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Arribamos, al fin, a la antecámara de Diego, donde una vieja esclava negra, grande como un mascarón de proa y con el rostro cruzado por un ramalazo de vara que la desfiguraba grotescamente, se empleaba doblando algunas camisas y guardándolas en un hermoso baúl. Al vernos entrar, se detuvo.

– Doloricas -la llamó la condesa-, ¿has dejado solo a don Diego?

– Alguien tiene que lavar la ropa -repuso tranquilamente la negra, dándose la vuelta y alejándose por el corredor con un cesto lleno apoyado en la cintura.

– Yo y mi esclava -me confió la condesa en voz baja, dando por cumplida la muerte de su esposo-, retornaremos a Santa Fe, en el Nuevo Reino de Granada, con la próxima flota de Tierra Firme. Mi madre vive allí y esta metrópoli no nos gusta.

Asentí con la cabeza, comprensiva, y yo misma abrí la puerta del aposento de Diego para dejar pasar a la ignorante, desventurada y necia doña Josefa. El olor que me golpeó derechamente en la nariz cuando franqueé la entrada fue repulsivo. En aquella alcoba no había limpiado nadie desde hacía mucho tiempo y tuve por cierto que el estado del menor de los Curvos debía de ser, como poco, indigno del más sucio leproso del peor de los lazaretos. A Rodrigo le hubiera gustado saberlo, me dije, pues aquel hideputa no merecía otro final.

Al punto me apercibí que doña Josefa no tenía intención alguna de acercarse al lecho ya que le señaló el enfermo a Damiana y se quedó clavada junto a la puerta. Sentí bascas en el estómago y alguna que otra arcada cuando la cimarrona destapó a Diego Curvo para examinarle el cuerpo: nadie le había lavado en las últimas dos semanas y tenía las sábanas pegadas a la piel por los humores secos de las llagas malignas reventadas. Podían contársele uno por uno todos los huesos y tolondrones, de los que estaba lleno, porque ni su esposa, ni sus hermanos, ni los sirvientes se habían molestado en ponerle una humilde camisa. Al aproximarme, reparé en que estaba podrido de verrugas y costras y comido por la sarna. Respiraba afanosamente y una muchedumbre de piojos se nutría de su sangre ponzoñosa.

– ¿Está despierto? -pregunté, asqueada, llevándome un pañuelo a la nariz.

– Lo estará -afirmó Damiana, comenzando con sus preparaciones en el brasero.

Era llegada la hora de echar de allí a doña Josefa y me congratulé de que no fuera a resultar tan arduo como me había temido pues se la veía, en verdad, deseosa de marcharse. Volví sobre mis pasos para colocarme junto a ella.

– Queridísima señora -le dije con grande pesar y dolor-, sois demasiado joven y dulce para permanecer aquí sin que vuestro corazón sufra y se conmueva. Deberíais salir de esta alcoba.

Ella sonrió y asintió.

– Tenéis razón, doña Catalina. Vayamos a mi sala de recibir, donde estaremos más cómodas entretanto vuestra criada alivia a mi señor esposo. Hablaremos del Nuevo Mundo, de su sol, de su calor…

– Necesitaré ayuda -terció Damiana por retenerme.

– Doloricas te asistirá en todo cuanto precises -repuso la condesa colgándose de mi brazo y tirando de mí hacia la antecámara. Debía impedir que me alejara del maldito Diego, así que me solté de ella con delicadeza y detuve mis pasos.

– Adelántese vuestra merced, condesa. A vuestro desdichado esposo no le vendrán mal unas cuantas oraciones. Por más, no puedo quedarme mucho tiempo, pues tengo otros compromisos antes de la comida.

La joven puso cara de pena. Que se sentía muy sola no podía dudarse, mas no sería yo la mosca que cazaría en su telaraña para aliviar su soledad por muy condesa que fuera y aún menos aquel día.

– ¡Qué lástima! -exclamó contrariada.

– Esperadme en el estrado, condesa-insistí con afecto-. Ayudaré a Damiana y rezaré por el conde. Luego, me reuniré con vos y charlaremos un poco sobre Tierra Firme.

Sus ojos se iluminaron.

– ¿Conocéis Tierra Firme? -se sorprendió-. Tenía para mí que habíais vivido en Nueva España con vuestro señor esposo.

