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Entonces él resbaló en el vino y faltó un pelo para que le atravesara con mi espada, de cuenta que comprendió que perdía fuelle y conoció que yo lo conocía. Se lo noté en el sudor que le bañó el rostro y en su mirada iracunda y fiera. Aquél era el final. Lo vi venir… aunque no del todo. Jadeando, se echó hacia atrás torvamente y, en un arrebato, me asestó cuatro o cinco violentos puntazos que resolví de milagro. El sexto no lo pude parar. Sentí un dolor vivo y ardiente en el ojo izquierdo, tan intenso que lancé un desgarrador grito de agonía que hizo soltar una carcajada de júbilo al maldito Fernando. El pensamiento de que un instante después yo estaría muerta y él vivo me hizo desear no morir únicamente sino morir matando y, así, estiré el brazo con tanta furia que, aun sin ver, le atravesé el pecho de parte a parte. Lo adiviné. Adiviné que le había matado antes incluso de oír su estertor y el ruido que hizo su cuerpo al dar contra el suelo. Yo también había caído, aunque sólo de rodillas.

Con las manos me tapaba el ojo herido para contener el río de sangre. Al punto, noté las manos de fray Alfonso, alzándome en el aire.

– ¡Vamos, vamos, doña Catalina! -me apremió-. Levantaos y salgamos de aquí. ¡Damiana debe curaros esa herida! ¡Parece grave!

– ¿Está muerto? -pregunté con un hilo de voz.

– ¡Muerto y bien muerto que está!

– Pues, entonces, recoged mis ropas y recuperad mi espada. Luego, nos iremos.

Le oí trasegar y consideré que iba a perder el sentido, mas, antes de perderlo del todo, con la boca llena de mi propia sangre, murmuré:

– Ésta es la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos, padre. Ya van cuatro.

Luego, todo se tornó negro.

Me sacaron de Sevilla escondida dentro del carro y, durante el viaje, Damiana terminó de vaciar la cuenca del ojo para que no se me inficionara y, luego de limpiarla bien, la rellenó con unas hierbas de su bolsa y la tapó con un fino paño negro que me anudó detrás de la cabeza. Como me había hecho beber una de sus pócimas, no sentía ningún dolor y sí una muy grande alegría por la venganza felizmente cumplida: los cuatro hermanos Curvo de Sevilla habían muerto y, sin ellos, los negocios familiares estaban acabados pues, de todos sus descendientes, sólo el loco Lope se hallaba en edad de convertirse en mercader y no parecía ser tal su deseo.

– Curaréis pronto -me vaticinó Damiana el mismo día en que arribamos a Cacilhas.

– Lo sé -asentí, tocando con la mano la tela que cubría el nuevo hueco de mi rostro-, mas me acobarda mirarme en el azogue.

– No os preocupéis -me consoló ella-. Estáis igual, aunque con un solo ojo.

Aún vestía las ropas manchadas de sangre y ardía en deseos de llegar a mi cámara en la Sospechosa para lavarme y tenderme en la cama.

Todo se ejecutó con premura. Juanillo y el señor Juan, desde el bordo de estribor, nos saludaron con los brazos en cuanto nos vieron llegar. El piloto, Luis de Heredia, había cuidado bien de la nave y, conforme a mis órdenes, todo estaba listo para zarpar.

– No tienes buen aspecto, muchacho -me dijo el señor Juan en cuanto pisé la cubierta.

– He perdido el ojo en el duelo con Fernando -le expliqué, afligida.

Él guardó silencio un instante y, luego, mirándome de arriba abajo, sonrió.

– ¿Le mataste?

– Sí. Maté a los cuatro.

– Pues, ¿qué se te da de perder un ojo si has ganado la paz para tu padre? ¡Levanta esos ánimos! Ahora eres una hidalga tuerta y hallarás a un hombre que te amará así.

Sentí un enojoso aguijonazo en el hueco del ojo perdido y del otro, del sano, me cayó una lágrima.

– Vamos, vamos… -intentó consolarme-. No es momento de llantos ni de dolores. Está soplando un buen viento de tierra y debemos aprovecharlo para zarpar.

– Encárguese vuestra merced -repuse, triste-. Yo voy a lavarme. Saldré para la cena.

