Antes de que él pudiera responder, el ruido de un motor hizo que Helena volviera la cabeza y viera cómo se alejaba por el agua la embarcación que la había-llevado hasta allí.
·¡Eh!, deberían haberme esperado -protestó.
·Les he dicho que no lo hicieran. Yo la llevaré.
· -¿Les ha dicho que se marcharan sin mí? ¿Sin consultármelo a mí primero?
– Estaba seguro de que estaría de acuerdo.
– No, no es cierto. Por eso no me lo ha preguntado. ¡Es usted un descarado!
– En ese caso, le pido disculpas. No pretendía molestarla.
·Claro que no -dijo ella con tono afable-. Sólo pretendía salirse con la suya causando las menos molestias posibles. ¿Qué tiene eso de malo?
·-No podría estar más de acuerdo.
– Supongo que la pobre tonta que es dueña de este lugar va a recibir el mismo trato hasta que ceda.
– No se compadezca de ella; no es tonta, sino una mujer muy lista que se hizo con Larezzo de un modo muy astuto y que querrá venderla por el precio más alto posible.
– Y como usted quiere este lugar, ella se está riendo.
– Dudo que ría cuando yo haya terminado. Pero no hablemos más de ella. No me resulta interesante y usted aún no me ha dicho su nombre.
Se salvó de tener que responder cuando Rico apareció detrás de Salvatore para hacerle saber que el administrador y supervisor de la fábrica ya había regresado y que lo esperaba. Salvatore le dio las gracias y se volvió hacia Helena… que ya se había ido.
– ¿Pero qué…? ¿Has visto adónde ha ido?
– Está allí, a la vuelta de la esquina, signor -respondió Rico.
Pero cuando Salvatore fue tras ella, se topó con una pequeña piazza con cuatro salidas y ninguna pista que le indicara por cuál había ido. Corrió de una pequeña calle a otra, a pesar de saber que era inútil.
Finalmente se detuvo furioso por la facilidad con la que había logrado zafarse de él en su propio territorio. Antes de regresar, recompuso el gesto para poder decirle a Rico con naturalidad:
– ¿Sabes por casualidad quién era?
– No, signor. Ha venido como una más del grupo. ¿Es importante?
– No, en absoluto -respondió con tono alegre-. Volvamos al trabajo.
A Helena le resultó fácil volver a Venecia. Los taxis circulaban con la misma facilidad que en cualquier otra ciudad, con la diferencia de que se movían por el agua. Pronto estaba cruzando la laguna mientras intentaba poner en orden sus contradictorias emociones.
La satisfacción combatía con el enfado. Había desafiado al enemigo en su propia guarida, lo había mirado, lo había analizado, había sentido curiosidad por él y había salido victoriosa en su despedida. Ahora lo único que quedaba era hacerle sufrir por la opinión que tenía de ella.
Y sabía cómo.
Antonio le había hablado sobre la rapidez con que corrían las noticias por Venecia.
– Susurra un secreto a un lado del Gran Canal y llegará al otro lado antes de que llegues tú -le había dicho. Ahora lo pondría en práctica.
Al regresar al hotel fue hacia el mostrador de inforación, donde aún seguía atendiendo el mismo joven antes.
– He pasado un día maravilloso -dijo entusiasmada-. ¿No es Venecia la ciudad con más encanto del mundo?!Y pensar que soy la dueña de una parte de ella! Siguió hablando maravillada para asegurarse de que el chico sabía que ella era la viuda de Antonio Veretti y la nueva propietaria de Cristales Larezzo. Por la expresión de sorpresa del chico, a quien parecía que se le iban a salir los ojos, supo que le había quedado claro. Cuando entró bailando en el ascensor, estaba segura de que el joven ya estaba levantando el teléfono.
Ya en su habitación, se dispuso a tomar una serie de decisiones con las que disfrutaría.
