acceder. Como la galería estaba en Murano, tal vez viera a Ribetti y a su mujer: por otra parte, no creía que en una galería de arte fuera a encontrarse con De Cal.
La inauguración estaba fijada para un viernes a las seis de la tarde, lo que daría a la gente tiempo para ver la obra de los artistas, tomar una copa de prosecco con algún bocadito y luego ir a cenar al restaurante o a su casa. Cuando tomaban el 41 en Fondamenta Nuove, Brunetti pensó que hacía años que no iba a Murano.
Solía ir de niño, porque su padre había trabajado en una de las fábricas, pero después sólo fue muy de vez en cuando, ya que ninguno de sus amigos vivía en la isla ni él había tenido motivos de trabajo para hacer la travesía.
Otras tres o cuatro parejas desembarcaron en Faro y bajaron también por Viale Garibaldi.
– La de rojo -dijo Paola tomando del brazo a Brunetti- es la professoressa Amadori.
– ¿Y él es el profesor? -preguntó Brunetti señalando con la otra mano al hombre alto de pelo gris que caminaba al lado de la mujer de mediana edad y abrigo rojo.
Paola asintió.
– Si te portas bien y eres humilde y sumiso, quizá te la presente.
– ¿Tan mala es? -preguntó Brunetti volviendo a mirar a la que parecía una mujer perfectamente corriente, que podía ser cualquiera de las que ves en Rialto regateando en el precio del salmonete.
Desde detrás, se le veían unas piernas un poco torcidas con los pies embutidos en unos zapatos que tenían aspecto de incómodos, o quizá daban esa impresión porque ella andaba a pasitos cortos, pisando hacia dentro.
– Es peor que mala -dijo Paola-. Yo he visto a más de un estudiante salir llorando de un examen oral con ella. Se precia de no darse nunca por satisfecha. -Calló un momento, mientras se paraba a mirar un escaparate, luego se volvió y siguió andando-. Y otros se han retirado del examen y hasta han presentado certificados médicos al enterarse de que ella estaba en el tribunal.
– ¿Y no podría ser, simplemente, que les exige mucho? -preguntó él.
Esto la hizo detenerse. Dio un paso atrás y le miró a la cara.
– Hace veinte años que usted vive conmigo, ¿verdad, signor? Y me habrá oído nombrarla unas cuantas veces, ¿no?
– Seiscientas veintisiete veces -dijo Brunetti-. Que son más que unas cuantas.
– Bien. -Ella volvió a tomarlo del brazo y siguieron andando-. Entonces ya debes saber que no se trata de si es o no exigente sino de que es una arpía egoísta, decidida a impedir que otros puedan optar a lo que ella tiene.
– ¿Suspendiéndolos en el examen?
– Así no se gradúan, lo que significa que no tienen posibilidad de entrar en la facultad, convertirse en colegas suyos y conseguir un nombramiento, un ascenso o una beca que ella pudiera desear.
– Es demencial -dijo Brunetti.
Ella volvió a pararse.
– ¿Y éste es el hombre que trabaja para el vicequestore Giuseppe Patta? -preguntó.
– Es distinto -protestó Brunetti de inmediato.
– ¿En qué? -inquirió ella, volviendo a pararse y, al parecer, decidida a no moverse hasta que él contestara.
– Él no tiene poder para influir en lo que yo haga. No puede suspenderme en un examen.
Ella lo miraba como si él se hubiera puesto a echar espuma por la boca y a aullar.
– ¿Que no tiene poder para influir en lo que hagas? -preguntó.
Brunetti sonrió y se encogió de hombros.
– Está bien, pero no puede suspenderme en un examen.
Ella le sonrió a su vez y se colgó de su brazo.
– Créeme, Guido. Es una arpía.
– Estoy advertido -dijo él afablemente-. ¿Y el profesor?
– Dios los cría… -no dijo más.
Al llegar al canal, doblaron a la izquierda, cruzaron Ponte Ballarin y torcieron a la derecha.
– Tiene que estar por aquí -dijo Paola reduciendo el paso y mirando los escaparates de las tiendas y las galerías.
– Lo pondrá en la invitación -dijo Brunetti.
– Sí, pero olvidé traerla.
Siguieron por la riva, mirando las tiendas a su izquierda. Pasaron la pescheria y varias tiendas más, unas abiertas y otras ya cerradas. De una puerta que estaba a unos metros delante de ellos salieron tres personas que se pararon a encender cigarrillos, sosteniéndose unos a otros la copa que tenían en la mano.
– Debe de ser ahí -dijo Paola.
Salieron entonces un hombre y una mujer, sin copas, que se alejaron en sentido opuesto, cogidos de la mano.
Cuando llegaron a la puerta, salían otras dos personas, con sendos cigarrillos ya encendidos, que se unieron a los otros tres fumadores. Todos se apoyaron en el murete del muelle que utilizaron de mesa para las copas.
La puerta estaba abierta. Paola se paró en el umbral, buscando con la mirada a algún conocido. Brunetti hacía otro tanto, pero con menos probabilidades de éxito. Reconoció a varias personas, pero sólo como se reconoce a la gente en Venecia, de verla por la calle durante años, incluso décadas, sin llegar a saber quiénes son ni qué hacen. No iba a acercarse al hombre que últimamente había perdido tanto pelo y entablar con él una conversación sobre la alopecia, ni preguntar a la mujer que antes no era rubia y ahora sí por qué había engordado tanto.
Por un hueco entre la muralla de gente, vio las dos hileras de vitrinas y fue hacia ellas, dejando que Paola buscara a algún conocido, o desconocido, con quien hablar. Contempló las piezas de la primera vitrina, montada sobre finas patas a la altura del pecho de una persona. En su interior, en posición vertical, había un rectángulo de vidrio, un poco mayor que un ejemplar del Espresso, dorado por una cara y azul cobalto por la otra. La superficie tenía relieve, pero no era de forma simétrica ni regular, sino como si alguien hubiera arrastrado los dedos sobre ella como sobre una arcilla húmeda, de abajo arriba y otra vez abajo, creando pequeños surcos en los que oscilaba la luz. La siguiente vitrina contenía otro paneclass="underline" aunque el tamaño era el mismo, la textura y los colores, incluso el oro, eran completamente diferentes. En la tercera se exhibían cuatro gruesos rectángulos de vidrio en los que se alternaban franjas que parecían de oro y de plata. Eran tan originales, y tan bellos, como los otros.