—Ya. Y qué importa. Nunca se sabe. —Bebió de su copa, a mí no me apetecía ya mucho la mía. Sacó y encendió un Rameses II. Sólo me ofreció después, con su cigarrillo ya humeante, y eso se lo cogí, tabaco—. Ni siquiera se sabe quién es de los nuestros, ni si lo será mañana, en eso más vale ni pararse. Tampoco lo sé yo de ti ni tú de mí. Sigamos.
Y continuó la sesión, la inyección de veneno, mientras su voz a mi lado, ligeramente a mi espalda, sonaba de tanto en tanto para hacer algún breve apunte o comentario, casi como cuando en las antiguas sesiones de fotos, con proyector y pantalla, tras un viaje infrecuente entonces —por ejemplo en mi infancia—, los viajeros, los que las enseñaban a los parientes o a las amistades, situaban cada diapositiva en su contexto y les explicaban: 'Aquí estamos arriba del todo en el Empire State, el rascacielos más alto del mundo', cuando todavía lo era; 'fijaos qué vértigo'. Y qué vértigo, sí, qué vértigo el que yo fui sintiendo a cada nueva escena. Algunas eran inocuas, más gente pillada en actos sexuales normales, pero que si se hacen públicos o son presenciados se transforman extrañamente en anómalos, sobre todo si los llevan a cabo personajes célebres, o muy serios, o de cierta edad, o respetables, siempre hay algo de afanoso y ridículo en el sexo objetivado, no se comprende cómo ahora hay tantas personas que se filman en ello por gusto, para recrearse luego en el parcial bochorno. También individuos ofreciendo y aceptando sobornos, alguno en metálico, alguno de rostro por mí conocido, alguno español o más bien española, qué rubia hipócrita, pero todas estas cosas Tupra las aceleraba y sólo volvía a la velocidad real cuando la escena era violenta e insólita. Insólita para mí, se entiende; no para él, desde luego; quién sabía si para Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, era posible que ellos nunca hubieran visto imágenes como aquellas o que estuvieran al cabo de la calle y se conocieran al dedillo estas mismas; quién sabía si para Wheeler, o quizá él había contemplado equivalentes de sobra a lo largo de su vida joven, y no en pantalla. Pero yo no, yo nunca había visto una ejecución más que en las películas, o últimamente en las televisiones, que aunque den noticias resultan ya tan ficticias como el propio cine, tres hombres y una mujer a la orilla de un mar, esperando quietos de pie con las manos libres, estaban perdidos y para qué iban a atárselas, una luz de madrugada, me acordé al instante de ese cuadro apaisado que está en Madrid, Gisbert el pintor o me acudió ese nombre, el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros liberales en Málaga, se veía arena y se veían olas, quizá algo de paisaje al fondo y nutrido el grupo de los condenados, y al buscarlo en Internet más tarde, ya de mañana, comprobé que eran dieciséis si se incluía a la mujer y al niño que uno de ellos tenía abrazados, pero seguramente esa familia se despedía tan sólo de su premuerto y no iba a correr la misma suerte que el marido y padre, en todo caso eran catorce y cuatro más en el suelo ya abatidos, con los ojos vendados y junto a una chistera que acaso un cadáver había conservado tenazmente puesta hasta el momento de empezar a serlo, irían por tandas al no dar abasto, allí cayeron cincuenta y tantos en 1831 ('Muy de noche lo mataron con toda su compañía', me acordé del romance del buen Lorca, cité para mis adentros), los seis mejor vestidos agrupados a la derecha, la tropa junta a la izquierda y el del gorro frigio despreciativo y sobrado (hasta en la muerte compartida hay clases), aún más que el de los lentes en el núcleo de los señores, Torrijos sería el rubio ('el general noble, de la frente limpia'), o no, sería el de las botas cortas que cogía de las manos a dos de sus camaradas ('Caballero entre los duques, corazón de plata fina'), traicionado al volver al país por el Gobernador de Málaga ('Lo atrajeron con engaños que él creyó, por su desdicha'), también había estado en Inglaterra huido durante varios años, regresar a España es peligroso siempre, donde de hoy a mañana tanto cambian los rostros, aunque se haya sido un héroe de la Guerra Peninsular o de la Independencia ('El Vizconde de La Barthe, que mandaba las milicias, debió cortarse la mano antes de tal villanía'), y allí estaban los frailes que jamás han faltado en nuestros acontecimientos sombríos (y si no eran curas y si no fueron monjas), uno leyendo o rezando y dos tapando miradas, los tres agoreros, el pelotón de ejecución más atrás, a la espera y difuminado ('Grandes nubes se levantan sobre la sierra de Mujas'), es posible que el que lo comandaba dejara caer el pañuelo blanco que sujeta en su mano izquierda, quizá desde la punta del sable, a la vez que gritaba '¡Fuego!' ('Entre el ruido de las olas sonó la fusilería,
y muerto quedó en la arena, sangrando por tres heridas... La muerte, con ser la muerte, no deshojó su sonrisa'); y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más de un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o 'Mancini': Duque de Sevilla su inoportuno título, el de quien sembró de cadáveres las orillas y el agua y los cuarteles y cárceles y los hoteles y las tapias, unos cuatro mil, se dijo, y aunque no fueran tantos; y enfrente de los ajusticiables dos tipos con metralletas o con armas que se les asemejaban, no entiendo yo de eso, dos tipos encorbatados y repeinados, seguro que llevaban peine en el bolsillo como yo, como meridionales, y al decir 'Dai' unode ellos, ambos lanzaron interminables ráfagas, dispararon y dispararon derrochando balas como si debieran gastarlas, mientras se derrumbaban los cuerpos y también una vez caídos, la mujer y un hombre boca arriba y los otros dos de lado, se acercaron más, siguieron, buscaron la verticalidad de las armas, la arena daba saltos y parecía que los dieran la carne y las ropas modestas de los ya muertos muertísimos, sangrando por veinte heridas, a cada gratuito impacto. 'Esto es un ajuste de cuentas en alguna playa escondida del Golfo de Taranto, seguramente no lejos de Crotone, en Calabria, hace ya unos cuantos años', murmuraba Reresby acentuando bien el nombre esdrújulo, 'Taranto', y hablaba desde tan adentro que era como si la voz surgiera de un yelmo. 'Es interesante. Uno de los verdugos ha hecho carrera, primero en la construcción, luego en política, y ahora tiene un cargo bueno en el actual Gobierno. El otro ya no vive, en cambio, se lo cargaron en seguida, en la represalia por esto. Útil ahora, ¿no?, este vídeo.' Y en la pregunta se le notaba una especie de orgullo de coleccionista, tal vez tenía motivos para sentirlo.
