El tercer disparo se produjo justo cuando hacía un giro de noventa grados, se lanzaba hacia Dajkovic y cogía el 45 que este había dejado caer. Se volvió con el arma en la mano justo cuando un cuarto disparo pasaba silbando junto a su cabeza. Levantó el 45, pero Tucker se había escabullido por la puerta de la cocina.
Sin perder tiempo, Gideon agarró a Dajkovic por la camisa y lo empujó hasta ponerlo a salvo detrás de la lavadora. ¿Qué iba a hacer Tucker? No podía dejar que escaparan con vida ni llamar a la policía, pero tampoco podía huir.
Habría que luchar hasta el final.
Se asomó y observó la puerta de la cocina, donde Tucker había estado. Daba al comedor, grande y oscuro. El general los estaba esperando allí.
Oyó toses. De repente, Dajkovic soltó un gruñido y se levantó. En ese mismo instante sonaron varios disparos desde la puerta. Gideon se agachó mientras dos balas impactaban en la lavadora. Un chorro de agua surgió de una tubería perforada.
Gideon contestó abriendo fuego, pero Tucker ya se había refugiado nuevamente en el comedor.
– Deme mi pistola -jadeó Dajkovic. Sin esperar respuesta, rodeó con su manaza el 45 que Gideon sostenía y se lo arrebató. Con gran esfuerzo, intentó incorporarse.
– Espere -dijo Gideon-. Cruzaré la cocina corriendo hasta la mesa de allí. Tucker se moverá para dispararme y se situará detrás del marco de la puerta. Dispare a través de la pared.
Dajkovic asintió. Gideon respiró hondo, salió de detrás de la lavadora y corrió para situarse detrás de la mesa; se dio cuenta demasiado tarde de lo expuesto que quedaba.
Soltando un rugido de furia, Dajkovic se lanzó hacia delante como un oso herido. Un chorro de sangre brotó de su boca. Con los ojos desorbitados, cargó contra la puerta al tiempo que disparaba contra la pared de su derecha. Se detuvo en medio de la cocina, tambaleándose y rugiendo, hasta que vació el cargador.
Durante unos instantes, no se oyó nada en el oscuro comedor. Luego, la pesada figura de Tucker, sangrando por varios agujeros de bala, se desplomó en el umbral como el cadáver de un animal. Solo entonces, Dajkovic se dejó caer de rodillas y rodó a un lado, tosiendo.
Gideon se puso en pie ágilmente y de una patada apartó la pistola de la mano inerte de Tucker. A continuación, fue junto a Dajkovic, buscó en sus bolsillos, encontró la llave de las esposas y se las quitó.
– Tranquilo -le dijo, mientras le examinaba la herida. La bala le había atravesado la espalda, perforándole claramente un pulmón, pero sin afectar otros órganos vitales.
Brusca e inesperadamente, el veterano soldado sonrió, y sus ensangrentados labios dibujaron una siniestra mueca.
– ¿Lo ha grabado todo?
Gideon se dio una palmada en el bolsillo.
– Aquí está.
– Estupendo -repuso Dajkovic, antes de desmayarse con una sonrisa en el rostro.
Gideon desconectó la grabadora digital y sintió que las piernas le fallaban. La habitación empezó a dar vueltas mientras oía unas sirenas en la distancia.
Gideon Crew
12
Gideon Crew bajó por la empinada pendiente que serpenteaba hacia Chihuahueños Creek, siguiendo el viejo camino de mulas. Desde allí podía ver las lagunas y remansos que formaba el arroyo que fluía más abajo. A más de dos mil quinientos metros de altura, el aire era fresco y cortante, y en el limpio cielo crecían los cumulonimbos.
Se dijo que por la tarde seguramente descargaría una tormenta.
El hombro derecho aún le dolía, pero hacía una semana que le habían quitado los puntos y, en esos momentos, ya podía mover libremente el brazo. Las ligeras contusiones sufridas en su encuentro con Dajkovic no le habían ocasionando mayores problemas.
Salió a la luz del sol y se detuvo. Había pasado un mes desde la última vez que había salido a pescar en aquel valle, justo antes de ir a Washington, donde había satisfecho -y con gran éxito- la que había sido la obsesión de su vida. Todo había acabado. Tucker estaba muerto, y su nombre había sido arrastrado por el fango. Su padre por fin había sido vengado.
