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– Yo nunca me entrego -respondió furiosa y sabiendo que él captaría el significado oculto-. Esa parte de mí me pertenece en exclusiva y nunca te acercarás a ella.

– Te equivocas. Acabarás ofreciéndomela, te lo prometo.

·No, lo que quieres decir es que la tomarás -le dijo con tono acusatorio.

– Yo nunca hago eso. El placer se obtiene cuando te lo ofrecen incluso contra su propia voluntad. Acabarás dándome todo lo que quiera y suplicándome que tome más.

– Demuéstralo.

·¿Me estás desafiando? Porque voy a aceptar el reto.

Con un movimiento rápido, la rodeó por la cintura y la acercó a su cuerpo, haciéndole sentir su excitación entre sus piernas y recordándole que eso sólo podía acabar de un modo.

Ella le puso las manos en el pecho para apartarlo a pesar de que eso no era lo que quería en realidad y él debió de saberlo porque no se separó ni un centímetro.

– Demasiado tarde -susurró Salvatore-. No deberías haberme retado si no lo decías en serio. Yo ya he aceptado el desafío.

Sólo unos momentos antes el miedo había minado su deseo, pero después la furia lo había traído de vuelta misteriosamente y ahora era más fuerte que ella misma

– ¿Por qué estás enfadada conmigo? Estamos jugando a tu juego, a tu modo, con tus reglas.

·Mis reglas -dijo ella excitada, con la voz entrecortada-. Entonces puedo cambiarlas siempre que quiera. Nunca podrás estar a mi nivel.

·Demuéstralo -dijo repitiéndole sus propias palabras.

Según hablaba, Salvatore la iba llevando hacia la cama. Se tumbó y la tendió a ella encima.

– ¿Qué dicen ahora las reglas?

Ella le respondió besándolo en la boca, olvidó el rol que estaba desempeñando y se dejó llevar por un instinto ciego. Él era un hombre con un poder demoníaco para seducir a una mujer y ese poder la estaba excitando hasta arrastrarla a nuevos caminos. Tal vez seguirlos no era lo más sensato, pero había perdido la razón y obedecía las exigencias de su cuerpo.

Durante mucho tiempo había luchado contra los anhelos de su cuerpo, se había hecho creer que ya no existían. Ahora, esa ilusión que se había creado se desvanecía porque sabía que deseaba a ese hombre; que lo deseaba a él y no a otro.

Alargó una mano hacia él hasta que pudo sentirlo, poderoso y duro como una roca entre sus dedos. No podía soportar el deseo de tenerlo dentro.

Él la empujó delicadamente hasta tumbarla de espaldas y con su rodilla le separó las piernas. Helena lo miró en ese momento y lo que vio en su rostro la sorprendió. Su dura mirada había desaparecido para dar lugar a otra expresión que parecía indicar que él también se sentía como si estuviera en una tierra desconocida.

Al instante lo sintió entrar en ella, moverse dentro de ella, lentamente, prolongando el placer con un infinito control, tomándola más y más hasta hacerla arder con un placer tan intenso que resultaba insoportable. Lo rodeó con sus piernas y sus brazos, haciéndolo su prisionero y pidiéndole que ese momento durara para siempre. Tenía la terrible sensación de que pronto acabaría y no podía soportarlo. Se movió contra él con toda su fuerza hasta que llegaron al clímax y regresó al mundo para descubrir que el corazón le palpitaba salvajemente y que nada era como antes. Ya nada volvería a ser igual.

Estaba tumbada de espaldas con los ojos cerrados. Podía sentir a Salvatore cerca pero tenía la necesidad de estar sola. Lo que había sucedido dentro de ella resultaba tan alarmante como espléndido y él era la última persona del mundo a la que le permitiría saberlo.

Respiró hondo varias veces para calmarse y volvió a asumir el rol que quería desempeñar. Abrió los ojos y lo vio sentado en la cama, mirándola.

·Bueno, ¿vas a negarme que he ganado?

·No has ganado nada. Aquí dentro -dijo ella señalándose al pecho-, no hay nada que ganar.

