—No te vuelvas, sigue mirando, aún no ha acabado —me contestó Tupra con imperiosidad. Y me dio con las puntas de los dedos rígidos en el codo, como si yo fuera un niño desobediente.
Cuando fijé de nuevo los ojos en la televisión, aún vi cómo los pies del ahorcado pataleaban en busca de apoyo mientras su jadeo daba paso a una especie de gutural gruñido, pero era algo que no arrancaba, no podía, algo ahogado. Esos pies, sin embargo, encontraron en seguida apoyo: uno de los camuflados le abrazó las dos piernas con fuerza y se las elevó lo más posible, y el otro recogió el taburete y se lo colocó otra vez bajo las suelas. Una vez allí estabilizado, le quitaron la cuerda y lo hicieron descender al suelo. De un empellón lo sentaron y los dos soldados reiniciaron sus merodeos en torno al prisionero, que ahora tosía, tenía que estar congestionado. Las botas cortas hacían más ruido en esta ronda, como si sus dueños marcharan al unísono y pisaran a fondo con ese propósito, con el de hacer amenazante ruido, evocaban el redoble de tambores que anunciaba en el circo la inminencia de un creciente riesgo, o en las plazas la de la ejecución ansiada. Y al cabo de unos treinta segundos —o quizá fueron noventa— repitieron la operación, es decir, subieron al taburete al encapuchado y simularon que lo ahorcaban, o no es exacto, sino que de hecho empezaron a ahorcarlo —el patadón, el mismo método—, y al poco se detuvieron. En esta ocasión el cautivo perdió un zapato en su pataleo, quizá duró un poco más que el primero. Eran zapatos normales, viejos, de cordones pero sin los cordones. No llevaba calcetines. 'Esto es como Tupra en el lavabo', alcancé a pensar tumbadamente, 'cuando alzó y bajó la espada y volvió a alzarla y a bajarla. Cada vez yo ignoraba si le cortaría la cabeza al capullo, y ahora, aunque lo que me enseña ya haya ocurrido y además pueda pararse su acción en el vídeo, o hasta dejarse para otro día como si ya diera lo mismo (la escena seguirá ahí y no va a cambiar nunca), en este instante yo ignoro si estos tipos acabarán por ahorcar al pobre diablo en alguno de sus amagos, y ya quiero saberlo, aunque sea un desconocido y ni siquiera vea qué cara tiene. Él también lo ignoraría entonces, y entonces no era pasado. No sería un hombre joven, con esos zapatos marrones abarquillados.' Le calzaron el que se le había salido antes de volver a sentarlo, misterios de la pulcritud y el orden. Uno de los soldados levantó aire con una mano, agitándosela de arriba abajo delante de la nariz, como si le hubiera llegado un horrible olor repentino procedente del colgado. Seguían sin hablar, nadie hablaba, tampoco los espectadores oscuros, y eso debe de infundir aún más miedo a quien se encuentra a ciegas e inmovilizado, más que voces desabridas o insultos, a no ser que sean en una lengua desconocida, lo que da más pavor es no entender lo que se le dice a uno, yo creo, en una situación de vida o muerte.
Aún repitieron la operación una tercera vez, todo idéntico, la cabeza del cautivo fuera de cuadro y después reapareciendo junto con la cuerda ya tensada, el cuerpo cayendo a plomo en un trayecto muy corto para que nada fuera irremediable en la caída, el haz de luz oscilando unos instantes por efecto de algún roce o acaso de la sacudida, quizá la segunda y la tercera vez lo mantuvieron menos segundos ahorcándose, aunque me engañara mi angustia y a mí se me hicieran más largos. La víctima estaría más débil a cada broma, le habrían descoyuntado algo y el corazón desbocado. Obviamente no se le había partido la tráquea, habría sido definitivo, los camuflados no daban tiempo a eso, gente bien adiestrada, debían de saber a partir de qué momento se haría demasiado tarde, y tampoco sería muy grave, supuse, si se les iba la mano y el hombre se les quedaba tieso, quizá no había nadie en el mundo que estuviera al tanto de su suerte, ni siquiera de su paradero. Se los veía a todos relativamente tranquilos, a verdugos y a testigos, diligentes o atentos pero sin saña, como si llevaran a cabo o asistieran a un desagradable trámite, pero trámite al fin y al cabo.
Tupra congeló la imagen con el preso ya descolgado y con toses, las piernas muy flojas e irresponsables, y en esta ocasión no lo sentaron. La capucha negra siempre puesta, con su única abertura para boca y fosas nasales (pero en la boca cinta adhesiva), para los ojos no había. Parecían a punto de llevárselo, tal vez de regreso a una celda, tal vez a la enfermería. Poco a poco recuperaba el jadeo.