En cuanto entré en mi cámara, lo primero que hice fue quitarme el paño negro y buscar un espejo y, al verme reflejada, no pude sino espantarme y echarme a llorar. Nunca volvería a tener un rostro proporcionado, libre de aquella abominación. Nunca volvería a ver con dos ojos, de cuenta que más me valía acostumbrarme a la fatigosa visión de costado de la que disfrutaba ahora pues aquella desgracia era un accidente irreparable que duraría lo que durara mi vida. Estaba condenada a llevar un pañuelo o un parche para ahorrar a los demás el asco y el horror que mi nuevo aspecto producía. Por más, llorar obraba el extraño efecto de causarme grandes y agudas punzadas en el ojo ausente a pesar de haber tomado la poción de Damiana, así que me serené, me sequé la mejilla derecha y, dejando el espejo sobre la mesa, juré que no tornaría a lamentarme por la pérdida ni a derramar una sola lágrima para no resentirme en un trozo de mí que ya no tenía. Ahora yo era deforme y así debía aprobarme y debían aprobarme quienes me quisieran. Nunca lograría atraer a Alonso, ni conseguiría que se fijara en mí. ¿Quién podría amarme viendo aquel huevo huero lleno de hierbas y costurones? Quise llorar de nuevo mas el juramento hecho me lo impidió.

Aquella noche, a la hora de la cena, sentados todos a la redonda del palo mayor, bien abrigados para no morir de frío, el señor Juan, Rodrigo y Juanillo mostraban su contento por regresar a casa, a Tierra Firme, al dulce calor del Caribe, y se felicitaban por el acertadísimo final de aquella historia. Al oírlos desvariar, me eché a reír a carcajadas.

– ¿Final? -dije con la boca llena de carne-. ¿Qué final?

Alonso, Rodrigo, Damiana, Juanillo, fray Alfonso y el señor Juan quedaron de una pieza.

– Pues, ¿queda algo por poner en ejecución que no sea matar a Arias? -preguntó Rodrigo de mal talante.

– Sólo atacar una flota del rey.

Fue tan grande el silencio en el que quedamos que se oyó toser a los marineros bajo la cubierta.

– ¿Atacar una flota? -repuso, al fin, el señor Juan con una risilla floja.

– Atacar la próxima flota de Tierra Firme en cuanto emprenda el tornaviaje.

Epílogo

Arribamos a Cartagena de Indias a finales de febrero de mil y seiscientos y ocho, un año y cuatro meses después de nuestra partida. Por culpa de la orden de apresamiento que seguía pendiente contra mí no pude bajar a tierra como hubiera sido mi gusto para correr en busca de madre y conocer cómo se hallaba. La travesía fue buena; seguimos la derrota desde Canarias hasta Tobago, aprovechando los propicios vientos que empujan sin esfuerzo las naos hacia el Nuevo Mundo. ¡Qué grande alegría desprendernos para siempre de mantos, gabanes y demás ropas de abrigo! En el Caribe no eran menester y el calor se acrecentaba conforme nos allegábamos. Al poco, había borrado Sevilla y España de la memoria. En cuanto mareamos por aguas de Margarita supe que, en verdad, nos hallábamos en casa. Pasamos, sin detenernos, cerca de La Borburata, Curacao, Cabo de la Vela, Santa Marta… y, al fin, atracamos en el fondeadero de Cartagena el día que se contaban diez y ocho de febrero. ¡Qué grande animación y alegría reinaba en el puerto! ¡Y cuánto había añorado yo aquel regocijo y aquellas hermosas aguas turquesas!

No bien madre hubo subido a bordo, cesaron de todo punto mis penas, cuitas y desazones. Ahora podía dejarlas en sus manos y liberarme de tan pesada carga. Ella se regocijó tanto de volver a verme, incluso sin el ojo, que se echó a llorar conmovida, y yo, al abrazarla después de tan largo tiempo, hubiera deseado hacer lo mismo, mas cumplí mi juramento de no derramar una sola lágrima. Madre quiso conocer punto por punto la muerte de mi señor padre y, así, en la misma cubierta de la Sospechosa, en tanto los hombres iban y venían de un lado a otro terminando las faenas de la nao, principié con el extenso relato de aquellos diez y seis meses pasados en la metrópoli. Fue muy triste recobrar de la memoria los amargos momentos sufridos en la Cárcel Real de Sevilla así como verme obligada a decirle que no conocía el lugar al que habían ido a parar los restos de su amado Esteban. Ella no me lo reprochó. Desde el primer momento comprendió la peligrosa situación en la que nos habíamos encontrado Rodrigo, Damiana, Alonso, Juanillo y yo, y no me pidió razones cuando le relaté cómo habíamos huido de la plaza de San Francisco perseguidos por la justicia buscando la casa de Clara Peralta. En este punto, al oír el nombre de su hermana, soltó un grito de alegría y otro más cuando le entregué la misiva que doña Clara me había dado para ella.