Douglas Preston, Lincoln Child
Venganza
El primer caso de Gideon Crew
Traducción de Fernando Garí Puig
Título originaclass="underline" Gideon's Sword
Primera edición: noviembre, 2011
Dedicamos este libro
a nuestro magnífico agente literario,
Eric Simonoff
Melvin Crew
1
Agosto de 1988
Nada a lo largo de sus doce años de vida había preparado a Gideon Crew para lo que le aguardaba ese día. Cada insignificante detalle, cada gesto sin importancia, cada sonido y olor quedaron fijados, como tallados en un bloque de cristal, permanentes e inmutables para ser examinados a voluntad.
Su madre lo llevaba a casa en el Plymouth familiar después de su clase de tenis. Era un día caluroso, con más de treinta grados; la clase de día que hacía que la ropa se pegara a la piel y el aire fuera bochornoso. Gideon había orientado hacia su cara las salidas de ventilación del salpicadero y disfrutaba del chorro de aire acondicionado. Iban por la Ruta 27, bordeando el largo muro que rodeaba el cementerio de Arlington, cuando dos policías en moto interceptaron el vehículo; uno de ellos se situó delante y el otro detrás con las sirenas encendidas y las luces girando. El que iba en cabeza hizo un gesto con su mano enguantada y señaló hacia la salida de Columbia Pike. Una vez en ella, ordenó a la madre de Gideon que se detuviera. Los agentes no mostraron la habitual parsimonia de una parada rutinaria, sino que saltaron de sus motocicletas y se acercaron corriendo.
– ¡Síganos, señora! -ordenó uno de ellos, inclinándose sobre la ventanilla.
– ¿Qué pasa? -quiso saber la madre de Gideon.
– Es una emergencia de seguridad nacional. Acompáñenos. Iremos delante, despejando el tráfico.
– No entiendo qué…
Pero los agentes ya montaban de nuevo en sus motocicletas.
Los policías los escoltaron, entre el aullido de las sirenas, por Columbia Pike, en dirección a George Mason Drive, obligando a apartarse a todos los vehículos que se cruzaban en el camino. Se les unieron más motoristas, coches patrulla y finalmente una ambulancia, formando así una larga caravana que aullaba por las congestionadas calles. Gideon no sabía si sentirse intrigado o asustado. Cuando por fin doblaron por Arlington Boulevard, intuyó adonde se dirigían: a Arlington Hall Station, donde su padre trabajaba para el INSCOM, el Comando de Inteligencia y Seguridad del ejército de Estados Unidos.
La entrada del complejo estaba bloqueada por una barricada de la policía, pero la levantaron inmediatamente para dejar pasar la comitiva, que siguió con sus sirenas ensordecedoras por Ceremonial Drive y se detuvo ante una segunda barrera, junto a varios camiones de bomberos, coches de policía y furgonetas de los SWAT. Gideon divisó el edificio de su padre entre los árboles, con sus columnas blancas y su fachada de ladrillo rojo, rodeado de un cuidado césped y robles centenarios. En su día había sido un colegio para señoritas y seguía pareciéndolo. Toda la zona de la entrada estaba despejada y había dos francotiradores echados boca abajo sobre la hierba de un montículo, tras las miras telescópicas de sus rifles apoyados en bípodes.
– ¡Quédate en el coche! Pase lo que pase, ¡no salgas! -le ordenó su madre en un tono que no admitía réplica.
Tenía el rostro demudado y ceniciento, y aquello lo asustó.
Ella se apeó, y un grupo de agentes le fue abriendo paso entre la multitud. Gideon la perdió de vista.
Había olvidado parar el motor, y el aire acondicionado seguía funcionando. Gideon bajó la ventanilla, y el coche se llenó con los sonidos de las sirenas, las conversaciones a través de los walkie-talkies y los gritos. Dos hombres uniformados de azul pasaron corriendo. Un policía vociferaba por radio. Más sirenas se aproximaban desde lo lejos.
Oyó el sonido de una voz que hablaba por un megáfono, áspera y distorsionada: «¡Salga con las manos en alto!».
La multitud calló en el acto.
