Pasaron otros quince minutos hasta que el vigilante regresó. Entró, cerró la puerta y conectó la alarma. Gideon lo observó mientras cruzaba el almacén y se sentaba en una zona iluminada del otro extremo, donde había una mesa, una silla, una batería de monitores y… un televisor.
Como no podía ser de otra manera, el centinela no tardó en encenderlo y en apoyar los pies sobre la mesa para ponerse cómodo. Era una vieja serie cómica y, cada pocos segundos, sonaban risas enlatadas. Gideon aguzó el oído. ¿Era posible que estuviera escuchando la voz chillona de Lucille Ball y las roncas respuestas de Ricky Ricardo? Que Dios bendijera a los sindicatos que habían luchado para que los empleados municipales que hacían el turno de noche pudieran disponer de televisión.
Gideon se arrastró a gatas a lo largo de las jaulas hasta que encontró la que contenía el Ford. Sacó las tenazas y un trozo de tela con el que envolvió la malla metálica. Esperó a que volvieran a sonar las risas y apretó con fuerza. Envolvió el siguiente eslabón y fue repitiendo el procedimiento.
Acabó justo cuando el programa finalizaba con su habitual música seudocaribeña. Apartó la malla y entró en la jaula.
El coche estaba hecho un completo desastre. Lo habían cortado en distintos trozos que estaban tan retorcidos que apenas se podían identificar como pertenecientes a un automóvil. Seguía manchado de sangre y restos humanos y hedía como una carnicería en un día de verano. Gideon se arrastró alrededor de los restos y localizó la zona del asiento trasero donde se había sentado Wu. Entró como pudo. Estaba pegajoso de sangre.
Haciendo lo posible para no sentir demasiado asco, se obligó a meter las manos por los resquicios del asiento. Enseguida dio con algo pequeño y duro. Lo cogió, lo guardó en una bolsa hermética que sacó del bolsillo y la cerró con sensación de triunfo.
Un móvil.
21
En los cuatro años que Roland Blocker llevaba haciendo el turno de noche en el almacén, nunca había ocurrido nada. Absolutamente nada. Noche tras noche era la misma rutina, las mismas rondas, el mismo reconfortante desfile de viejas series y comedias de televisión en blanco y negro. A Blocker le gustaba la paz y el silencio de aquel almacén, con sus pesadas puertas de hierro, sus alarmas y sus cámaras que escrutaban incansablemente, todo rodeado por una valla de seguridad rematada con alambre de espino. Nunca lo habían molestado, no había habido ningún intento de robo. Nada. Al fin y al cabo, no había nada que robar -ni dentro ni fuera- aparte de vehículos destrozados, coches que se habían sacado del fondo del río con cadáveres en su interior, coches quemados, tiroteados o utilizados para el tráfico de drogas.
Sin embargo, en esos momentos, después de que los agentes se hubieran marchado, tenía miedo por primera vez. Era por aquella extraña voz que había oído en el exterior. Pero ¿la había oído de verdad? Los policías que habían acudido a la llamada de la alarma le habían dado a entender que quizá estaba dando una cabezada y lo había soñado. Aquello lo indignó, porque jamás se había dormido en el trabajo. Las cámaras de vigilancia nunca dejaban de funcionar y solo Dios sabía quién revisaría posteriormente las grabaciones.
Yo amo a Lucy había acabado, y el siguiente programa de la lista era Los nuevos ricos, el favorito de Blocker. Intentó relajarse mientras sonaban los primeros compases del tema principal. El sonido de los banjos y el exagerado acento de las montañas siempre le hacían sonreír. Se inclinó para subir el aire acondicionado y ajustar las salidas para que le dieran directamente en la cara.
Entonces oyó el ruido, un «clinc», como si una pieza metálica hubiera caído en el suelo de cemento del almacén. Quitó los pies de la mesa, buscó torpemente el mando a distancia y bajó el volumen para poder oír mejor.
«Clang.» El sonido se repitió. Más cerca, esta vez. El corazón empezó a latirle con fuerza. Primero la voz, y después aquello. Examinó las pantallas de los monitores, pero no le mostraron nada raro.