—Qué, ¿lo has visto? —me preguntó Tupra. Y en su tono percibí una excitación casi divertida, para mí inexplicable, yo notaba ya el veneno.
—Qué haces —le contesté—. Quiero ver cómo termina esto, si se cargan a ese desdichado.
—Aquí se acaba la escena, ya no hay más, se pasa a otra. Así, ¿lo has visto? — 'Did you see him?’fue lo que dijo, refiriéndose por tanto a alguien y además masculino, no a un objeto ni a un detalle ni al episodio en sí mismo, habría utilizado ‘it'en los tres casos.
—¿A quién? — 'Whom?', pregunté, quizá incurriendo en hipercorrección, con esa forma del dativo cuando aquello era acusativo, otro misterio del orden y la pulcritud excesiva, en medio de la conmoción que sentía.
Tupra chasqueó la lengua con desdén espontáneo.
—También en esto estás torpe, Jack. Vamos a ver, para qué tienes los ojos, el ojo es rápido y lo capta todo. Lo has hecho mejor otras veces, estás perdiendo facultades o será que estás cansado. —Entonces rebobinó las imágenes con el mando sobre el que mandaba, buscó un punto de la grabación y lo dejó congelado, lo hizo con celeridad y pericia, estaba acostumbrado a esos manejos. Era uno de los momentos en que el cautivo caía, la soga tensándose, el taburete a la mierda, y el haz de luz balanceándose muy breve y ligeramente, con poca fuerza y a cada vaivén con menos, también con menos recorrido. Dos, no más de tres mínimos vaivenes, pero en ese instante los tres sujetos del fondo aparecían iluminados por el haz desplazado, había sido una fracción de segundo, miré hacia ellos, no lograba distinguirlos del todo pero algo familiar había—. Qué, ¿lo ves ahora?
—Espera —contesté aún inseguro, guiñando los ojos para ver más nítido—. Espera.
Tupra no esperó, activó el zoomy amplió sus rostros en un recuadro, tenía un reproductor de DVD con prestaciones que yo desconocía en el de mi casa de Madrid, aún no me lo había comprado en Londres. Y entonces sí vi con claridad el conocido rostro cuadrado y surcado, conocido por media humanidad, la que ve televisión y lee prensa, con sus gafas inconfundibles y su aspecto de médico o químico alemán, o más bien de médico o químico o científico nazi, siempre que lo había visto en pantalla o en foto no me había costado nada imaginarlo con bata blanca en torno a la corbata, es más, su cara casi pedía a gritos, necesitaba esa bata blanca, era incongruente que no la llevara. Él, como todos los políticos y dirigentes democráticos mundiales, había negado públicamente cien veces tener que ver, haber dado órdenes, haber aprobado o consentido o estar enterado de prácticas como aquella y hasta de las menos brutales, las solamente vejatorias. Nadie en el mundo exterior sabía lo que yo sabía ahora: que, lejos de eso, había asistido, una vez al menos, al triple ahorcamiento a medias de un individuo encadenado de pies ymanos, yque lo había hecho literalmente cruzado de brazos, impasible, sentado, ycomo máxima autoridad presente, como también lo habría sido en casi cualquier otro sitio en el que hubiera estado. Ya lo había dicho Tupra, aquellos vídeos no eran para que los viese cualquiera (un periodista se habría puesto a dar saltos). Y si los atesoraban como oro en paño era porque en todos ellos estaba fijado —repetible indefinidamente— alguien famoso, o poderoso, o adinerado, o con prestigio o con influencia. A las terceras de cambio yo ya lo había olvidado y había atendido tan sólo a la acción principal, cómo no iba a hacerlo. Quizá para Tupra, en cambio, lo único que contaba era el fondo oscuro, o su instante iluminado. Claro que él ya había visto antes la escena, no lo pillaba por sorpresa. Su actitud me confirmó, en todo caso, que no tenía en mucho la muerte posible y que tampoco era un sádico. Por lo menos no disfrutaba con el sufrimiento ajeno, aquellos amagos de ahorcamiento le traían sin cuidado, o eran sólo el necesario marco de lo que le interesaba.
—Sí, lo veo ahora —dije—. Pero, ¿por qué guardas esto? Él es americano, es aliado, es de los vuestros. —Y en seguida me percaté de que no había dicho 'de los nuestros', como acaso le habría parecido lógico a Tupra y lo habría sido a aquellas alturas, pensé que me había adentrado en un terreno fangoso sin apenas darme cuenta. Sí, estaba dentro y sabía, estaba de hecho en un bando, pese a no sentirme yo en ninguno. Y, lo que era aún más inesperado y habría resultado impensable un año antes o medio: había visto lo que estaba vedado a casi todos los demás ojos del mundo, o todavía no había acabado de verlo.