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El mazazo fue aterrador. No pude ni abrir la boca para soltar una exclamación. ¿Mi padre preso?

– ¿Qué estás diciendo? -balbucí, al borde del desmayo-. Recuerda que don Jerónimo de Zuazo y mi padre hicieron grande amistad cuando burlamos a los Curvos y ayudamos a pacificar los palenques.

– Pues ya ves cuánto dura la amistad de los poderosos -exclamó Rodrigo, tomando asiento por fin-. Los alguaciles de don Jerónimo se personaron en la casa de Santa Marta y prendieron a tu padre por crímenes de lesa majestad contra la Corona Real de España.

– ¿Crímenes de lesa majestad? -No había oído en toda mi vida barbaridad mayor ni más absurda.

– Los cargos son dos y muy graves: uno, por contrabando, y otro, que es el mismo, por mercadear armas con extranjeros enemigos, los flamencos de Punta Araya. Ya conoces que estamos en guerra con Flandes.

– ¡Alguien se ha ido de la lengua, Rodrigo! -vociferé furiosa-. Nuestros tratos con Moucheron [2] eran sabidos por todos pero a nadie se le daba nada de ellos. ¿A qué viene ahora prender a mi padre?

– Una nueva Cédula Real ordena castigar con dureza el comercio con flamencos en todo el imperio y aún más el comercio ilícito. El rey quiere ahogar la economía de las provincias rebeldes por ver si se rinden -suspiró-. ¡Más nos hubiera valido tratar con ingleses o franceses! El gobernador de Cartagena necesita cabezas para cumplir las órdenes del rey, de cuenta que tu padre prendido está y cabe esperar lo peor.

Fruncí las cejas, ignorante de lo que quería decir con esas palabras, y él me lo aclaró:

– El trato ilícito con el enemigo en tiempos de guerra acarrea, sin solución, la pena de muerte.

– ¿Qué? -grité, horrorizada. Mi angustia no podía ser mayor. Comencé a llorar en silencio, sintiendo con pujanza en mi interior aquel miedo que, de pequeña, había sentido en Toledo años ha, cuando la Inquisición se había llevado a mi verdadero padre a los calabozos para dejarlo morir allí de fiebres tercianas en mil y quinientos y noventa y seis. Ahora, diez años después y al otro lado del mundo, mi segundo padre también había sido hecho preso y yo, por lo que me pasó en Toledo, estaba cierta de no volver a verle con vida, como al otro, pues, incluso si evitábamos el ajusticiamiento -y había que evitarlo como fuera-, mi padre era ya un hombre viejo, muy viejo, que sufría de graves privaciones de juicio desde que tuvo que convertirse en contrabandista para pagar sus deudas a aquel villano ruin, a aquel bellaco descomulgado llamado Melchor de Osuna, de aborrecible recuerdo. Era menester rescatar a mi padre, viajar a todo trapo hasta Cartagena para conseguir su libertad. Ni por orgullo ni por salud resistiría mucho tiempo en prisión, viéndose con cadenas en los pies y esposas en las manos.

– Pues aún no lo conoces todo -añadió mi compadre, pasándose una mano por la frente en la que exhibía la marca húmeda y bermeja del chambergo.

– ¿Puede haber más? -sollocé.

Rodrigo me lanzó una larga y dolorida mirada.

– Sosiégate, señora, y procura sosegar tu alteración pues no es menos pesaroso lo que aún debo contarte que lo que te he dicho hasta ahora. Ese mismo día lunes que se contaban once del mes de septiembre, el día que apresaron al maestre, el pueblo de Santa Marta fue atacado durante la noche por la urca flamenca Hoorndel corsario Jakob Lundch, del que habrás oído hablar.

Asentí y cerré los ojos con fuerza. Jakob Lundch llevaba más de dos años atacando nuestras costas y la sola mención de su nombre hacía que los niños lloraran de espanto. Sólo dos meses atrás el Hoornhabía pasado cerca de Margarita mas, por fortuna, no se detuvo y siguió rumbo a Trinidad. En Mampatare, un villorrio portuario de la isla, se celebraron procesiones de agradecimiento y hubo fiestas en las poblaciones.