«¡Está rodeado! No tiene escapatoria. ¡Suelte a su rehén y salga inmediatamente!»
Se hizo otro breve silencio. Gideon miró a su alrededor. La multitud tenía los ojos clavados en la puerta principal del edificio. Al parecer, allí era donde iba a tener lugar la acción.
«Su mujer está aquí. ¡Quiere hablar con usted!»
Se oyó el chasquido de la estática en el altavoz y, a continuación, la amplificación electrónica de un sollozo apenas contenido, grotesco y extraño: «¡Melvin…!» Otro sollozo. «¡Melvin…!»
Gideon se quedó petrificado. «Es la voz de mi madre», pensó.
Se sentía como en un sueño donde nada tuviera sentido. Nada era real. Apoyó la mano en el tirador de la puerta, la abrió y salió al sofocante calor.
«¡Melvin…!» Más lloros. «Por favor, sal. Nadie va a hacerte daño. ¡Te lo prometo! ¡Suelta a ese hombre!»
La voz del megáfono sonaba áspera y extraña; sin embargo, era inconfundiblemente la de su madre.
Gideon avanzó entre los grupos de policías y oficiales del ejército sin que ninguno de ellos le prestara atención. Se acercó hasta la barricada y apoyó la mano en la rugosa madera pintada de azul. Contempló Arlington Hall, pero no vio que nada se moviera en la plácida fachada ni en el terreno despejado de gente. El edificio, que rielaba bajo el sol, parecía muerto. En el exterior, las hojas colgaban lánguidamente de las ramas de los robles, bajo un cielo sin nubes tan pálido que casi parecía blanco.
«Melvin, si sueltas a ese hombre están dispuestos a escucharte.»
Otro silencio expectante. De repente se vio movimiento tras la puerta. Un individuo gordo y con traje, al que Gideon no reconoció, salió dando traspiés. Miró a su alrededor un instante, desorientado, y enseguida echó a correr hacia la barricada, moviendo frenéticamente sus rollizas piernas. Cuatro agentes con casco salieron a su encuentro y lo pusieron a salvo tras una camioneta.
Gideon se agachó, pasó por debajo de la barricada y avanzó entre los hombres de uniforme y los policías con walkie-talkies. Nadie reparó en él. Nadie se interesó por él. Todos tenían la vista fija en la entrada del edificio.
Entonces oyó una voz débil que provenía del interior:
– ¡Debe abrirse una investigación!
Era la voz de su padre. Gideon se detuvo con el corazón en un puño.
– ¡Exijo una investigación! ¡Ya han muerto veintiséis personas!
Se escuchó un ruido ahogado, como si el megáfono cambiara de manos, y luego resonó una voz masculina.
– ¡Sus peticiones serán atendidas, doctor Crew, pero ahora debe salir con las manos en alto! ¿Lo ha entendido? ¡Debe entregarse!
– ¡No me están escuchando! -exclamó la voz temblorosa. El padre de Gideon sonaba asustado, casi como un niño-. ¡Ha muerto gente, y nadie ha hecho nada! ¡Quiero que me lo prometan!
– ¡Se lo prometo!
Gideon había llegado a la última barricada. El edificio seguía en calma, pero se hallaba lo bastante cerca para ver que la puerta de entrada estaba entreabierta. Se sentía como en un sueño; en cualquier momento despertaría. La cabeza le daba vueltas por el calor, y en la boca notaba un sabor metálico. Era una pesadilla y, al mismo tiempo, era real.
De repente, Gideon vio que la puerta se abría hacia dentro y que la figura de su padre aparecía en el umbral. Parecía increíblemente pequeño ante la elegante fachada del edificio. Dio un paso adelante, con las manos en alto. El cabello liso le caía sobre la frente. Llevaba la corbata torcida y el traje arrugado.
– ¡Ya es suficiente! -dijo la voz-. ¡No siga avanzando!
Melvin Crew se detuvo, parpadeando bajo el intenso sol.
Sonaron disparos. Tan seguidos que parecieron petardos de feria. Su padre cayó violentamente de espaldas en la oscuridad de la entrada.