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Sacó uno de sus cigarrillos egipciacos y me ofreció, ahora era mi anfitrión y lo tenía presente maquinalmente, también me había ofrecido una copa que yo había declinado por el momento, él se había servido un oporto no de botella, sino de garrafa con medalíita colgada al cuello, como las que se pasaban velozmente los comensales (eran varias, nunca cesaban), en el sentido de las agujas del reloj, a los postres de las high tablesa las que a veces era invitado por mis colegas en mis lejanos tiempos de Oxford, quizá los suyos le mandaban todavía frascas de producción propia, de las que no se consiguen en el mercado, extraordinarias. No había estado al tanto de cuánto había bebido Tupra a lo largo de la inacabable velada que aún no acababa, pero no menos que yo, suponía, y a mí no me apetecía o cabía una gota más, a él el alcohol no parecía afectarlo, o sus estragos no se hacían en él visibles. No habían sido producto de eso su aterramiento y su castigo o paliza o thrashinga De la Garza, en todo ello había actuado con precisión y cálculo. Pero quién sabía si lo habría sido la decisión de mostrarle su muerte variante —sus variadas muertes— y de dejarnos vivos a ambos para que las recordáramos siempre, rara vez coinciden la resolución de hacer algo y la ejecución del acto, aunque vayan seguidas y aun parezcan simultáneas, tal vez había tomado aquélla con la cabeza vaporosa, humeante, y se la había despejado y helado durante los pocos minutos en que yo había permanecido aguardándolo con nuestra confiada víctima en el lavabo de los tullidos, yo se la había llevado hasta allí con engaño y con la falsa promesa de una buena raya, aunque yo ignorara entonces para qué se la ponía donde me la había pedido, a la víctima, y que la promesa era un pretexto. Debía haberlo imaginado, debía haberlo previsto. Debía haberme negado a todo. Se la había preparado a Tupra, se la había servido, había acabado por tener parte en ello. Iba a preguntarle por curiosidad: '¿Era coca de verdad lo que le has pasado al pobre diablo?'. Pero, como ocurre tras los silencios, los dos hablamos a la vez y él se adelantó una fracción de segundo, para responder a lo último que yo había dicho:

—Oh sí. Sí, claro —murmuró Reresby como con pereza—. Siempre hay quien se mira actuar, quien se ve a sí mismo como en una representación continua. Quien cree que habrá testigos que relatarán su generosa o ruin muerte y que eso es lo que más importa. O que se los imaginan si no puede haberlos, el ojo de Dios, el escenario universal, lo que tú quieras, todo eso. Quien cree que el mundo depende de sus relatores y los hechos de que se cuenten, aunque sea muy improbable que nadie vaya a molestarse en contarlos, o en contar esos concretos, quiero decir los de cada uno. La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurren y no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquello de lo que nos llega noticia es una porción infinitesimal de lo acontecido. La mayoría de las vidas, y no digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y no dejan ei menor rastro, o se hacen desconocidas al cabo de un poco de tiempo, unos años, unos decenios, un siglo, eso es en realidad muy poco tiempo, tú lo sabes. Piensa en las batallas, por ejemplo, en cuan importantes fueron para quienes las libraron y a veces para sus compatriotas, de cuántas no nos dice nada ni siquiera el nombre, hoy en día ignoramos hasta la guerra a la que pertenecieron, y además nos traen sin cuidado. ¿Qué significan hoy para nadie Ulundi y Beersheba, o Gravelotte y Rezonville, o Namur, o Maiwand, Paardeberg y Mafeking, o Mohacs, o Nájera? —Este último lugar no lo pronunció como es debido—. Pero hay muchos que se resisten a eso, incapaces de aceptarse como insignificantes o como invisibles, me refiero a una vez muertos y convertidos en materia pasada, una vez que no están ya presentes para defender su existencia, para gritar: 'Eh, que estoy aquí. Puedo intervenir y tener influencia, hacer el bien o causar daño, salvar o afligir, y hasta torcer el curso del mundo, puesto que aún no he desaparecido'. —'Soy aún, luego es seguro que he sido', pensé, o recordé que lo había pensado mientras limpiaba la mancha roja de la escalera de Wheeler y su cerco no se borraba del todo (si es que había habido tal mancha, cada vez más lo dudaba), el esfuerzo de las cosas y de las personas por evitar que digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'—. Tú hablaste de esos individuos —prosiguió Reresby, que había ido tomando un extraño impulso, para elevarse—. No son muy distintos de Dick Dearlove, según la interpretación que de él hiciste. Padecen de horror narrativo, esa fue tu expresión si mal no recuerdo, o repugnancia. Temen que el final lo emborrone y lo condicione todo, un episodio tardío o último arrojando su sombra sobre cuanto vino antes, cubriéndolo y anulándolo: que no se diga así que no eché una mano, que no me arriesgué por los otros o me sacrifiqué por los míos, piensan en los momentos más absurdos, cuando no hay nadie para contemplarlos o van a morir quienes los vean, empezando por ellos mismos. Que no se propague que fui un cobarde, un desalmado, un carroñero, un asesino, piensan sintiéndose bajo los focos, cuando nadie los enfoca ni va a hablar jamás de ellos, por su poca importancia. Serán vivos anónimos y serán muertos anónimos. Serán como si no hubieran sido. —Se quedó callado un instante, dio un sorbo a su oporto y añadió—: Tú y yo seremos de esos, de los que no imprimen huella, dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo. No sé tú, pero yo no pertenezco a esa clase de sujetos, los que son como Dearlove aunque no sean celebridades sino todo lo contrario. Hablaste de ellos. Los que padecen el complejo K-M, según nuestra jerga, en alguna de sus modalidades. —Se paró, miró de reojo a la lumbre y agregó—: Yo sé que soy invisible, y lo seré aún más cuando esté muerto, cuando ya sólo sea materia pasada. Materia muda.

