—Tampoco a mí se me habría ocurrido, no te jode, de haber tenido elección —le contesté a Tupra cuando dejamos de reír juntos desinteresadamente, a pesar mío, respecto a los 'bulwarks'o baluartes contra los que él me había arrojado—. Pero tú me has obligado, como a todo lo demás de esta noche, incluido estar aquí todavía a las mil y gallo. —Bueno, 'at an unearthly hour’ fue loque dije, con mi inglés a veces libresco; ‘a una hora no terrenal', literalmente—. No sé si te das cuenta, pero hace como un día entero que tan sólo me das órdenes, la mayoría fuera de horarios. Va siendo hora de que me marche. Quiero dormir, estoy cansado. —Así pasé de nuevo de la risa traicionera y breve a la seriedad más duradera, si es que no al enfado. E hice un ademán de ir pensando en levantarme, no más que ir pensando, porque aún no me lo permitiría: quería hablarme de Constantinopla y de Tánger en pasados siglos, siempre más voces agotadoras e historias que no conocemos. Pero no lo hacía y seguramente no iba a hacerlo, son esas cosas que se anuncian para no volver luego a ellas, se siembran para abandonarlas, como señuelos verbales; y pretendía mostrarme sus cintas privadas, o serían discos. Tampoco llegaba eso—. Si no me cuentas muy rápido lo de Tánger y Constantinopla, yo me largo, Bertram. Estoy harto, estoy que me caigo. Y no tengo humor para seguir charlando.
Tupra soltó una especie de rugido leve, algo indeciso entre la carcajada seca y la ahogada expresión de un desprecio. Se puso en pie y me dijo:
—No te impacientes, Jack, que aquí no cabe la prisa. Voy a enseñarte esos vídeos que te he dicho, aprenderás con ellos y te vendrá bien verlos. No en el momento, no son agradables y es muy posible que se te vaya el sueño, que te lo quiten para las próximas horas, ya te he dado permiso para no ir a trabajar mañana, o más bien hoy, no perdamos tiempo. —Miró el reloj muy velozmente, yo también: para Londres no era terrenal la hora, para Madrid sí lo era. Los niños ya estarían dormidos, pero quién sabía qué haría Luisa, aún podía estar despierta, con quién o con nadie—. Pero te vendrá bien más tarde, haberlos visto. Dentro de unos pocos días, y te servirán para siempre. Quizá ya no des importancia a lo que no la tiene, es lo primero que debería enseñarse a todo el mundo y en cambio nadie se ocupa de eso, al contrario: se educa para que cualquier idiota haga un drama de cualquier tontería. Se educa para sufrir sin verdadero motivo, y con sufrir por todo no se gana nada, o con atormentarse. Eso paraliza, eso abruma, eso impide moverse. Pero ya ves, la gente se da hoy golpes en el pecho hasta porque se dañe a una planta, no digamos si es a un animal, oh qué crimen, qué escándalo. Se vive en un mundo irreal, delicado, de mentira, blando. —'Cursi', pensé, 'al inglés le falta esa palabra tan útil, y tan amplia'—. El espíritu entre algodones, permanentemente. —Y volvió a rugir un poco, sonó esta vez como una tosecilla sarcástica—. Eso es en nuestros países. Y cuando en ellos irrumpe lo que es normal en otros sitios, lo que es su moneda diaria, nos encontramos desprotegidos y sin reflejos, bocados tiernos, y sólo al cabo de un tiempo reaccionamos, y entonces lo hacemos desmesurada y ciegamente, errando el blanco. Con excesivo miedo retrospectivo, como ha sucedido con los atentados, los de aquí, y los de tu ciudad, y de los de Nueva York y Washington ni hablemos.
—En Madrid nada ha cambiado mucho —le dije—. Es ya como si no hubieran ocurrido.
Pero él no me prestó atención, estaba a lo suyo. Su voz grave se había tornado aflictiva. Solía resultarlo casi siempre un poco, con su tonalidad de cuerda, como si surgiera del paso del arco sobre el violonchelo. Pero a veces esa cualidad se le acentuaba y producía en quien la oía un sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción; en mí al menos lo producía.
