—Creo que sobrestimas mi influencia —le contesté—, la que yo pueda ejercer sobre Tupra y sus opiniones, en ese terreno difícil o en cualquier otro. No creo que ninguna visión mía le hiciera abandonar o modificar una suya, quiero decir cuando la tenga, cuando haya captado algo, y él capta siempre muchas cosas. Desde la primera vez que lo vi su mirada me llamó la atención, de tan acogedora, de tan abarcadora y apreciativa. Esos ojos suyos halagadores y a la vez temibles, a los que nunca es indiferente lo que tienen delante, con una disposición tan activa que dan la impresión de ir a desentrañar en seguida lo que quiera que avisten, una persona, un objeto, un ademán, una escena. Como si absorbieran cada imagen que se pone ante ellos, y la capturaran. Mira, por escurridiza que sea la cobardía, algo así no se le pasaría por alto. Y si yo la notaré en tu amigo, según dices, él también, y se hará su idea. Yo no voy a movérsela, ni aunque me empeñe. Ni aunque lo emborrache.
La joven Pérez Nuix se echó a reír, una risa simpática, levemente maternal, sin burla o con no más de la que se le hace a un niño por una contestación o un enfado ingenuos, y aproveché su desprevención momentánea para dirigir mi vista hacia donde procuraba no fijarla, ella aún no había vuelto a cruzar las piernas.
—Disculpa —dijo—, es que me hace gracia comprobarlo también en ti, tan listo. Es increíble lo mal que nos vemos todos, a nosotros mismos, lo mal que nos calibramos y que calculamos nuestras fuerzas y debilidades. Hasta los más dotados y los más entrenados para ahondar en el prójimo y descifrarlo nos volvemos tuertos y tontos cuando nos miramos. La falta de perspectiva, eso será, y la imposibilidad de observarnos sin saber a la vez que nos estamos viendo. Cuando nos tenemos de espectadores es cuando más representamos y falseamos, y nos adecentamos. —Se detuvo y me miró con una mezcla de estupefacción jovial y piedad involuntaria. Me había llamado 'listo' y le había salido con espontaneidad; si era adulación, la había bien disimulado—. ¿Tú no te das cuenta, Jaime, de cuán en gracia le has caído a Bertie? ¿De que lo estimulas y lo diviertes? ¿De que ahora mismo te tiene tanta simpatía que hará un esfuerzo por aproximarse a lo que tú veas siempre que no sea disparatado, a lo que le digas que veas, aunque sólo sea para confirmarse a sí mismo que ha hecho una magnífica adquisición contigo, un gran fichaje? Ten en cuenta, además, que tú has venido recomendado no sólo por Wheeler, sino por Rylands desde la ultratumba, su maestro. No siempre será así, por supuesto; se cansará algún día, o te le harás rutinario; incluso te desaprobará a veces, te desdeñará, Bertie no es nada constante y de casi todo se aburre pronto, o le va y viene a rachas. Pero ahora eres la novedad, y además habéis congeniado, a vuestra manera varonil y sobria, o tácita, o lo que sea, yo sé a lo que me refiero. En estos momentos tú tienes sobre él mucho más ascendiente del que te imaginas, y me parece que ni te has enterado. Algo transitorio, si quieres, y moderado, Bertie no termina nunca de desconfiar de nadie y no hay forma de manipularlo, casi ni de conducirlo, ni de desviarlo. Pero sí de crearle dudas en unos pocos terrenos, y tú estás ahora en condiciones de hacerlo. Lo sé bien porque yo pasé por el proceso, y lo reconozco. Reconozco su complacencia y su agrado, cómo le divierte y lo estimula tu trato, más o menos como lo animaba mi compañía antes. Yo le hice mucha gracia, se la he hecho durante mucho tiempo. No de un modo varonil, precisamente. Y no es que ya no, no me quejo de la estima personal ni de la consideración profesional que me tiene. Pero ya no hay en mí el elemento de pequeña fiesta cotidiana que le supuse al principio y más allá, la verdad es que le duré bastante, no está bien que yo lo diga pero así fue, pregunta a Mulryan o a Rendel, o a Jane Treves, por ser mujer sintió más celos, ya la conocerás, se sentía postergada cuando coincidíamos ambas. Tú puedes persuadirlo ahora, Jaime. Seguramente no pasado mañana, ni tampoco hoy de cualquier cosa, pero sí de aquello en lo que él esté inseguro y a ti te crea sobresaliente. Es el caso del valor y de la cobardía, ya te he dicho, está convencido de tu competencia en eso. Como lo estoy yo, por otra parte, se te da muy bien verlo. Es lo que te pido, Jaime. Ese hombre cancelaría la deuda y mi padre quedaría a salvo. Ya lo ves: es un favor grande.
