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– ¿Lo has entendido? -le preguntó Salvatore a Helena en voz baja.

– Ha dicho: «Recibe este anillo como muestra de soberanía sobre el mar que tú y tus sucesores tendréis eternamente».

Pero el alcalde tenía algo más que añadir:

– Lo sposasse lo mare si come l'omo sposa la dona per essere so signor.

– ¡Vaya! -dijo Helena.

·Supongo que eso lo has entendido también.

· -Oh, sí.

«Cásate con el mar como un hombre se casa con una mujer y pasa a ser su señor» -dijo Lionello-. Aunque estoy seguro de que Antonio nunca la trató como si fuera su señor.

– Ni siquiera lo intentó -respondió Helena mientras recordaba al esposo que había amado de un modo que la mayoría de la gente no entendería.

·Supongo que era usted la que estaba al mando -se atrevió a decir el hombre.

– Por supuesto. Ésas eran mis condiciones. Una sumisión completa por su parte.

Eso es porque es una mujer moderna. Yo siempre he insistido en ser el amo y señor en mi matrimonio.

– Anda, ven aquí, viejo tonto -le dijo su mujer.

Sí, querida. Ya voy, querida.

Cuando se habían ido, Helena miró a Salvatore, que le preguntó:

·¿Así que sumisión completa?

– Eso siempre lo has sabido.

Tal vez sí.

Ella sonrió, animándolo a compartir la broma, pero la sonrisa que Salvatore le devolvió fue algo forzada.

– Antonio tenía sentido del humor.

– ¿A la vez que se mostraba sumiso?

– No seas tonto. Nos turnábamos.Él siempre se reía y me gastaba bromas y al final yo normalmente acababa haciendo lo que él quería.

– ¿Normalmente?

– No siempre, pero sí muy a menudo. Me encantaba su actitud. ¿Sabes? Si más hombres se dieran cuenta de lo mucho que nos gusta a las mujeres reírnos…

·-¿Más hombres harían el payaso para complacerte? dijo él fríamente.

Ella suspiró y decidió dejarlo pasar. No había nada pudiera hacer para cambiar ese carácter.

La multitud comenzó a desembarcar en dirección a la iglesia y cuando la ceremonia comenzó, Helena miró a su alrededor y recordó lo que Antonio le había contado sobre momentos como ése.

– Los niños nos aburríamos y nos portábamos mal hasta que nos echaban de la iglesia y nos íbamos a jugar a la playa. Siempre fui un chico bastante malo.

– No has cambiado -le había respondido ella. Y así había sido; hasta el último día había seguido siendo ese diablillo que ella tanto amaba.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y los cerró. Cuando volvió a abrirlos, Salvatore estaba mirándola, impactado.

·¿Estás bien? -murmuró cuando salieron de la iglesia.

·Sí, es sólo que de pronto he empezado a pensar en Antonio. Crees que no lo echo de menos porque me río y bromeo, pero te equivocas. Si supieras lo equivocado que estás.

– Puede que esté empezando a entenderlo -respondió el con delicadeza.

·Solía hablarme de este lugar, de la preciosa playa y de cómo algún día pasearíamos por ella. ¿Te importaría si no vuelvo con vosotros al barco? Me gustaría quedarme aquí un rato.

– No quiero dejarte sola.

·Estaré bien. Te veré esta noche en el palazzo.

·-Está bien -Salvatore cedió, aunque no se quedó muy contento con la idea.

Helena se despidió de todos, les prometió que los vería por la noche y dejó que Lionello le besara la mano Después, se quedó allí viendo cómo se alejaban los barcos.

Aunque nunca había estado en esa playa con él, descubrió que era un lugar maravilloso para recordar a Antonio. Allí podía estar sola, pasear por la arena dorada que parecía extenderse kilómetros, escuchar las olas y llevar a su marido en el corazón.

Ojalá estuvieras aquí conmigo. Cuánto nos reiríamos de cómo me miran tus primos. Te encantaría y me animarías a coquetear con ellos, pero después disfrutarías más cuando nos vieran marcharnos juntos. Oh, caro, te echo tanto de menos.