—¿K-M? —pregunté, pasando por alto sus últimas frases proféticas o vaticinadoras—. ¿Y eso qué es, Matar-Asesinar? —Hablábamos en el inglés con él obligado, luego dije 'Killing-Murdering’así sí coincidían las iniciales.

—No, no significa eso, aunque podría, no se me había ocurrido —respondió Tupra sonriendo muy levemente á través del humo—.Sino Kennedy-Mansfield. El segundo apellido fue un empeño de Mulryan, al que siempre fascinó la actriz Jayne Mansfield, era su favorita desde la infancia, apostó a que perduraría en la memoria de todo el mundo y no sólo por su singular muerte, se equivocó de plano. La verdad es que era el sueño de cualquier niño o adolescente, ¿no? Y de cualquier camionero. ¿La recuerdas? Seguramente no —siguió sin darme tiempo a contestarle—, lo cual demostraría aún más lo inapropiado y gratuito, lo exagerado de su Mpara dar nombre a ese complejo. Pero bueno, así lo llamamos ya desde hace tiempo, es la costumbre, y casi siempre es para uso interno. Aunque no creas —rectificó—, así han acabado llamándolo algunos altos cargos, por contagio nuestro, y hasta ha aparecido el término en algún libro.

—Creo que sí recuerdo a Jayne Mansfield —dije aprovechando una mínima pausa.

—¿Ah sí? —Tupra se mostró sorprendido—. Bueno, tienes edad para ello, pero no sabía si en tu país se llegaban a ver esas películas frivolas. Durante la dictadura.

—En lo único en que no estábamos aislados era en el cine, a Franco le encantaba y tenía su propia sala en El Pardo, el Palacio en el que vivía. Veíamos casi todas las películas, excepto unas pocas que la censura prohibía terminantemente (no para él, desde luego: le gustaba escandalizarse, como a los curas, y admirarse de las infamias del mundo exterior, de las que nos protegía). Otras las proyectaban cortadas o con los diálogos cambiados en el doblaje, pero la mayoría se estrenaban. Sí creo recordarla, a Jayne Mansfield. No es que se me aparezca ahora mismo su cara, pero sí su estampa. Una rubia platino voluptuosa, ¿no?, llena de curvas, hacía comedias en los años cincuenta o quizá sesenta. Bastante tetuda.

—¿Bastante? Santo cielo, no la recuerdas en absoluto, Jack. Espera, te voy a enseñar una foto divertida, la tengo por aquí a mano. —No le costó mucho a Tupra encontrarla. Se levantó, fue hasta un estante, agitó los dedos como si fuera a activar con tiento la combinación de una caja fuerte y sacó de él lo que parecía un libro grueso pero resultó ser una caja de madera y no metálica, que se fingía un volumen. La tumbó, la abrió allí mismo y rebuscó un par de minutos entre las cartas que guardaba, a saber de quién serían, para tenerlas tan localizadas, tan cerca. Mientras lo hacía arrojó ceniza a la alfombra, el pulgar contra la boquilla de su Rameses II, como si no importara. Contaba con servicio, seguro. Permanente. Por fin extrajo una postal de un sobre, con cuidado, el índice y el corazón haciendo pinza, me la acercó—. Aquí está. Mira. Ahora la recordarás mejor, con toda nitidez. En cierto sentido es inolvidable, si la descubrió uno de chico. Puede comprenderse la fascinación de Mulryan. Nuestro amigo ha de ser más lujurioso de lo que parece. Sin duda privadamente. O lo fue en su tiempo —añadió.