Él le puso la mano en el corazón, que latía con fuerza.

·Una máquina -dijo Helena-. Nada más.

·Eso no es verdad.

– Claro que sí. Y es muy útil. Ni emociones inoportunas, ni lágrimas cuando todo acabe.

– ¿Ya estás planeando el final?

·Todo termina, aunque no demasiado pronto, espero.

·Eres muy amable.

Ella bostezó y se estiró.

·No tenemos nada que hacer excepto complacernos.

·¿Interpreto que no tienes quejas?

·Ninguna que se me ocurra. Si las tengo, te lo haré saber.

Él se rió.

– Debería irme. No quiero crear ningún escándalo.

Esperó a que ella le pidiera que se quedara, pero Helena, con la mirada vacía, no dijo nada. Salvatore encendió la luz de la mesilla, se vistió rápidamente y fue hacia la puerta, pero en el último momento se detuvo y le preguntó con gesto de preocupación:

– ¿Estás bien?

– Nunca había estado mejor, pero ahora quiero dormir. No hagas ruido al cerrar la puerta.

·Bien. Helena…

·Oh, por favor, perdóname, tengo tanto sueño -dijo bostezando.

·Buenas noches -y se marchó.

Helena se quedó mirando al techo mientras intentaba comprender lo que había pasado. Su piel aún vibraba de placer y satisfacción y una parte de ella deseaba volver a estar con él mientras que la otra quería huir de Venecia, huir de Salvatore. El único modo de ser libre era estando sola, Acercarse a él era arriesgarse a amarlo y eso supondría un verdadero desastre.

Se preguntó dónde estaría Salvatore y qué estaría pensando. Intentó imaginarlo paseando por las oscuras calles y regodeándose de su fácil victoria, pero su gesto de preocupación cuando le había preguntado si estaba bien evitó que esa imagen tomara forma.

Apagó la luz de la mesilla y se escondió bajo las sábanas

Abajo, Salvatore miraba hacia la ventana intentando encontrar algo de sentido a lo que sentía por dentro. Ella se había mostrado como una mujer viviendo la pasión por primera vez. Helena de Troya, cuyo hermoso cuerpo era sinónimo de atracción sexual, había hecho el amor como si fuera la primera vez, con inocencia, y eso lo había dejado impactado.

Siempre había evitado la inocencia al pensar que causaba demasiadas complicaciones. Se había sentido atraído por Helena porque se parecía a él, era cínica, astuta y capaz de cuidar de sí misma. Pero la realidad no era ésa. Sus caricias habían sido puras y sencillas, nada calculadas. Había estado con mujeres que lo habían llevado hasta lo límites del placer, pero que después le habían sido indiferentes. Ninguna de ellas le había despertado la preocupación que había sentido por Helena.

– ¿Qué misterio ocultas? -murmuró-. ¿A quién de los dos estás mintiendo? ¿Y por qué?

Se quedó mirando la ventana hasta que vio la luz apagarse y sólo entonces se alejó, pensativo.

Tras un viaje de negocios, primero en Milán y des. pués en Roma, Salvatore regresó a Venecia, donde lo esperaba una sorpresa.

– Lo trajo un mensajero el día que te marchaste -le dijo su abuela.

La anciana pertenecía a una familia noble que perdió su riqueza y por ello se había casado por dinero y había dado a luz a una niña, Lisetta, la madre de Salvatore. Guido, el marido de su hija, había sido el objeto de su odio y con razón. Ahora que los dos estaban muertos, ella frecuentaba el paiazzo sin dejar de insistirle a Salvatore que no olvidara «su posición».

Abrió el paquete delante de ella y entonces deseó no haberlo hecho. Era la cabeza de demonio que Helena había creado y dentro llevaba una nota: «Te lo prometí. Gracias por la mía. Es preciosa. Helena».

Rápidamente, escondió la nota, pero su abuela la había visto y exclamó-

– ¡Así que es verdad! Corría un rumor diciendo que te había insultado, pero no creía que se hubiera atrevido.