Había empleado esa misma fórmula varias veces, era una manera de decir 'por favor' sin decirlo directamente y con las preceptivas palabras, las que indican súplica o ruego, sobre todo cuando van repetidas, 'Por favor, por favor. Por favor, por favor'. Cruzó las piernas y dejé de ver, ya podía mirar sin impertinencia hacia cualquier lado, aún veía los muslos sin medias. Bebió de su copa, un trago corto, y se llevó otro Karelias a sus labios rojos —una remota viñeta de infancia—, sin encenderlo. El perro estaba completamente dormido, como si se hubiera hecho a la idea de quedarse allí toda la noche, y así, tan yacente, parecía aún más blanco. Miré por la ventana y me aparté de ella, no había cambios, seguían cayendo las varas flexibles o interminables lanzas, como si excluyeran para siempre el raso, cada vez más dominantes. Di unos pasos y volví a sentarme donde había estado. Tuve la sensación de que el silencio ya no era una pausa, sino que la exposición de Pérez Nuix había acabado; de que ahora daba su petición por hecha y por concluida, incluidos los halagos tímidos y las argumentaciones, y las persuasiones prudentes para convencerme. Sentí que me tocaba contestar de una vez, que ella no iba a añadir nada más. Contestar 'Sí' o 'No', o 'Puede', o 'Veremos'. O darle algo más de esperanza sin comprometerme a nada: 'Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo'. Lo que no pondría fin a la conversación ni a la visita sería un 'Depende'. No estaba yo seguro de querer ese término, así que no le respondí todavía, sino que le hice otra pregunta:
—¿De cuánto es esa deuda, exactamente?
Encendió el cigarrillo y creí verla sonrojarse un instante, era la lumbre, o el rubor sólo acechante, como cuando en la oficina un nombre hacía breve acopio de energía antes de dirigírseme para charlar un rato, es decir, más allá del saludo o de la consulta aislada, como si tomara impulso o carrerilla, y en eso yo notaba que ella no me descartaba, aunque sin saber que no, seguramente, ni haberse hecho el planteamiento. Pensé: 'Le da vergüenza confesarme la cifra. Por baja, y que yo sepa entonces que no puede pagarla, o por alta, y que así me entere de lo desmesurado que es, o de lo loco que está su padre, y quizá ella tambíén por tanto’.
—Cerca de doscientas mil libras —me respondió al cabo de unos segundos, y alzo las cejas en un gesto que no fue inglés desde luego, como si añadiera: 'Ya me dirás tú qué hago'. No fue muy distinto lo que añadió de hecho—. Qué te parece.
Hice un cálculo rápido. Eso era cerca de trescientos mil euros, o de cincuenta millones de las antiguas pesetas, no me había reacostumbrado del todo a la libra y quizá nunca me acostumbre del todo al euro, para las cantidades grandes que no se manejan cotidianamente.
—Que ese Incompara es muy generoso, dentro de sus defectos —le contesté—. O que para él vale mucho ese informe. —Y a continuación hice una pregunta más, tal vez la que yo menos esperaba y no sé si ella, dependía de cuánto me conociera, de cuánto supiera más de mí que yo mismo, de hasta qué punto o con qué hondura me hubiera traducido o interpretado durante aquellos meses de trato cercano, por mantener los términos que empleábamos a veces para nuestro vago trabajo. Se me ocurrió como una gracia y no vi motivo para resistirme. Así, además, la forzaría a poner algo sobre la mesa, a valorar mi participación, a pensar en mí y en mi riesgo, en mi posible perjuicio y en mi improbable beneficio. Pedir un favor es fácil y cómodo, lo difícil y desazonante es oír la petición y tener que decidir si acceder o negarse. Una transacción supone más tarea y más cuidado y cálculo para las dos partes. En el favor sólo dirime y calcula uno, el que va o no va a prestarse, porque nadie está obligado a devolverlos, ni siquiera a agradecerlos. Uno pide, aguarda, y recibe o no; luego, en ambos casos, puede marcharse tranquilamente, tras haber traspasado un problema o haber creado un conflicto. No, no atan los favores hechos, no hay en ellos contrato ni deuda, o sólo moral y eso no es nada, es aire, eso no es práctico. Así que lo que para mi sorpresa dije fue—: ¿Y qué gano yo a cambio?