– ¿Lo dices en serio? -le preguntó él mirándolo fijamente a los ojos.
·No.
Mejor.
Salvatore no dijo nada más, pero tampoco le soltó la mano mientras contemplaron el sol ocultarse tras el agua del Gran Canal y desprendiendo un intenso brillo escarlata.
Pero ese brillo escarlata acabó desvaneciéndose y ese momento mágico protagonizado por el sol llegó a su fin.
·¿Tienes frío? -le preguntó Salvatore un instante después.
– Sí, no sé por qué, pero de pronto…
·Vamos.
La acompañó al hotel y cuando llegaron a la entrada vio a Clara, que los saludó con entusiasmo.
– Querida Helena. Esperaba encontrarte aquí…
– Yo me despido -dijo Salvatore apresuradamente-. Me pondré en contacto contigo para decirte cómo quedamos. Encantado de verla, condesa.
Y con esas palabras se marchó.
Helena invitó a la condesa a subir a su habitación, pero ella insistió en quedarse en el bar del hotel sugiriendo que su objetivo era que la vieran con la celebridad del momento.
Comenzaron su charla conversando sobre la fiesta de recaudación de fondos para el hospital.
·Aún me sorprende lo que Salvatore hizo en la subasta -dijo Helena.
Siempre puedes contar con que Salvatore dé mucho dinero, pero nada más.
– ¿Qué quieres decir con eso? Si ofrece mucho dinero, ¿no es eso lo que importa?
– Oh, sin duda. Y sí que da mucho dinero, no sólo a mi obra benéfica, sino a muchas otras. Pero nunca ha visitado el hospital, por ejemplo. Para él lo fácil es dar dinero. Tiene reputación de ser generoso sin dar nada de sí mismo.
Si bien Helena ya había tenido esa sensación una vez, se mostró algo molesta por el comentario.
– Pero la generosidad consiste en darle a la gente lo que más bien les hace. Si con su dinero se puede comprar un equipo que le salve la vida a un niño, pregúntale a la madre de ese niño si cambiaría eso por una visita de Salvatore al hospital.
·Bueno, lo defiendes con mucha pasión y espero que él lo aprecie.
·¡No se lo digas! No le gustaría nada.
·Claro que sí -dijo Carla riéndose-. Y tú eres muy sensata al guardártelo. Todas hemos estado un poco enamoradas de Salvatore, pero al final acabas superándolo.
·No tengo nada que superar. Sólo pensar en enamorarme de él me da ganas de reír.
– Eso es lo que dicen todas, pero muy pocas acaban riendo. No te preocupes. Tu secreto está a salvo conmigo.
– No hay ningún secreto y deja de intentar hacerme decir cosas que te den algo de que hablar.
Clara se rió.
– Es que no puedo creerme que haya conocido a la única mujer que es inmune a sus encantos.
– Pues créelo.
– Está bien, lo haré.
Clara se terminó su copa y se levantó.
·Ahora tengo que irme. Me ha encantado hablar contigo -dijo dándole un beso en la mejilla.
Arriba, en su habitación, Helena se dejó caer en la cama y miró al techo pintado.
Lo que Clara había dicho era una tontería. Estaba demasiado bien armada contra Salvatore como para sucumbir a la emoción. La abrasadora pasión que despertaba en ella era otra cosa distinta; no tenía nada que ver con el amor y se alegraba de poder separar las dos cosas.
Pero entonces recordó cómo le había molestado oír que difamaban a Salvatore, tanto como para salir en su defensa y hablar sin pensar. Había querido protegerlo. ¿Protegerlo? ¿Al hombre que estaba intentando arruinarla cuando no intentaba someterla a su pasión? ¿Estaba loca?… Tal vez.
Una vez fuera del hotel, Clara sacó su teléfono móvil y llamó al amigo que estaba esperando su llamada y que a su vez llamó a otros amigos haciendo que, en diez minutos, la noticia ya hubiera recorrida toda Ve necia.
– Acabo de hablar con ella -dijo- y es obvio que no sabe nada… No, en serio, cree que es un hombre de honor, pobre inocente. No, no le he dicho nada, esperaremos hasta que ella descubra lo que Salvatore ha hecho… Oh, Dios mío, ¡será un gran día! ¡Se va a armar una buena!
