Después miró directamente a Helena con una expresión que decía: «¡Te he engañado!».
Ella lo perdonó al instante. Se sintió tan aliviada que le habría perdonado cualquier cosa.
– Vamos a alguna parte donde no haga tanto calor -le dijo Salvatore llevándola de la mano.
Salieron a la terraza y le indicó que se sentara.
·Deberías estar avergonzada por lo que has pensado de mí -le reprobó él.
Deberías estar avergonzado por haberme hecho pensar eso. Pero lo que has hecho ha sido estafarlos, en cierto modo.
·Claro que los he estafado. Algunos habían venido sólo a que los fotografiaran al lado de una condesa y a dar la imagen de personas caritativas cuando en realidad habían donado lo menos posible para el hospital. Por eso los he engañado, para que dieran más de lo que querían. ¿He hecho mal?
– Claro que no. Ha sido maravilloso.
– Aunque debo admitir que yo he salido ganando algo -dijo riéndose.
·¿Qué has ganado?
·Ver tu cara, sobre todo después de darte cuenta de que no soy un monstruo.
Juntos se rieron y después quedaron en silencio hasta que él añadió:
– Me pregunto si puedes imaginarte cuánto me alegro de haberte visto esta noche. Quería tanto volver a hablar contigo.
·Sí, yo también he estado pensando que estaría bien hablar un poco más -respondió ella sonriendo.
·Dime qué tal te va todo en la fábrica. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
·Perdóname, estoy algo confusa. ¿Es éste el mismo hombre que me amenazó con dejarme en bancarrota para poder comprarme al precio que él quisiera?
·Me gustaría que lo olvidaras. Dije muchas cosas que no pensaba. Tenías razón, no estoy acostumbrado a que me desafíen y no reaccioné muy bien. Lo cierto es que te admiro por tener tantas agallas. Y además, me lo merezco porque a veces hablo demasiado.
·Es agradable oír que lo reconoces.
– ¿Te está gustando Venecia?
– Me encanta, al menos lo poco que he visto. Todo d mundo es muy simpático conmigo y la fábrica me parece fascinante. Estoy aprendiendo deprisa e incluso estoy desarrollando mis propias ideas, aunque claro, soy una principiante. Te reirías mucho.
– No, no me reiría. Somos colegas de profesión. Mira, hemos tenido nuestras diferencias, pero lo hecho, hecho está. Lo que importa es el futuro y, si hay algo que pueda hacer por ti, por favor, dímelo. Quiero ver triunfar la fábrica de Antonio, incluso aunque no sea mía.
Y en ese momento Helena creyó que le estaba ofreciendo su amistad verdaderamente.
– Bueno, hay algo que podrías explicarme -le dijo-. ¿Qué pasa cuando el cristal…?
Salvatore asintió y durante la siguiente hora hablaron de las técnicas de fabricación del cristal.
– Buenas noches, Helena -le dijo él cuando llegó el momento de la despedida-. Y recuerda, siempre que me necesites, aquí estaré.
– Gracias, Salvatore. No puedes imaginar cuánto significa eso para mí.
El le besó la mano y se marchó.
Helena fue lentamente hacia su dormitorio y comenzó a pensar en las impresiones que la habían asaltado durante la noche. Se había preguntado si Salvatore estaría detrás del reclamo del banco, si intentaba presionarla, y después de esa noche, no tenía la más mínima duda de que la respuesta era «sí».
Cuando le anunciaron la llegada de Helena Salvatore alzó la cabeza encantado.
– Helena, pasa. Esperaba que llamaras.
No habían tenido contacto en dos días. Ahora ella se había presentado en su despacho del palazzo Veretti, deslumbrante y preciosa, y él se levantó para saludarla.
La sonrisa de Salvatore no la engañó,,y tampoco el modo en que la acompañó a un sillón y se mostró tan solicito. Estaba esperando su capitulación.
– Pues aquí estoy, te traigo noticias. Últimamente he estado preocupada. El banco llamó porque quería que se pagara el crédito en dos semanas, pero ¿qué se puede hacer en dos semanas?