Era curioso cómo la pasión que había encontrado con Salvatore no había logrado disminuir su anhelo por Antonio. Había más de una clase de amor.

Amor. Había amado a Antonio. En el caso de Salvatore, se resistía a contemplar esa palabra, pero ahí estaba.

No, no lo amaba. Lo suyo no era amor y no tenía nada de qué preocuparse.

Con esa idea clara, atravesó la isla hasta el embarcadero y allí subió al ferry que la devolvería a Venecia.

En el palazzo Veretti, el salón de banquetes resplandecía. Dos mesas largas ocupaban el centro de la gran sala montadas con la porcelana y el cristal más finos.

Helena se había engalanado con sobriedad para la ocasión llevaba un vestido negro largo de dos piezas con un escote discreto-que, por otro lado, no ocultaba ningún aspecto de su belleza porque eso resultaba imposible.

La sentaron entre Salvatore y su abuela, que no podía ocultar la hostilidad que sentía hacia ella a pesar de profesarle un gran afecto a la memoria de Antonio y de decir que estaba encantada de haber conocido a su viuda. Por eso Helena se alegró cuando el baile comenzó y pudo huir de su lado.

Le concedió el primer baile a Lionello, después a su hijo y luego a uno de sus nietos, un chico de diecinueve años que mostraba con mucho descaro cómo suspiraba por ella. Al joven le siguieron muchos otros, todos compitiendo por el derecho de tener en sus brazos a Helena de Troya. Franco, el hombre que había anotado las apuestas durante la subasta, pasó por delante de ella diciendo:

– Voy a sacar una fortuna con esto.

– ¡Franco, no te atrevas! -le dijo Helena.

– No puedo evitarlo.

– Bueno, pues asegúrate de que donas algo al hospital -le gritó mientras el hombre se alejaba bailando antes de que un grupo de gente lo rodeara.

Antonio parecía estar tras ella ese día. Había estado en la Isla de Lido y ahora volvía a estar allí, recordándole noches como ésa en la que había presumido ante todos de ser su esposo.

– ¿Y te hice sentirte orgulloso, verdad? -susurró ella.

·¿Cómo dices? -le preguntó su pareja de baile. Sorprendida, ella alzó la vista y se encontró en los brazos de Salvatore.

– Tu última pareja se estaba exhibiendo a tu lado. Apenas te has dado cuenta.

– Lo siento… estaba pensado en otra cosa.

·¿En otra cosa o en otra persona? -preguntó con un frío y severo tono que la hizo enfadarse.

– No me interrogues. Soy dueña de mis pensamientos, aunque no lo creas. Hoy te estás comportando de un modo muy extraño.

Él lo sabía y estaba furioso consigo mismo por haberlo dejado ver. Durante todo el día había visto a la gente mirándola y después mirándolo a él con envidia. En otro momento habría disfrutado siendo el acompañante de la mujer más bella, pero ahora odiaba que otros hombres miraran a Helena. Sabía lo que estaban pensando, que imaginaban estar haciendo el amor con ella y, por lo que a él respectaba, estaban traspasando su propiedad privada.

– ¿Por qué estás tan serio conmigo?

– Porque no soy Antonio.

– ¿Y qué significa eso?

·Que a diferencia de él, no me hace gracia verte alardeando ante otros hombres.

– ¿Cómo te atreves?

– No te hagas la inocente. Sabes muy bien lo que has estado haciendo.

– Si lo he hecho, ha sido por él, a modo de despedida.

– Una excusa muy astuta, aunqe no es lo suficientemente buena.

– Hago lo que me place, con o sin tu permiso. No intentes ordenarme nada porque no lo toleraré.

Él la agarró con más fuerza.

·¿Que no…?

·Ha sido un día largo. Creo que me iré pronto.

· -¿Vas a hacerme un desaire delante de todo el mundo?

– No digas tonterías. Me voy ahora mismo.

·Preferiría que no lo hicieras.

– Me marcho ahora!

·¿Crees que te lo voy a permitir? -se dio cuenta demasiado tarde de que no debería haber pronunciado esas palabras.