¿Ese vestido? No, demasiado descarado. Ese otro, entonces… negro, elegante, ligeramente austero. Pero no sabía cuándo se reunirían. Podría ser durante el día, de modo que tal vez sería más apropiado algo más formal. Al final tendió varios trajes sobre la cama dispuesta a tomar la decisión final.
Al salir de la ducha el teléfono sonó. Respondió con prudencia, intentando disfrazar su voz, pero el hombre que estaba al otro lado de la línea no era Salvatore.
– ¿Hablo con la signora Helena Veretti?
– Así es.
– Soy la secretaria del signor Salvatore Veretti. Me ha pedido que le diga que se alegra de su llegada a Venecia y que está deseando reunirse con usted.
·Qué amable es el signor Veretti.
·¿Le parecería muy, precipitado esta noche?
·-En absoluto.
– El signor propone cenar en el palazzo Veretti. Su barquero irá a buscarla a las siete y media.
– Estoy deseándolo.
Colgó y se quedó sentada un momento mientras algo que no había esperado le sucedía por dentro.
La invitación era exactamente lo que había querido, de modo que no tenía sentido que la hubiera asaltado la duda, pero de repente se sentía confundida. No tenía sentido. No tenía nada que temerle a ese hombre. El poder estaba en sus manos, no en las de él.
Manos. La palabra pareció saltar de su interior. Las manos de Salvatore sobre su nuca, sus dedos acariciándola, apartándose, acariciándola de nuevo. Y ella intentando respirar en medio de esa tormenta que la había engullido sin previo aviso.
¡Nunca más! Eso se lo había prometido hacía mucho tiempo, cuando tenía dieciséis años, cuando ese modo tan brutal en que terminó su primer amor le dejó sintiendo una gran hostilidad hacia los hombres y helada ante sus caricias.
Ellos no lo sabían. No hubo ni uno solo de ellos que no viera más allá de la fachada de mujer seductora tras la que se ocultaba para ver la verdad que había en su interior. Los había utilizado para trepar hasta lo más alto de su carrera, había ganado dinero a costa de ellos. Y luego, había dormido sola.
En todos esos años no había vuelto a conocer el irresi lible deseo que una vez la había llevado hasta el desastre. En alguna que otra ocasión había aparecido un ligero susurro de placer que había controlado alejándose de ese hombre en cuestión. Con el tiempo, esas ocasiones se habían hecho cada vez menos frecuentes y se había preparado para afrontar el futuro en soledad, pero entonces había conocido a Antonio, un hombre que la había adorado sin que hubiera relación física de por medio. Habían sido perfectos el uno para el otro y el verdadero legado que él le había dejado no había sido su fortuna, sino el haberla hecho fuerte, lo suficientemente fuerte corno para plantarle cara a un futuro incierto.
– Tengo treinta y dos años -se dijo exasperada-. La próxima parada es la mediana edad. Hasta ahora lo he logrado, puedo con lo que queda.
Definitivamente, el vestido negro, uno de los últimos regalos de Antonio. Era de seda, ceñido y con escote. El largo era hasta justo por encima de las rodillas, no lo suficientemente arriba como para resultar impúdico, pero sí lo suficiente para lucir sus largas piernas.
Y tras un día con unos zapatos apropiados para andar,le resultó todo un placer subirse a sus tacones de aguja.
Se dejó su hermoso y abundante cabello suelto y se lo echó sobre los hombros.
Eligió las joyas con moderación; además de su anillo de boda, llevaba un reloj de oro, dos diminutos pendientes de diamante y el corazón de cristal que le regaló Antonio. A diferencia del azul con el que la había obsequiado Salvatore, ése era de un rojo oscuro que en ocasiones se aclaraba hasta un rosa intenso, pero que siempre recuperaba el tono de las rosas rojas.
– Bien -dijo frente al espejo-. Que empiece la guerra
Capítulo 3
ESPERÓ abajo hasta que el portero la llevó a la barca que la esperaba y que resultó ser una góndola. El gondolero inclinó la cabeza a modo de saludo antes de darle la mano para ayudarla a subir y, una vez estuvo cómodamente sentada, zarparon.