Tampoco yo había visto, ni siquiera concebido, una violación inhumana inducida, con espectadores como en una tienta, un coso pequeño, casi un patio de corrala, hombres bien trajeados bajo unos toldos blancos, rojos, verdes, un sol dañino, bigotes poblados y sombreros texanos y no pocos habanos entre los dientes, sonaba una festiva charanga de fondo, voces de jaleo y aliento en español y en inglés, y en la arena una mujer, un caballo, unos mamporreros, unos desgarros, no lo soporté, cerré los ojos, '¡No los cierres!', así que desvié la mirada, '¡No la apartes!'. Pero la mantuve apartada excepto en algún instante, aquello sí que no pude aguantarlo porque además no daba crédito, nunca había imaginado algo así ni que fuera posible en el mundo y sólo para divertirse, y aquello sí que era mortal veneno, me entraron aquellas imágenes —lo que llegué a vislumbrar de ellas, muy pronto me salvaron los párpados, después el cuello girado— como si fueran un mal reptil, una serpiente, o tal vez una anguila o sanguijuelas bajo la piel, cómo decir, internas, se introdujeron como un cuerpo extraño que me causara un dolor inmediato y una opresión y un ahogo y la necesidad urgente de que me lo sacaran ('Pese esto sobre tu alma'), pero lo que entra por los ojos no hay manera de extirparlo, como lo que entra por los oídos tampoco, ahí se instala y no hay remedio, o hay que esperar algo de tiempo para poder persuadirse de que uno no vio u oyó lo que sí vio u oyó —y siempre queda una duda o su huella—, de que fueron imaginaciones o malentendidos o espejismos o perturbaciones o interpretaciones malintencionadas, ninguno estamos a salvo de ellas cuando nuestro pensamiento y nuestra percepción se tuercen y todo lo juzgamos a una luz sesgada y siniestra. 'Esto es Ciudad Juárez, en el Estado de Chihuahua, en México, ya sabes', murmuró Tupra con su voz cada vez más hundida y un tono nada indiferente, sino casi luctuoso, grave, a imitación no sonaba, 'y ahí tienes a una de las mil mujeres allí desaparecidas, de las que tanto ha hablado la prensa. Lo importante para nosotros no es eso, con serlo mucho, sino ese hombre de ahí, a la derecha en segunda fila, el que va todo de blanco con la corbata roja.' Eso me obligó a mirar un momento, de reojo y reaciamente —qué mal se vence la curiosidad por lo que nos señala un dedo—, distinguí al hombre entre el público, un gordo risueño de mediana edad y piel lustrosa y tupido pelo, pero no pude evitar ver también lo irracional y más desgarros y ya algo de sangre —como una espada o una lanza— y volví de nuevo la cabeza, hacia el lado de Reresby, sus ojos fijos en la pantalla pero ahora muy guiñados, como si necesitara gafas o bien se preparara a cerrarlos también en cualquier instante, tal vez aquel episodio, aunque lo hubiera visto más veces y supiera cómo terminaba, le producía gran dentera o angustia o incluso repugnancia ('Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto'), no hay nadie que lo soporte todo y ya he dicho que tampoco era un sádico. 'Entonces, hace de esto unos años, era un empresario muy rico, sin llegar a ser un magnate. Ahora ya lo es, y se presenta como candidato a una alcaldía de consideración, en otra zona, en otro Estado fronterizo con los Estados Unidos, Coahuila. Y además va a ganarla. Nos será ventajoso tenerlo aquí a la vista, disfrutando del espectáculo.' Pronunció mal este nombre, a la inglesa —no tan conocido como Chihuahua—, aproximadamente dijo 'Coujuaila'. Lo peor era que aquel coso no parecía algo excepcional, no hacía pensar que se había montado todo para una ocasión única, la charanga, los toldos, la bestia y sus experimentados guías, la convocatoria, seguramente por Internet y en clave, o por mensajes de móviles, seguramente en voz baja. Lo que entreví era muy probable que ocurriera más veces, acaso con ligeras variantes, otro animal quizá, no quise continuar por ahí y me arranqué toda figuración de cuajo.