– ¡Helena de Troya! -¡qué propio de Antonio terminar sus días casado con una bella modelo! Y saberlo hizo que Helena les gustara todavía más.
Emilio le dio una vuelta por allí para enseñárselo todo y, cuando terminaron, estaba más convencida que al principio. Adoraba ese lugar y a esa gente, e iba a defenderlos de Salvatore con su último aliento…, mejor dicho, con su último euro.
Algo que se hizo más evidente cuando vio los libros de cuentas. Antonio la había avisado de que la fábrica tenía un préstamo que habían pedido cinco años antes y que había sido renegociado en dos ocasiones.
– El problema es -dijo Emilio cuando estaban solos- que pagamos unos sueldos demasiado altos porque Antonio tenía un corazón muy generoso. La gente llega a la edad de jubilación y no quiere marcharse porque somos como una familia. Y él siempre deja que se queden.
– Entonces se quedarán -dijo Helena firmemente-. Tendremos que encontrar otro modo de aumentar nuestros beneficios.
Emilio sonrió y fue a comunicarle a «la familia» que todo iría bien.
Y entonces cayó la bomba.
La carta del banco era educada, pero rotunda. En vista del «cambio de circunstancias», el préstamo debía ser pagado de inmediato.
– Me temo que eso pueden hacerlo -suspiró Emilio-
La letra pequeña dice algo sobre que un cambio de circunstancias les da el derecho a invalidar el acuerdo.
– Eso ya lo veremos -dijo Helena furiosa.
Como siempre, había elegido su ropa con cuidado para resultar lo menos sexy posible. Fue difícil, pero hizo todo lo que pudo con un abrigo y un vestido negros. El peluquero del hotel casi lloró cuando le pidió que le recogiera el pelo con el estilo más sobrio y sencillo que pudiera, pero obedeció a regañadientes.
Ahora parezco una institutriz de la época victoriana -dijo satisfecha-. Excelente.
Diez minutos antes de la hora prevista, llegó a su cita con el director del banco.
·¿Entiendo, signora, que su difunto marido no la informó de la situación financiera?
·Sabía lo del préstamo, pero Antonio dijo que todas las cuotas se habían ido pagando a su debido tiempo… Y era cierto.
·¿Cuánto tiempo tengo?
·Necesitaría saber algo en un par de semanas;:o bien que ha reunido el dinero o que ha negociado la venta de la fábrica.
Helena estaba empezando a sospechar.
– Gracias -dijo levantándose para marcharse-. Estaremos en contacto.
Volvió al hotel paseando, inmersa en sus pensamientos. Si no podía reunir el dinero, podía venderle la fábrica a Salvatore.
«¿Me estoy volviendo loca?», se preguntó. «¿Por qué iba a tener él algo que ver con esto? ¿Puede decirle a un banco lo que hacer? Seguro que no».
Pero tampoco era una idea tan descabellada.
·¿Qué harás? -le preguntó Emilio cuando ella le contó la entrevista con el director.
– No lo sé. Podría ceder y venderle la fábrica a Salvatore. Tal vez eso es lo que todos prefiráis.
– Pero ya eres una de nosotros. Creíamos que ibas a quedarte.
«Una de nosotros». Eran una familia y la habían invitado a entrar en ella. No podía decepcionarlos… y no podía perder la oportunidad de enfurecer a Salvatore.
Hizo unas llamadas al director de su banco de Londres y le enviaron unos informes detallados con el estado de sus cuentas. Estaba reflexionando sobre ello en el vestíbulo del hotel una mañana cuando una voz le preguntó:
·No te importa que me siente, ¿verdad?
Al alzar la vista, Helena vio a una mujer de unos cuarenta años, elegantemente vestida y con una atractiva mirada. Se presentó como la condesa Pallone.
·Pero puedes llamarme Clara. Estaba deseando conocer a la mujer de la que toda Venecia habla.
·¿De verdad? Pero si sólo llevo aquí cinco minutos.
· -Pero todo el mundo sabe quién eres.
·La viuda de Antonio.
– Y la mujer que está enfrentándose a Salvatore. Créeme, no hay muchos que puedan hacerlo. Él es un hombre poderoso y le gusta que todo el mundo lo sepa. Todos estamos ansiosos por ver lo que pasa.