– En verdad, nadie sabe cómo acaeció -siguió contándome Rodrigo-. La nao flamenca debió de esconderse tras la pequeña isla del Morro hasta el anochecer y entonces entró en la bahía aprovechando la oscuridad, de cuenta que, antes de que los vecinos pudieran coger sus arcabuces, mosquetes y ballestas, los piratas los estaban apaleando y matando. Con el pueblo sojuzgado, se aplicaron en estuprar a las mujeres y en robar cuanto hallaban, hasta los cálices de las iglesias. Poco antes del alba, prendieron fuego a la villa y a las naves que había en el puerto, entre ellas la Chacona, y, luego, levaron anclas y zarparon. -Rodrigo se pasó las encallecidas manos por los carrillos-. Mas, como las desgracias nunca vienen solas, debes conocer que madre, que no había tenido tiempo de consolarse del apresamiento del maestre, se encontró de súbito procurando salvar las vidas de las mancebas a las que los flamencos, tras hacer abuso de ellas, habían atado a las pesadas camas para que no pudieran huir del fuego. La casa entera, la tienda y la mancebía desaparecieron. Las llamas las consumieron aquella noche con todas las mujeres dentro.

La sangre abandonó mi cuerpo y el alma se me escapó como un pájaro que huye.

– ¿Qué… pasó con madre?

– Madre se salvó -dijo, y carraspeó-, mas por poco. No sé si seguirá viva. Cuando zarpé de Santa Marta para venir a buscarte, agonizaba en el palenque de Sando, el hijo del rey Benkos, que se hizo cargo de ella en cuanto llegó al pueblo atraído por los resplandores del incendio. La encontró malherida y abandonada en el suelo. De seguro que los vecinos que lograron huir la dieron por muerta, pues de otro modo se la hubieran llevado consigo. Quemada, lo que se dice quemada, no lo está mucho, tan sólo las piernas y los brazos, mas tiene el pecho abrasado por dentro y respira mal. Allí la dejé, al cuidado de Juanillo, el grumete, que por hallarse en el palenque aquellos días pudo conservar la vida. Yo me libré porque ha tres meses que me puse en relaciones con Melchora de los Reyes, una viuda de Río de la Hacha con quien pronto contraeré nupcias, y estaba disfrutando de su compañía. Conocí lo que te refiero dos días después de que aconteciera, cuando regresé a una Santa Marta quemada y desolada, y te juro, Martín, que me volví loco. Con estas mismas manos -y las tendió frente a mí, con las palmas hacia arriba- di sepultura a muchos vecinos que se descomponían al sol como animales abandonados. A nuestros compadres Mateo Quesada y Lucas Urbina, los enterré en el suelo sagrado de la iglesia; a Guacoa, a Jayuheibo y al joven Nicolasito, en la selva, y los tres juntos para que no estuvieran solos; a Negro Tomé, a Miguel y al pobre Antón los envolví en buenos lienzos de algodón antes de echarlos al fondo del carnero que abrí en la plaza. Trabajé como una muía, pues no había nadie para ayudarme en muchas leguas a la redonda.

Le oía y volvía a llorar, mas ahora sin sollozo alguno. Me sentía muerta por dentro.

– ¿Por qué no los enterraron los cimarrones del palenque? -pregunté rabiosa, secándome los ojos con una fina holanda. Rodrigo, al ver mi femenil gesto, volvió a contemplarme como si no me conociera.

– ¿Acaso ya lo has olvidado? Son africanos y conservan sus extrañas supersticiones. Sando ordenó a sus hombres que buscaran vivos y, luego, que abandonaran Santa Marta a viña de caballo por miedo a los espíritus.

A lo menos, me dije, madre había sobrevivido. Podría haber sido uno más de aquellos cuerpos abandonados al sol.

– Después de permanecer un tiempo en el palenque -continuó refiriéndome Rodrigo-, me dirigí a Santa Marta para esperar una nao que mareara hacia aquí. Muy pocas eran las que se acercaban lo bastante a la costa para divisarme y divisar lo acaecido, así que tardé algunos días en encontrar un maestre que aceptara traerme a trueco de trabajo. Fue muy duro esperar de aquella suerte, con la sola compañía de mi caballo en aquel pueblo sin almas, teniendo por amarga visión los restos quemados de la Chacona. De allá vine para cumplir la diligencia de traerte las tristes nuevas por deseo de madre y, también por su deseo, llevarte de regreso junto a ella. Como no puede hablar mucho, me rogó que viniera sin demora a Margarita y preguntara por la viuda Catalina Solís, una dueña que me daría razón de Martín. No dijo más y te juro, compadre, que tuve para mí que te habías amancebado con la tal Catalina. Jamás imaginé que fueras tú mismo.

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[2] Daniel de Moucheron, aventurero y corsario zelandés, activo en el Caribe durante doce años. Muerto en Punta Araya en noviembre de 1605.