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Ella se echó hacia atrás para poder observarlo sin él lo supiera y desde esa distancia pudo ver que tenía unas piernas largas como las de un atleta y que se vía con una gracia y una elegancia que no llegaban cuitar sus aires de poder.

Al pensar en ese poder la recorrió un temblor de exición advirtiéndola de que se estaba metiendo en terreno peligroso. Pero lo deseaba, tenía que admitirlo. deseaba ese cuerpo y lo que fuera que podía ofrecerle al suyo. Quería sentir sus manos sobre ella, acariciándola en esos lugares que había devuelto a la vida sólo su presencia.

Su cabeza estaba en guardia, pero su cuerpo se negaba a ser cauto.

Mientras lo miraba por la ventana, él reanudó el ca mino al hotel y unos momentos después, ella bajó para recibirlo con una sonrisa que no reflejaba la agitación que sentía por dentro.

Juntos caminaron hasta un pequeño restaurante y se sentaron en una mesa situada en un extremo del jardín, iluminada únicamente por una vela y unas pequeñas lucecitas que colgaban sobre sus cabezas.

– ¿He-elegido bien? -le preguntó Salvatore-. No es un lugar elegante ni lujoso…

·Mejor. Tiene mucho encanto. Gracias por no intentar abrumarme con algo demasiado espectacular y refinado.

– Eso habría sido una estupidez por mi parte. No puedo competir con Helena de Troya.

– ¿Así que lo sabes? -

– Sí… por fin. Parece que todo el mundo en Venecia lo sabía desde el principio y debo admitir que intentaste advertirme de que había algo que yo desconocía, pero no hice caso y al final tuve lo que me merecía.

Ella buscó algún rastro de ironía en esas palabras, pero no lo encontró y, mientras aún seguía pensando en ello, apareció un camarero con una botella de champán.

– El mejor, signor, tal y como ha pedido.

– Que no te confunda el aspecto modesto de este lugar. Su bodega es la mejor.

Cuando el camarero se fue, Salvatore alzó su copa. -Te felicito.

– ¿No debería felicitarte yo a ti por tu truco?

– No fue mi intención en ningún momento. No he pagado a Jacopo para que hiciera nada. Antes trabajaba para mí, pero lo despedí por vago. Consiguió un trabajo en Larezzo, aunque supongo que no cobra mucho y pensó que, si te espiaba, podría volver conmigo Jamás lo animé a hacer nada, pero cuando vio la cabeza le sacó una fotografía y corrió a verme diciendo que me estabais difamando.

¿Difamando? ¿Cómo?

Esa cabeza me representa como al diablo.

Sí, pero ¿dónde está la difamación?

Ella sonrió.

Gracias, acabas de confirmarme lo que pensaba. No la pusiste allí por casualidad, esperabas que Jacopo la encontrara. Es más, hizo exactamente lo que pensaste que haría… algo que, por supuesto, es lo que los hombres suelen hacer.

Ella sonrió y se acercó más a él para susurrarle:

– No esperarás que te responda a eso, ¿verdad?

Salvatore se acercó a ella y con voz temblorosa le dijo:

– No es necesaria ninguna respuesta.

Le puso los labios sobre la mejilla y fue deslizándolos hasta llegar a sus labios, que rozó- ligeramente antes de apartarse.

– Acabas de demostrarlo -le susurró ella.

– ¿Sí?

– Eso es lo que quería que hicieras.

– Tus deseos son órdenes para mí.

– Aquí viene el camarero -dijo Helena.

Se separaron y se quedaron en silencio mientras él les rellenaba las copas de champán y les hacía unas sugerencias sobre el menú.

– Para dejar que disfrutes de tu victoria al completo -le dijo Salvatore cuando volvieron a quedarse solos-, te diré que cuando me enteré de la situación financiera de la que has gozado desde hace años, me quedé horrorizado ante mi propia temeridad por haberte desafiado. ¿Cómo he podido ser tan…?

– Oh, cállate -dijo ella entre risas-. No me engañas.

– Bueno, creí que merecía la pena intentarlo -añadió él riéndose también.

