Paola, nunca mala embustera, miró su reloj y ahogó una exclamación:
– Ay, Dios mío, Guido. ¡Sí que es tarde! Y tenemos que ir hasta Saraceno. -Revolvió en el bolso, buscando algo que no encontraba, desistió y dijo a Brunetti-: He olvidado el telefonino. ¿No podrías llamar a Silvio y Verónica para avisarles del retraso?
– Por supuesto -dijo Brunetti con la mayor naturalidad, a pesar de que Paola nunca había tenido telefonino y de que no conocían a ningún Silvio-. Pero llamaré desde fuera. Habrá mejor cobertura.
Siguió el habitual intercambio de frases amables, las mujeres se besaron en las mejillas, mientras los hombres se las ingeniaban para eludir expresiones que les obligaran a elegir entre el tú y el usted.
Hasta que salieron a la riva, él no pudo mirar a Paola a la cara y preguntar:
– ¿Silvio y Verónica?
– Toda mujer tiene derecho a sus fantasías -declamó ella con fervor y, dando media vuelta, se encaminó hacia el vaporetto que los llevaría a Venecia y a casa.
CAPITULO 5
Había llegado la primavera y volvían los turistas, que traían consigo el barullo habitual, del mismo modo en que la migración de los ñúes atrae a chacales y hienas. Los trileros rumanos se instalaban en lo alto de los puentes, mientras sus centinelas oteaban los alrededores, para avisarles de la llegada de la policía. Los vu comprà sacaban de sus grandes bolsas los últimos modelos de bolsos. Y tanto los carabinieri como la polizia munizipale entregaban formularios y más formularios a las personas a las que se les había sustraído el bolso o la billetera. Primavera en Venecia.
Una tarde, Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra y no la vio en su sitio. Él quería hablar un momento con el vicequestore, y al observar que la puerta del despacho de Patta estaba abierta, supuso que ambos se habrían ido ya. Esto era normal en Patta, pero ese día la signorina Elettra no entraba a trabajar hasta después de la hora de comer y solía quedarse por lo menos hasta las siete.
Brunetti ya iba a irse con los papeles en la mano cuando un impulso le hizo acercarse a la puerta del despacho de Patta para cerciorarse de que no había nadie. Lo sorprendió oír a la signorina Elettra hablando en inglés muy despacio, pronunciando cada sílaba como para hacerse entender por una persona dura de oído:
– May I have some strawberry jam with my scones, please?
Después de una pausa más bien larga, se oyó la voz de Patta que decía:
– May E ev som strubbry cham per mió sgonzem pliz?
– Does this bus go to Hammersmith?
El proceso continuó con otras cuatro frases de dudosa utilidad, hasta que Brunetti oyó otra vez la esforzada petición de mermelada de fresa. Temiendo tener que esperar mucho rato, el comisario retrocedió hasta la puerta del pasillo, dio unos fuertes golpes con los nudillos y dijo con voz potente:
– Signorina Elettra, ¿está usted ahí?
A los pocos segundos, ella apareció en la puerta del despacho de Patta, con la cara iluminada por una expresión de jubilosa sorpresa, como si la voz de Brunetti acabara de sacarla de unas arenas movedizas.
– Ah, comisario, ahora iba a llamarlo -dijo, acariciando amorosamente cada sílaba del idioma italiano.
– Me gustaría hablar un momento con el vicequestore, si es posible.
– Ah, sí -dijo ella, apartándose de la puerta-. En este momento está libre.
Brunetti pasó por su lado tras un «con permiso». Patta estaba sentado con los codos en la mesa, la barbilla en la palma de las manos y la mirada fija en el libro que tenía delante. Al acercarse, Brunetti distinguió una foto del Puente de Londres en la página de la izquierda y otra de un beefeater tocado con su sombrero negro en la de la derecha.
– Mi scusi, dottore -dijo procurando hablar con voz suave y pronunciación clara.