Había pasado los últimos diez años de su vida tan obsesionado con aquello que había descuidado todo lo demás: amistades, relaciones y profesión. En esos momentos, cumplido su objetivo, experimentaba una embriagadora sensación de alivio, de liberación. Por fin iba a poder vivir como una persona de verdad. Tenía treinta y tres años, toda la vida por delante, y había muchas cosas que deseaba hacer.
Empezando por atrapar aquella trucha enorme que sin duda se escondía en la gran laguna formada por troncos del arroyo, más abajo.
Aspiró la fragancia de los abetos y la hierba, intentando olvidar el pasado y concentrarse en el futuro. Miró a su alrededor, gozando de todo ello. Aquel era su rincón favorito de la tierra. Nadie salvo él pescaba en aquel tramo del río: se hallaba muy lejos de los caminos forestales y exigía una larga y pesada caminata. Las grandes truchas que nadaban en las charcas eran inquietas y asustadizas y muy difíciles de pescar. Un solo movimiento en falso, la sombra de una caña de pescar en la superficie del agua, una pisada más fuerte de lo debido cerca de la orilla y la pesca de todo un día se iría al traste.
Gideon se sentó en la hierba, lejos de la corriente y se descolgó del hombro el estuche de la caña. Lo desenroscó, sacó las piezas de bambú y las montó; luego, fijó el carrete y pasó el hilo por las guías. Una vez la tuvo lista, buscó en su macuto el cebo adecuado. Los saltamontes no abundaban en aquella zona, pero seguramente más de uno debía de haber saltado al agua y había sido devorado. Sería una buena trampa. Seleccionó una mosca con forma de saltamontes, de color verde y amarillo y la colocó en el anzuelo. Dejó sus cosas al borde del claro y se acercó a la orilla, arrastrándose con la mayor delicadeza posible. Al aproximarse a la primera charca, dio una ligera sacudida a la caña y sacó un poco de hilo. Acto seguido, con un experto quiebro de muñeca, lanzó la mosca al centro de la charca.
Casi en el mismo momento las aguas se agitaron. ¡Había picado!
Se puso en pie rápidamente y levantó la caña, tensando el hilo para luchar con el pez. Era grande y tenaz e intentó refugiarse bajo unas piedras del fondo, pero Gideon se lo impidió, tirando de la caña y manteniéndolo en el centro de la charca. Recuperó sedal cuando la trucha subió a la superficie, dando coletazos y agitando la cabeza. Su cuerpo fuerte y brillante reflejó brevemente la luz del sol antes de sumergirse e intentar escapar de nuevo. Gideon tiró un poco más, pero el pez parecía decidido a no rendirse. El sedal se tensó hasta casi romperse y…
– El doctor Gideon Crew, ¿verdad?
Gideon se volvió, sobresaltado, y soltó el carrete. La trucha lo aprovechó y se sumergió bajo un montón de raíces. Gideon intentó recobrar el hilo y la tensión, pero era demasiado tarde. El sedal se había enredado en una raíz. La trucha forcejeó hasta romperlo y consiguió liberarse.
Furioso por la intrusión, Gideon fulminó con la mirada al desconocido, que se encontraba a unos cinco metros de distancia; iba vestido con un pantalón de loneta recién planchado, camisa a cuadros, botas de excursionista nuevas y gafas de sol. Tendría unos cincuenta años, pelo canoso, piel cetrina y un rostro que parecía cansado y con cicatrices, como si hubiera sobrevivido a un incendio; sin embargo, y a pesar de todo ello, mostraba una gran vivacidad.
Maldiciendo entre dientes, Gideon recogió el sedal y examinó el extremo roto. Luego, volvió a mirar al desconocido, que seguía observándolo con una medio sonrisa.
– ¿Quién demonios es usted? -quiso saber.
El hombre dio un paso al frente y le tendió la mano.
– Me llamo Manuel Garza.
Gideon lo miró con cara de pocos amigos hasta que el otro retiró la mano.
– Discúlpeme por molestarlo durante su tiempo libre, pero no podía esperar -dijo Garza, sin dejar de sonreír ni perder la compostura. Todo él parecía emanar calma y control. A Gideon le resultó irritante.