Se preguntó qué pensaría de todo aquello el bueno de Tom.
23
Gideon caminaba por la calle Cuarenta y nueve en dirección este, todavía mojado por sus desventuras de la noche anterior. Eran las ocho de la mañana, y las aceras estaban en pleno apogeo de la hora punta. La gente salía de sus casas y bloques de pisos y corría en busca de un taxi o del transporte público. Gideon no era propenso a los pensamientos paranoicos, pero desde que había salido del hotel tenía la incómoda sensación de que lo seguían. Aunque no podía asegurarlo. Solo era un cosquilleo y seguramente tenía algo que ver con la inquietud que le había provocado el tiroteo de la noche anterior. Lo que no podía permitir era que, fuera quien fuese, lo siguiera hasta casa de Tom O'Brien, en la Universidad de Columbia. Tom iba a convertirse en su arma secreta, y nadie, ¡nadie!, debía enterarse.
Aminoró el paso hasta que la mayoría de los peatones, presurosos neoyorquinos, empezaron a adelantarlo. De repente se detuvo como por casualidad, para mirarse en un ventanal y observar qué ocurría a su espalda. Estaba en lo cierto: unos cien metros más atrás, un individuo asiático, vestido con un chándal y con el rostro medio oculto por una gorra de béisbol, también aminoraba.
Gideon maldijo por lo bajo. Aunque tal vez fuese fruto de su imaginación, no podía correr riesgos, a pesar de que no se tratara de ese tipo en particular. No tenía más remedio que dar por hecho que lo seguían y obrar en consecuencia.
Cruzó Broadway, entró en una estación de metro y se dirigió al andén que llevaba al centro. La estación estaba abarrotada, así que le resultaba imposible ver si el tipo del chándal lo había seguido, pero no importaba. Había un modo infalible de dar esquinazo a aquel cabrón. Gideon ya lo había hecho anteriormente. Era divertido, peligroso y siempre funcionaba. Sintió que el corazón se le aceleraba.
Esperó hasta que escuchó el lejano rumor de un tren acercándose. Se asomó y vio las luces del convoy que aparecía por el túnel y que se acercaba rápidamente al andén.
Se cercioró de que no llegaban más trenes y, esperando hasta el último momento, saltó a las vías. Oyó un gratificante coro de exclamaciones, gritos y advertencias del gentío que aguardaba. Hizo caso omiso. Saltó sobre los raíles del metro que llegaba y trepó al andén del lado opuesto en el último instante. Más gritos y exclamaciones. «Qué impresionable es la gente», se dijo. La plataforma estaba abarrotada y no había forma de abrirse paso, de modo que cuando el tren se detuvo y abrió las puertas, Gideon entró, confundiéndose con la multitud.
Al arrancar el convoy, vio a través de la sucia ventanilla al asiático del chándal, de pie al otro lado de las vías, buscándolo con la mirada.
«Que te jodan», pensó, cogiéndose a un pasamanos y leyendo el New York Post por encima del hombro de la persona que tenía delante.
24
El persistente sonido del timbre invadió los placenteros sueños de Tom O'Brien igual que un molesto mosquito. Se incorporó con un gruñido y miró el reloj. Nueve y media de la mañana. ¿Quién podía molestarlo a una hora tan intempestiva?
El interfono sonó de nuevo. Tres timbrazos cortos. O'Brien masculló y apartó las sábanas, empujando de paso al gato al suelo. Cruzó el apartamento arrastrando los pies, se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono.
– Que te follen.
– Soy yo, Gideon. Abre.
– ¿Tienes idea de qué hora es?
– Ya te quejarás luego. Abre.
O'Brien accionó el interruptor, descorrió el cerrojo y volvió a sentarse en la cama mientras se pasaba las manos por el rostro. Un minuto más tarde, Gideon entraba, llevando una voluminosa maleta Pelican. O'Brien lo miró fijamente.
– Vaya, vaya, mira quién acaba de llegar. ¿Desde cuándo estás en la ciudad?