– Pues me alegra estar dándoos entretenimiento -dijo Helena riéndose.
Pidieron café y se sentaron a charlar. Clara tenía un carácter alegre y una mente astuta y a Helena eso le gustó.
·He de admitir que tenía un motivo oculto para hablar contigo.
·¡Claro! ¿Qué puedo hacer por ti?
– Dirijo una organización benéfica que apoya la labor de un hospital infantil y mañana por la noche vamos a celebrar en este hotel un evento para reunir fondos. Sería maravilloso que pudiera asistir y tal vez donar una pieza de cristal de Larezzo.
Me encantaría. Ahora mismo iba a ir a la fábrica. Buscaré la pieza más bonita que haya.
Una hora después se subió a un barco en dirección a Murano y eligió un gran caballo hecho de cristal.
·Es la pieza más cara que hacemos -le dijo Emilio-. No queremos que Perroni la supere.
·-¿Entonces Perroni también hace una donación? -Todos los años. El sigrtor Veretti siempre ofrece la mejor pieza que tiene. Dona mucho dinero a la caridad.
– Seguro que estará allí y Clara debía de saberlo cuando me ha invitado. Bueno, parece que habrá más de un campo de batalla.
– ¿Cómo dices? -preguntó Emilio.
– Nada. Por favor, haz que lo envuelvan y me lo llevaré cuando regrese al hotel.
Al día siguiente le entregó el caballo a Clara pidiéndole que lo catalogaran como regalo de Antonio.
Había dicho que se lo tomaría como una batalla y, así, estudió su armario como un general eligiendo el uniforma apropiado. Se decidió por el blanco: seda pura, cuello alto, mangas largas y bajo hasta el suelo. En resumen, lo contrario de lo que se habría esperado Salvatore. Unos diminutos diamantes en sus orejas completaban su atuendo.
La recepción tuvo lugar en el enorme vestíbulo del Hotel Illyria. Clara envió a su hijo a acompañar a Helena; era un veinteañero extremadamente guapo y juntos hicieron una espléndida entrada. La condesa la presentó ante todo el mundo y Helena sonrió mientras discretamente buscaba a Salvatore con la mirada.
Y entonces lo vio, elegante y con pajarita negra. Con ese cuerpo alto, atlético y natural al mismo tiempo y su hermoso rostro resultaba el hombre más impresionante de la sala. Estaba claro que se sentía como un león entre chacales.
Y precisamente el león alado era el símbolo de Venecia y sus imágenes estaban por todas partes de la ciudad anunciando que ese lugar estaba bajo su protección, bajo sus órdenes.
Salvatore la vio y fue hacia ella.
– Me alegra que estés aquí. Clara me ha enseñado tu obsequio y quería darte las gracias por haberlo hecho en nombre de Antonio.
– No podía hacerlo de otro modo. Después de todo, era mi marido, aunque tú no lo veas así…
– Por favor, ¿no podemos dejar eso de lado por esta noche? Déjame decirte que estás preciosa.
La última vez que se habían visto, él la había excitado para después rechazarla con tanta firmeza que había sido casi un insulto para ella y ahora estaba comportándose como si nada de eso hubiera pasado.
– Sabes que nos están observando, ¿verdad? -continuó susurrándole al oído-. Toda Venecia lo sabe.
·¿Y qué sabe exactamente? O mejor aún, ¿qué creen que saben?
Salvatore sonrió.
– Muy aguda. Apuesto a que podrías hacerles creer lo que quisieras. Es un arte que tendrías que enseñarme.
– Oh, me parece que tú ya te sabes algunos trucos y yo siempre estoy dispuesta a aprender.
·No estás siendo justa. Si dijera que creo que te conoces todos los trucos, te lo tomarías como un insulto.
– Claro que sí. Y lo curioso es que, si yo te lo dijera a ti, te lo tomarías como un cumplido por mucho que yo intentara que sonara como un insulto.
·Y lo intentarías con ganas.
·Sin duda.
Se rieron y todas las cabezas se volvieron hacia ellos.
– Clara me ha dicho que siempre donas una de tus mejores piezas. Estoy deseando verla.