Capítulo 9
AHORA todo el mundo reclamaba a Helena de Troya y voló a Inglaterra para una sesión de fotos que ofrecía demasiado dinero como para rechazarla. A su regreso, le dio a cada trabajador una paga extra, y una especialmente generosa para Emilio, cuya lealtad había mantenido la fábrica a flote.
La única pega que veía era que Salvatore no podía celebrarlo con ella ya que había tenido que salir en viaje de negocios.
– Estoy deseando verte en la festa mañana -le dijo él cuando la llamó por teléfono-. Mi secretaria, Alicia, te irá a buscar.
Al día siguiente, Salvatore la esperaba junto a su barco, pintado en color oro y con remeros vestidos con ropa medieval. Ya estaba lleno de gente que ella supuso serían su familia y que la miraron con interés, especialmente los más jóvenes. Uno de ellos silbó.
– ¡Esos modales! -le reprendió Salvatore.
– Pero no pretendía faltarle al respeto -protestó el chico-. Sólo era un cumplido.
– No me ha molestado -dijo Helena riendo.
Pero el, enfado de Salvatore no pareció aplacarse. -Esta señora es nuestra invitada y la trataremos como se merece.
Le dio la mano para ayudarla a subir a bordo y la llevó hasta un asiento. Al verlo tenso, casi furioso, se quedó desconcertada y se preguntó si le preocuparía haberla invitado.
La música a lo lejos indicaba la llegada de la procesión que se dirigía al Bucintoro, el barco en que viajaría el alcalde de la ciudad y tras el que todos los barcos zarpáron.
– Esta es mi abuela -le dijo Salvatore-. Estaba deseando conocerte.
La mujer la observó y la saludó en veneciano y, cuando Helena respondió en la misma lengua, la signora no pareció muy contenta, como si le hubiera salido mal la jugada.
A ella la siguió una procesión de sobrinos, primos e hijos, tantos que Helena perdió la cuenta. Cuando terminó de saludarlos fue hacia la proa, desde donde podía contemplar la laguna mientras sentía el viento en su cabello. Al girar la vista vio a Salvatore, que la estaba observando y que al instante giró la cara para mirar al horizonte, como si quisiera ocultarle lo que estaba pensando.
– ¡Maldita sea! ¿Qué están haciendo aquí? -gritó Salvatore de pronto, al ver una lancha motora con fotógrafos.
– Lo que hacen siempre -comento un hombre mayor que tenía al lado-. La prensa local y la televisión siempre cubren la festa y en esta ocasión tienen algo especial en lo que centrarse -añadió a la vez que le guiñaba un ojo a Helena, que le devolvió el mismo gesto.
·Salvatore, preséntame a mi prima -dijo el hombre.
·No sois primos exactamente…
– Bueno, es un término que cubre muchos significados -respondió el hombre riéndose-. He venido hoy para ver a qué se debía tanto revuelo y me alegro de haberlo hecho. Ya que Salvatore no lo hace, me presentaré yo. Soy Lionello. Apreciaba mucho a su marido y le doy la bienvenida a la familia.
– ¡Mucho gusto en conocerle! -exclamó ella-. Antonio me habló de usted y de todas las travesuras que hicieron juntos.
El hombre, encantado, le presentó también a su esposa.
·Qué amable ha sido la familia al recibirme tan bien -le murmuró Helena a Salvatore.
·Bueno, parte de ella. Todas las mujeres que hay aquí te estrangularían con mucho gusto. Tal vez esto no haya sido tan buena idea.
– Tonterías, ¿qué puede pasarme si tú estás aquí para protegerme? -le preguntó riéndose.
La Isla de Lido podía verse en el horizonte. Pronto estaban acercándose a un extremo de ella, al punto donde se celebraría la ceremonia. Cuando todos los barcos estuvieron allí, el alcalde tomó el anillo y lo arrojó al mar diciendo:
– Ricevilo in pegno della sovranitá che voi e i successori vostri avrete perpetuamente sul mare.