Gideon hizo caso omiso de la pregunta, dejó la maleta en el suelo y se acercó a la ventana. Manteniéndose a un lado, apartó ligeramente las cortinas y echó un vistazo.
– ¿Te persigue la pasma? No me dirás que sigues dedicándote a los museos.
– Ya sabes que lo dejé hace tiempo.
– Tienes peor aspecto que una boñiga pinchada en un palo.
– Tú siempre tan amable. Es lo que más me gusta de ti. ¿Dónde está el café?
O'Brien le señaló la mini cocina que había al fondo del estudio. Gideon fue hasta allí, rebuscó entre un montón de platos sucios y salió con una cafetera y dos tazas.
– Tío, apestas, y tu ropa da náuseas -dijo O'Brien, sirviéndose café.
– He estado nadando en el río Harlem y me han seguido en el metro.
– ¿Bromeas?
– Para nada.
– ¿No quieres ducharte?
– Me encantaría, y si tienes algo de ropa que prestarme…
O'Brien fue al armario y buscó entre un montón de ropa de aspecto poco limpio que había en el fondo. Cogió unas cuantas prendas y se las lanzó a Gideon.
Diez minutos más tarde, este apareció limpio y vestido con ropa aceptable. Le iba un poco grande -su amigo no se había mantenido tan delgado- y estaba llena de dibujos satánicos y logotipos del grupo de heavy metal Cannibal Corpse.
– Ahora tienes una pinta cojonuda -comentó O'Brien-, pero llevas los pantalones demasiado subidos. -Alargó la mano y se los tiró hacia abajo, hasta que le quedaron a medio culo-. Así es como tienen que ir.
– Tus gustos musicales y de vestir son patéticos -declaró Gideon subiéndoselos-. Escucha, necesito tu ayuda. Tengo unos problemillas que necesito que me resuelvas.
O'Brien hizo un gesto de indiferencia y tomó un sorbo de café.
Gideon abrió la maleta Pelican y sacó un trozo de papel.
– Estoy en una misión encubierta. No puedo darte detalles, salvo que voy tras unos planos.
– ¿Planos? ¿Qué tipo de planos?
– De un arma.
– Parece una historia de espías. ¿Qué clase de arma?
– No lo sé. Y no puedo contarte más. -Le entregó la hoja de papel-. Ahí tienes una serie de números. No tengo la menor idea de qué significan y quiero que tú me lo digas.
– ¿Es una especie de código?
– Todo lo que sé es que están relacionados con los planos de un arma.
O'Brien les echó un vistazo.
– De momento puedo decirte que, teóricamente, existe una cantidad máxima de información que pueden contener estos números, y no sería suficiente ni para los planos de una escopeta de balines.
– Esos números podrían significar otra cosa, una contraseña, un código bancario, una dirección, un contacto o incluso una receta de chop suey.
O'Brien masculló por lo bajo. Con el tiempo se había acostumbrado a las repentinas apariciones y desapariciones de su amigo, a sus extraños cambios de humor, a sus secretos hábitos y a su casi delictiva conducta; pero aquello era la guinda del pastel. Estudió los números, y una sonrisa apareció en su rostro.
– Te aseguro que estos números no están dispuestos al azar.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me basta con verlos. Dudo que se trate de un código.
– Entonces, ¿qué son?
Tom se encogió de hombros y dejó el papel.
– ¿Qué otros regalitos llevas en esa maleta?
Gideon metió la mano y sacó un pasaporte y una tarjeta de crédito. O'Brien los cogió. Eran chinos. Miró fijamente a su amigo.
– ¿Todo esto es legal?
– Digamos que es necesario por el bien del país.
– ¿Desde cuándo te has vuelto un patriota?
– No tiene nada de malo ser un patriota, especialmente si obtienes una generosa recompensa por ello.
– El patriotismo, amigo mío, es el último refugio de los canallas.
– Ahórrame tus discursos de radical de izquierdas. Todavía no he visto que hicieras las maletas y te largaras a Rusia.
– Vale, vale, no te pongas nervioso. ¿Qué quieres que haga con este pasaporte y esta tarjeta?