– No mucho, imagino.
– Parecía que venderte la- fábrica era mi única opción, así que he estado en el banco y he pensando que la venir a verte inmediatamente.
·Te lo agradezco. ¿Te lo ha hecho pasar mal el director del banco?
·No, ha sido agradable, pero me ha dado muchos papeles para firmar y no entendía ni la mitad de ellos. Aunque ya no importa, ya está hecho y ¡estoy libre, libre!
– Bueno, lo estarás cuando hayamos finalizado la venta. No te preocupes, te daré un buen precio. No quiero que te preocupes por el dinero.
Oh, Salvatore, qué amable eres al preocuparte por mí, pero no es necesario. He pagado el préstamo, hasta el último céntimo. ¿No te parece maravilloso? -se atrevió a añadir.
·¿Es éste el chiste del día? -preguntó él ladeando la cabeza.
– Yo nunca bromeo con el dinero, al igual que tú, supongo. Toma, esto te convencerá.
Sacó los papeles firmados que demostraban que Larezzo había quedado oficialmente libre de la deuda.
Lo primero que pensó Salvatore fue que eran documentos falsificados, pero entonces vio la firma de Valeño Donati, el director del banco, una firma que conocía muy bien. Todo estaba en orden. Se había saldado la deuda.
Se quedó pálido y discretamente intentó hacer acopio de todas sus reservas de control. Ella estaba sonriendo con inocencia, pero a él no le engañaba. Había ido allí a alardear de su triunfo y a hacerle creer que él había ganado en un principio. Estaba furioso, pero se contuvo.
– Muy lista. Te he subestimado.
– ¡Así que lo admites!
– Pero es algo temporal. Acabarás vendiendo.
– ¿Ah, sí?
– ¿Estás diciéndome que Antonio te dejó suficiente dinero como para cubrir esto?
– No, es más, en los últimos meses sus fondos disminuyeron.
·Entonces debes de haberte metido en un enorme préstamo.
·¿En serio? Tal vez no deberías sacar conclusiones tan rápidamente.
·Creo que no me equivoco.
·Salvatore, tienes un problema y es que no puedes creer lo que no te conviene. Debilita tu posición porque eso significa que tu enemigo va por delante de ti.
·¿Y el enemigo eres tú?
·Si quieres verlo así, sí.
Helena se rió y por un momento a él lo invadió una sensación de placer tan intensa que casi borró todo lo que tenía en la mente. Pero se resistió, no era momento para las emociones.
– Muy bien. Enemigos. Pero me has contrariado y eso no lo permito.
·Oh, vamos, no te lo tomes así. Esta vez he ganado yo y la próxima lo harás tú, pero entonces volveré a ganar yo…
·Y yo ganaré la última vez.
– Tal vez. ¿Nos damos la mano?
A regañadientes, él le estrechó la mano.
·¿Así que estás empeñado en echarme de Venecia? La fuerza con la que le apretó la mano le dijo a Helena que no quería echarla de allí.
– Tal vez… o puede que te deje quedarte… si me conviene.
·Siempre tiene que ser todo como tú digas, ¿verdad? Él le levantó la mano y la rozó con sus labios.
·Siempre, pero éste -dijo recorriendo su despacho con la mirada- no es nuestro verdadero campo de batalla. Es el otro el que cuenta y allí… ¿quién sabe quién saldrá victorioso?
Helena se rió.
Qué pena. ¿Crees que en ése también vas a ganar?
Tal vez eso dependa de lo que tú llames victoria. Puede que los dos disfrutemos descubriéndolo.
– Es verdad. Te dejo. Necesitarás tiempo para pensar en tu próximo ataque, pero recuerda lo que te he dicho. Ten cuidado con el enemigo… No, enemigo no, oponente…
– Eso es mejor.
El seguía agarrándole la mano, sonriendo de un modo que la inquietó, con una calidez que le hizo devolverle la sonrisa. «Como una idiota», se reprobó a sí misma.
– Tendrías que estar muy enfadado conmigo, ¿es que no te acuerdas?