—No es que no haya que tener miedo, entiéndeme. Es que debíamos haberlo tenido ya antes, haber contado con él como con el aire, y también haberlo infundido. Infundirlo y tenerlo, todo el tiempo, ese es el estilo invariable del mundo, que se nos ha olvidado. Es algo natural en otras partes, más alertadas. Pero aquí nadie se entera y nos adormecemos sin mantener un ojo abierto, nos pilla todo de improviso y entonces no damos crédito. El miedo retrospectivo no sirve de nada, todavía menos que el anticipado. No es que ese sirva de mucho, pero por lo menos pone a la espera, más que en guardia. Siempre es mejor infundirlo. Ven, vamos, te enseñaré esas escenas, no son largas. Algunas te las pasaré aceleradas.
Me sirvió de su oporto de garrafa sin consultarme —quizá pensó que lo necesitaría para enfrentarme con lo instructivo no agradable—, cogió su copa y yo la mía a instancias suyas —me hizo un doble gesto con la cabeza y un dedo—, y me condujo a una habitación más pequeña que abrió con una llave de su llavero. Me pregunté quién más viviría en la casa, para no querer Tupra que entrara allí sin su permiso o su acompañamiento, tal vez sólo fuera el servicio. Encendió un par de lámparas. Era una especie de estudio que al instante me recordó a su despacho en el edificio sin nombre, estaba lleno de libros tan costosos como los del salón o más —quizá sus joyas de bibliófilo—; no había en cambio ningún cuadro, sólo el dibujo enmarcado de un busto de militar con bigote levemente curvado, tal vez algún ídolo suyo del MI6 o como se llamara antiguamente, al primer golpe de vista me pareció de la Primera Guerra Mundial, o como tarde de los años veinte; no creía que fuera un antepasado, un Tupra, vestía uniforme británico de oficial, no supe distinguir el rango. Había una mesa y sobre ella un ordenador; una butaca con ruedecitas detrás de la mesa, allí se encerraría a trabajar Reresby en casa; dos poufs. Con un pie los colocó delante de un armarito de baja altura cuyas portezuelas de madera abrió para que apareciera una televisión dentro, estaba absurdamente camuflada, como las minineveras en algunos hoteles finos que se avergüenzan de tenerlas. Me indicó que me sentara en uno de los poufsy así lo hice. Fue hasta la mesa, la rodeó y sacó de un cajón, que también abrió con llave, un DVD, tras rebuscar durante unos segundos, luego guardaría allí unos cuantos, o más de uno y más de dos. Encendió la televisión, el reproductor de DVD que estaba debajo, e introdujo en éste el disco. Tomó asiento en el otro poufsa mi izquierda, casi a mi altura pero un poco más atrás, ligeramente a mi espalda, los dos muy cerca de la pantalla aún azul, yo más encima, cogió el mando, yo había de mirar de reojo para poder verlo, y para captar su expresión torcer el cuello. Cada uno sostenía su copa en la mano, él lo hizo todo con una sola, o con el pie, como he dicho.
—¿Qué, qué vamos a ver, qué vas a ponerme? —le pregunté con una mezcla de impaciencia y desenfado—. No será una película, ¿verdad? No son horas.
Aún no sentía temor, me lo impedían la irritación y el cansancio, me parecía improbable que nada pudiera quitarme el sueño. Además, ya había visto bastantes cosas desagradables y difícilmente instructivas aquella noche, y no en un vídeo sino en la realidad palpable y respirable, a mi lado, todavía llevaba en el cuerpo, aunque ya amortiguado, el espanto de la espada cernida sobre el cuello del mameluco, y en mi cerebro aún resonaban los pensamientos inútiles que me habían asaltado: 'Lo va a matar, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco, este hombre de ira lleno, y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, es como un rayo sin trueno que despedaza callando, y va a segar en todo caso'. No creía que pudiera verlas peores, y cuanto pusiera Tupra ante mis ojos sería además ya pasado, algo ya sucedido, irremediable, filmado, en lo que mí intervención no contaría. No tendría vuelta de hoja, a cada visión se repetiría idéntico. Pero debí haberlo sentido, el temor, la aprensión, el encogimiento, el sobrecogimiento, desde el momento en que la voz de Tupra se había hecho más aflictiva que de costumbre y me había producido un amago de congoja sin motivo ni significado, como la de la música cuando es doliente y no hay razón objetiva —sí, violonchelo o violín o viola de gamba, son sólo notas, o un piano a veces—, como si él ya se hubiera adentrado en desastres retrospectivos que sin embargo pueden reproducirse y volver a hacerse presentes infinitas veces, al estar grabados o registrados, de los que yo no tenía conocimiento ni siquiera la menor sospecha.