– Te veo muy tranquilo, hermano -comentó mi compadre cuando nos detuvimos, por fin, frente a la rada-. A mí me costó tres días encontrar una nao mercante que navegara hacia aquí. ¿Qué harás con tu tesoro en este puerto hasta que aparezca un barco que lleve rumbo a Santa Marta y que, por más, quiera llevarnos de pasaje?
Solté las varas de la carretilla y la dejé descansar sobre la arena.
– ¿Puedes ver -pregunté alzando el brazo y señalando un pequeño navío de popa llana y calado corto que fondeaba en mitad de la ensenada- aquel patache de cuarenta toneles con el casco pintado de rojo?
Rodrigo cabeceó, asintiendo, al tiempo que fijaba la vista en la nao.
– Es el Santa Trinidad y pertenece a Catalina Solís -le anuncié-. Aquí tengo un breve mensaje de su puño y letra en el que ordena al maestre que se ponga a la absoluta disposición de su pariente Martín Nevares.
Rodrigo se quedó de una pieza.
– ¿Eres dueño de un patache de cuarenta toneles? -Parecía no poder aceptarlo.
– Esta pequeña nao -le aclaré- fue un capricho errado al que he dedicado más tiempo y dineros de los que merece. A principios de julio pasó por aquí la Armada de Tierra Firme con destino a Cartagena para recoger la plata del Pirú. El Santa Trinidad era uno de los avisos de la dicha Armada. Estaba en malas condiciones tras cruzar la mar Océana y, por más, la broma [6]le había comido buena parte del casco. Pensé que, si lo mandaba reparar, siempre podría hacerme a la mar y visitar a mi familia en Santa Marta cuando fuera mi gusto. No volverá a cruzar la mar Océana, mas, como aviso que fue, es rápido y sirve adecuadamente a mis propósitos.
No se pudo reunir a todos los marineros antes de la medianoche, así que zarpamos al amanecer y, por estar la mar algo picada y soplar prósperos vientos de popa, nos fue forzoso dejarnos ir costeando sin engolfar en ninguna ocasión, tomando mucha precaución de los grandes bancos de arena que tan abundantes son en el Caribe y tan peligrosos para las naos. Por fortuna, el viejo piloto indio de nuestro patache poco tenía que envidiar al tristemente desaparecido Jayuheibo en cuanto a las cosas de marear y no le eran menester cartas ni portulanos porque conocía muy bien las aguas.
Así pues, guindamos velas y arrumbamos hacia Santa Marta y, según andaba de alterada la mar, tardamos dos semanas en llegar a nuestro destino, tiempo durante el cual di cumplida cuenta a Rodrigo de mi historia, de la que se admiró mucho, y mostró grandísimo orgullo al conocer el valor y el ingenio con que mi padre me había preservado de las desgracias que me hubieran afligido de haber acabado en manos de mi tío y de mi descabezado marido.
– ¡Y que un hombre de tan grande corazón como el maestre esté preso y puesto de grilletes! -bramaba, revolviéndose en la cubierta como un toro en la plaza.
Mas yo sentía una grande confianza. Algo me decía que los caudales harían mucho por mi padre, que desde luego le salvarían la vida y que, en caso de no poder evitar un juicio, le procurarían los mejores licenciados para que su pena fuera insignificante. Con la mirada perdida en la mar, repasaba durante horas los asuntos que habría que poner en ejecución en cuanto atracáramos en Cartagena, uno de los cuales, y no el menos importante, sería comprar una casa en la que madre, cuando saliera del hospital, pudiera convalecer cómodamente de sus dolencias hasta que los asuntos de mi padre quedaran resueltos, pues ni ella ni yo consentiríamos en dejarle solo en manos de la mudable y oportunista justicia del rey. Por más, acaso consiguiera que don Jerónimo de Zuazo, en virtud de su amistad con mi padre, le diera cárcel decente, permitiéndole quedarse en esa casa que iba a comprar bajo la guardia y custodia de algunos soldados.
El día que se contaban veinte y uno del mes de octubre, pasadas ya tres horas de la mañana, las inmensas cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta aparecieron por el lado de babor del Santa Trinidad, que viró para entrar en la bahía dejando a un lado la islilla del Morro. Desde la nao el aspecto del pueblo era como un mal sueño: donde antes había casas ahora se extendía un manto de cenizas negras sobre el cual alguien había construido un par de frágiles bajareques y unos pocos bohíos. La residencia del gobernador seguía en pie aunque sin techos y con las blancas paredes manchadas de hollín. La ermita se había salvado, mas la iglesia era sólo un puñado de horcones quemados y el fuerte San Juan de las Matas, levantado cuatro años atrás, traía a la memoria un galeón cañoneado y hundido en aguas someras.
– Aquello es lo que resta de la Chacona -me dijo Rodrigo, señalando un trozo de tizón de la quilla y unas cuadernas calcinadas que sobresalían del agua. Veía tanto color negro por todas partes que el verde profundo de la selva, el blanco de las arenas y el turquesa brillante del mar dejaron de existir. Sufrí de ensueños terribles en los que veía a las gentes corriendo y gritando en mitad de la noche, las casas ardiendo con llamas que subían hasta los cielos y la sangre de mi familia y la de los vecinos haciendo charcos y grumos en la arena.
Ordené al maestre del Santa Trinidad que atracara y nos esperara mientras íbamos al palenque y volvíamos, y que acondicionara también su propia cámara para recibir a un herido grave. Luego, abandonamos el patache a bordo de un batel y bajamos a tierra. Uno de los pocos vecinos que había regresado y andaba por allí, Tomás Mallol, me reconoció al punto y empezó a dar voces:
– ¡Amigos! ¡Eh, amigos! -gritaba agitando en el aire su chambergo-. ¡Es Martín, Martín Nevares! ¡El hijo de Esteban ha vuelto!
Las cinco o seis personas que intentaban reconstruir a duras penas sus casas y sus vidas salieron como de la nada y se congregaron en torno a mí para estrujarme, llorar en mis brazos, darme los pésames y suplicar mi ayuda, pues si éste había perdido a sus hijos, el otro se había quedado sin esposa y sin ganado, y el otro sin sus padres y sin su taller. Se alegraron mucho al conocer que madre vivía. Todos habían regresado recientemente a Santa Marta, tras permanecer escondidos en la selva, con los indios, recuperándose de su miedo y de sus heridas.
De súbito, junto a uno de los nuevos bajareques, asido a un garrancho por las riendas, vi a Alfana, el corcel zaino de mi padre, olisqueando la porquería del suelo con los ollares.
– ¡Alfana!-le llamé. Enderezó la cerviz y sus orejas se volvieron hacia mí. Al reconocerme, soltó un breve relincho y tascó el bocado, tirando de las bridas con toda su fuerza.
– Se escapó durante el asalto -me explicó el vecino Juan de Oñate-. Regresó ayer como si supiera que ibas a venir hoy. Tiene heridas en la cresta y en la grupa, pero ya se le están curando.
Pasé un brazo sobre las crines de Alfana y le acaricié la frente.
– ¿Dónde están los otros animales de la casa? -pregunté. Madre era muy aficionada a recoger todo tipo de bestezuelas para agregarlas a la familia.
– ¡A saber! -se lamentó Rodrigo.
– ¿Deseas acompañarme a buscar a madre al palenque de Sando? -le dije al corcel sujetando frente a mi boca una de sus puntiagudas orejas. Alfana piafó con fuerza y rapidez, como un potro joven.