Los ojos de Patta se volvieron hacia Brunetti.
– ¿Sí? -dijo.
– ¿Tiene un momento, señor?
Con un movimiento lento y resignado, Patta cerró el libro y lo apartó a un lado.
– ¿Sí? Siéntese, Brunetti. ¿De qué se trata?
Brunetti obedeció, teniendo buen cuidado en apartar la mirada del libro, aunque era imposible no ver la Union Jack que ondeaba en la cubierta.
– Es sobre los menores, señor -dijo Brunetti.
Patta aún tardó en cruzar el Canal y volver a su mesa, pero al fin llegó.
– ¿Qué menores?
– Esos a los que siempre estamos arrestando, señor.
– Ah -dijo Patta-. Esos juveniles. -Brunetti observó cómo su superior trataba de recordar los papeles o informes de arrestos que habían pasado por su escritorio durante las últimas semanas, y vio que no lo conseguía.
Patta se irguió en su sillón y preguntó:
– ¿No hay una directriz del Ministerio del Interior?
Brunetti venció la tentación de responder que había una directriz del Ministerio del Interior hasta para determinar el número de botones de la chaqueta del uniforme de los agentes y se limitó a decir:
– Sí, señor.
– Pues ésas son las órdenes a las que hemos de atenernos, Brunetti. -El comisario pensaba que Patta se daría por satisfecho con esto, habida cuenta de que ya era casi la hora en que solía irse a casa, pero algo le hizo añadir-: Me parece que esta conversación ya la hemos tenido antes. Su deber es hacer obedecer la ley, no cuestionarla.
Brunetti sabía que ni en sus palabras ni en su actitud había indicio alguno de que él cuestionara ni pretendiera cuestionar la ley. No obstante, al cabo de tantos años de disensiones en la interpretación de las normativas, bastaba que Brunetti mencionara una ley para que Patta creyera percibir un tono de crítica o duda en su voz.
Con su comentario, Patta hacía patente que atribuía a Brunetti un carácter conflictivo.
– Mi consulta se refiere más bien a una cuestión de procedimiento.
– ¿Sí? ¿Qué? -preguntó Patta, un tanto sorprendido.
– Como le he dicho, se trata de los menores. Cada vez que los arrestamos les hacemos fotos.
– Eso ya lo sé -interrumpió Patta-. Está en las directrices.
– Exacto -dijo Brunetti, con una sonrisa que él mismo advertía que se parecía más a la de un tiburón que a la de un buen subordinado.
– Entonces, ¿qué pasa? -dijo Patta lanzando al reloj una mirada que no fue ni rápida ni disimulada.
– No estamos seguros de cómo debemos clasificarlos, señor.
– No le sigo, Brunetti.
– La directriz dice que debemos clasificarlos por edad, señor.
– Eso ya lo sé -dijo Patta, que probablemente no lo sabía.
– Pero cada vez que los arrestamos y los fotografiamos dan un nombre y una edad diferentes, y viene a recogerlos un padre o una madre diferente que presenta una identificación diferente. -Patta fue a decir algo, pero Brunetti no le dejó-. Por eso nos preguntamos, señor, si debemos clasificarlos por la edad que nos dan, o por el nombre o quizá por la foto. -Hizo una pausa, observando la confusión de Patta y añadió-: Quizá podríamos establecer un sistema de clasificación por la foto.
Brunetti vio que Patta erguía el tronco, pero, antes de que el vicequestore pudiera responder, recordó un caso del que sus agentes se habían quejado aquella mañana y dijo:
– A uno de esos chicos lo hemos arrestado seis veces en los diez últimos días, y de cada arresto tenemos idénticas fotos, pero… -Miró los papeles que traía para la signorina Elettra, que no tenían nada que ver con el chico en cuestión, y prosiguió-: seis edades y cuatro nombres distintos. -Levantó la cabeza con la más servil de las sonrisas-. Así pues, esperábamos que quizá usted podría decirnos cómo lo archivamos.