¿Debía hacer sonar la alarma otra vez? No, los agentes no lo dejarían tranquilo después de eso. Pensó en llamar a voces, pero se dio cuenta de que era absurdo: si había un intruso en el almacén, lo último que haría sería contestar.
Se levantó lentamente de la silla, cogió la linterna y se dirigió hacia donde había oído el segundo sonido. Se movía con cautela, con la mano derecha en la culata de la pistola.
Llegó a la zona de donde procedía el ruido y la barrió con la luz de la linterna. El lugar estaba lleno de palés repletos de viejas piezas de coche envueltas en plástico y etiquetadas: antiguas pruebas que llevaban allí años pero que, por alguna razón, no se podían tirar todavía.
Nada. Estaba nervioso, asustado por lo ocurrido antes. Eso era todo. Quizá solo fueran ratas que se habían colado en el almacén. Volvió a su pequeño despacho, se sentó y subió el sonido del televisor… más fuerte que antes. El ruido lo reconfortaba. Era el episodio en que el banquero fingía un ataque de pieles rojas contra la mansión de los Clampett, uno de sus favoritos. Abrió una lata de Diet Coke y se dispuso a pasar un buen rato.
«Clang.»
Se incorporó de golpe, apagó el televisor y escuchó atentamente.
«Clang.»
Era un ruido tan regular que parecía antinatural y deliberado. Y provenía de la misma maldita zona de antes. Los monitores de las cámaras seguían sin mostrarle nada. Una vez más rechazó la idea de hacer sonar la alarma.
Se levantó y cogió la linterna con la mano izquierda mientras quitaba el seguro de la pistolera con la derecha y acariciaba la culata con los dedos. Se acercó nuevamente al rincón de donde provenían los sonidos y se detuvo, esperando a oírlos de nuevo. Nada. Siguió avanzando, con intención de mirar detrás de los palés, para ver si algo o alguien se había escondido entre ellos y la pared.
Caminó despacio por el pasillo y se detuvo antes de llegar al último. Silencio. Qué raro.
Moviéndose cautelosamente, se acercó a la última pila, se agachó y se asomó al otro lado, iluminando la pared con la linterna.
Notó como si una masa de aire se desplazara a su espalda. Se dio la vuelta. Una sombra negra surgió de la oscuridad. Antes de que pudiera gritar vio un centelleo y notó un violento tirón en el cuello. Luego, todo empezó a dar vueltas y a volverse rojo hasta que desapareció.
22
Gideon aguardó, aguzando el oído. En el almacén había alguien más y no se trataba del guardia. De eso estaba seguro. El vigilante también lo había oído y había ido a inspeccionar, había regresado y vuelto a levantarse. Después, no había reaparecido, y Gideon había oído un leve roce seguido del sonido de algo que caía al suelo.
Esperó, sin mover un músculo. Desde su posición ventajosa en el interior del coche podía ver a través de los restos el despejado pasillo central del almacén, que llegaba hasta la zona de seguridad del fondo, donde el vigilante tenía su puesto. El guardia seguía sin aparecer y llevaba demasiado rato investigando.
Oyó un golpe sordo, y algo salió rodando de entre dos filas de palés de su derecha y se detuvo en el pasillo: la cabeza decapitada del vigilante.
La mente de Gideon se puso a trabajar a toda velocidad. Comprendió al instante que se trataba de una trampa, una manera de hacerlo salir, de asustarlo o inducirlo a investigar. Había alguien más campando a sus anchas por el almacén, y Gideon se había convertido en su objetivo.
Repasó mentalmente sus opciones. Podía quedarse donde estaba y luchar, acosar a su acosador. Sin embargo, su rival tenía mejores cartas. Era evidente que sabía dónde se ocultaba y, por si fuera poco, había logrado engañar al vigilante y acabar con él tan eficientemente que no había hecho ruido alguno. El instinto le decía a Gideon que aquel tipo era bueno, muy bueno, un verdadero profesional.