– Y así es, mas visité una vez Cartagena de Indias y me pareció un lugar encantador.

La condesa sonrió con alegría.

– ¡Cartagena! ¡Qué hermoso puerto!

Como vi que tenía intención de retenerme allí mismo con la plática, porfié para que se marchara.

– Esperadme en la sala, condesa. Damiana ya está dando a vuestro esposo su nueva medicina y esta alcoba, en la que reinan la enfermedad y la muerte, no es lugar para vos.

– Os aguardaré en el estrado -admitió complaciente.

Solté un suspiro de alivio cuando hubo desaparecido y cerré la puerta.

– ¿Cómo va? -pregunté a Damiana, que, con muchos escrúpulos y desde una cautelosa distancia, daba la poción de amala a Diego Curvo con una cuchara.

– Ya empieza a encontrarse mejor. Pronto dejará de sufrir los dolores y la debilidad de la fiebre y recobrará el juicio.

Eché una mirada en derredor, buscando un asiento que pudiera acercar hasta el lecho del enfermo y sólo entonces, acostumbrada ya al nauseabundo olor y a la suciedad, me apercibí de los abundantes muebles, los hermosos cofres y los ricos tapices de figuras grandes que adornaban la estancia. También allí la plata, aunque negruzca por falta de limpieza, destacaba en forma de Crucifijos, estatuas de santos, candelabros y salvillas con copas y vasos. Junto al brasero había una silla de brazos que arrastré hasta la cama. Diego Curvo revivía a pasos de gigante; había abierto los ojos y, mirando intensamente a la curandera, tragaba con ansia la pócima que ésta le ofrecía.

– Serénese, señor conde -le decía ella-. Trague con calma que nadie le va a quitar su medicina.

– Damiana… -murmuró él débilmente al terminar-. Quiero agua.

Damiana me miró y, sin volverse hacia Diego ni darle el agua que pedía, tornó al brasero para recoger sus cosas. Yo coloqué la silla tan cerca del lecho como el asco me permitió.

– ¿Cómo se encuentra, don Diego? -pregunté cortésmente. Los ojos del infame me buscaron y dieron conmigo. Le costó un tanto recordar quién era.

– ¿Doña Catalina? -murmuró asombrado.

– La misma, señor conde -afirmé con una sonrisa.

– ¿Qué hacéis vos…?

– ¡Oh, no, señor conde, no gastéis vuestras últimas fuerzas en palabras inútiles! Os estáis muriendo, ¿acaso no lo conocéis?

Diego Curvo cerró los ojos.

– El infame mal de bubas os va a matar en uno o dos días. Eso es lo que acontece cuando se tienen tratos deshonestos con mujeres inficionadas.

– ¿A qué habéis venido? -consiguió preguntar, extrañado de mi comportamiento.

– He venido a deciros que yo os he matado, que yo le dije a aquella mujercilla llamada Mencia, enferma del mal de bubas, que tuviera tratos con vos y que, por más, voy a quitaros las horas que os restan de vida pues hoy es un día grande y hemos de celebrarlo con vuestra muerte.

Al Curvo los ojos se le salían de sus cuencas y era tal el terror que expresaban que casi me di por satisfecha.

– ¡Josefa! -gritó sin resuello-. ¡Doloricas!

– Podéis llamar, señor conde -le dije-, mas nadie vendrá. No pueden oíros.

– ¿Qué locura es ésta? -jadeó.

– ¿Locura, señor conde? -sonreí al tiempo que me ponía en pie y comenzaba a soltar los corchetes de mi saya-. ¿Recordáis a un honrado comerciante de trato de Tierra Firme llamado Esteban Nevares?

Diego Curvo, cobarde como era y enfermo como se hallaba, luchó por alejarse de mí moviéndose hacia el lado contrario de la cama, mas las fuerzas no le respondieron.

– Esteban Nevares, don Diego. Un anciano moribundo al que visitabais en la sentina de la nao capitana de la flota cuando veníais hacia la península. ¿Lo recordáis ya?

El, incapaz de hablar, seguía intentando alejarse agarrándose a las sábanas.

– ¡Favor! -gritó de nuevo, aunque sospecho que no se apercibía de la flojedad de su propia voz, tan baja que ni aun estando alguien al otro lado de la puerta hubiera conseguido oírle-. ¡A mí! ¡Josefa!