De pronto Helena sintió miedo. ¿Cómo había podido olvidar que la risa era lo más peligroso que podía suceder entre un hombre y una mujer? Más peligrosa todavía que el deseo.

Casi se sintió aliviada cuando el camarero llegó para tomarles nota.

Solos otra vez, Salvatore dijo:

·Si te soy sincero, admitiré que me alegra que estemos en un punto muerto porque eso significa que te quedas en Venecia -la miró a los ojos-. Quiero que te quedes, aún tenemos asuntos pendientes y no me refiero a la fábrica de cristal.

Ella asintió como si estuviera hipnotizada.

– Dime -siguió él-, ¿de verdad ibas a sacar a la venta esa cabeza de demonio?

– Claro que no. Voy a guardar como un tesoro esa hermosa pieza.

– Espero que me des la mía.

·La verdad es que pensaba subastarla. Recaudaría una fortuna.

– Inténtalo. Sólo inténtalo.

– -¿Qué harías? ¿Denunciarme por violar tu copyright?

– Hay muchas cosas de ti que me inquietan, Helena, pero eso es lo de menos.

·Me alegra oírlo -lo miró a los ojos, pero el mensaje que vio en ellos la dejó sin palabras.

·¿Aún estoy haciendo lo que quieres que haga?

·Sin duda, pero ya que es mutuo podemos decir que estamos igualados en la batalla.

·Por el momento.

·Sí, por el momento. La escaramuza preliminar ha sido interesante, pero aún no ha llegado la guerra.

– Tal vez lo que falta por llegar no sea una guerra -sugirió él.

– Oh, creo que sí. ¡Así será más divertido todavía!

·Pienso lo mismo Entonces, ¿por qué no empiezo con un ataque al territorio enemigo? Creo que lo mejor será que te acompañe y tome posesión de mi cabeza. Brindo por una tregua muy, muy larga.

¿Una tregua armada? -preguntó ella alzando su copa.

·Armada, entonces.

Y chocaron sus copas.

Los dos estaban jugando y la noche que tenían por delante se presentaba muy interesante.

Tal y como Salvatore había dicho, el aspecto modesto del restaurante resultaba engañoso ya que allí servían la mejor comida de Venecia.

·Por lo menos admitirás que la cocina veneciana es la mejor del mundo.

·No estoy segura de que sea para tanto, pero podría decir que es la mejor que he probado.

– Eso bastará por ahora.

– Pero el cristal de Venecia es diferente. Ése, por supuesto, sí que es el mejor del mundo.

Fue el mejor tema de conversación que pudo haber elegido ya que, tal y como había esperado, él comenzó a hablarle del interés que los dos compartían.

·Venecia está situado entre el este y el oeste y en muchos sentidos es una ciudad del este. En el siglo xin cuandó Constantinopla fue saqueada durante las Cruzadas, algunos de los artesanos del cristal que huyeron vinieron a Venecia trayendo con ellos sus técnicas, que hicieron al mundo maravillarse, y su belleza, que nunca antes se había visto. Pronto se situaron entre los ciudadanos más importantes de la República de Venecia. Podían llevar espadas y hacer casi todo sin miedo a que los acusaran.

Ya entiendo. Esa clase de poder puede afectar a algunas personas que empiezan a sentir que son libres para hacer lo que les plazca.

·¿Y piensas que esa arrogancia podría haberse extendido hasta nuestros días? -preguntó él con una inocencia fingida.

·Claro. ¿Te recuerda a alguien que conozcas?

– Posiblemente a mi tatara-tatarabuelo, Claudio Veretti… Se casó con una noble. El palazzo pertenecía a esa familia, pero como eran unos derrochadores pronto pasó a manos de mis ancestros.

– Y, claro, él le cambió el nombre y puso su sello en él.

– Claro. En esos días la gente de influencia no se casaba por amor. Se casaban para amasar más riquezas.

– ¿Es eso una indirecta?

– ¿Qué?

– Lo de que la gente de influencia se case para amasar más riqueza, lo que tú pensabas de mí…