– Así es la interpretación -repuso Gideon-. Ahora dame unos minutos y enseguida saldremos y nos meteremos en el papel.
Sacó una lista de contactos que había copiado del teléfono de Wu, abrió su portátil y lo puso en marcha dando gracias a que hubiera Wi-Fi gratis incluso en hoteles de mala muerte como aquel. Se conectó a internet y realizó una búsqueda rápida. Solo había un número de teléfono de Estados Unidos en la lista y estaba marcado como «Fa». Otra búsqueda le indicó que «Fa» era el carácter chino que significaba «comenzar» y también la ficha del mah jong llamada el «Dragón Verde». Probó con el número de teléfono al revés y este le indicó que «Fa» pertenecía a un tal Roger Marion, de Mott Street, en Chinatown.
«Roger», el nombre con el que lo había llamado el científico chino.
Empezó a recoger sus cosas. Con su disfraz y Orchid del brazo estaba seguro de que nadie, ni siquiera su madre, sería capaz de reconocerlo. Fueran quienes fuesen sus perseguidores, buscaban a alguien que iba solo. No se fijarían en un viejo roquero con su putilla.
– Y ahora ¿qué?
– Ahora nos vamos a ver a un viejo amigo de Chinatown y después iremos a visitar a otro que está en el hospital.
– ¿Tienes tiempo para ese servicio gratis del que te hablaba? Ya sabes, para ayudarte a meterte en el papel -dijo con ojos chispeantes mientras apagaba el cigarrillo.
«No, no, no», pensó Gideon, pero contemplando aquella nariz respingona, el cabello negro y la piel sedosa, se oyó decir:
– ¡Qué demonios! Creo que nos sobra un poco de tiempo.
26
El número 426 de Mott Street se hallaba en el corazón de Chinatown, entre Grand y Hester. Gideon estaba de pie, al otro lado de la acera, contemplando el edificio. La carnicería Hong-Li ocupaba la planta baja, y los pisos de arriba formaban la típica casa de Chinatown, apartamentos de ladrillo oscuro con escaleras antiincendios en el exterior.
– Y ahora ¿qué? -quiso saber Orchid, encendiendo otro cigarrillo.
Gideon se lo quitó de los dedos y le dio una calada.
– ¿Por qué no te compras tu propio paquete?
– Porque no fumo.
Ella se echó a reír.
– Quizá podamos encontrar un poco de dim sum por aquí. Me encanta el dim sum.
– Primero tengo que ir a ver a alguien. ¿Te importa esperarme aquí?
– ¿En la calle, dices?
Reprimió un comentario sarcástico y sacó un billete. «Dios, qué bueno es tener dinero», se dijo.
– ¿Por qué no me esperas en ese salón de té? No creo que esto me lleve más de cinco minutos.
– De acuerdo -repuso ella, cogiendo el dinero. Se alejó contoneándose y atrayendo unas cuantas miradas.
Gideon se concentró en el problema que tenía entre manos. No disponía de la suficiente información sobre Roger Marion para inventarse una historia creíble; pero, aun así, un encuentro le sería de utilidad, por breve que fuera. Y cuanto antes, mejor.
Miró cautelosamente a derecha e izquierda, luego cruzó la calle y fue directamente hasta la puerta. Había un interfono con una serie de botones, todos ellos con caracteres chinos. Ni un solo nombre en inglés.
Se dio la vuelta con aire pensativo y detuvo al primer chino que pasaba por allí.
– Discúlpeme, ¿podría ayudarme?
El hombre lo miró.
– Verá, no sé leer chino -explicó Gideon- y estoy intentando averiguar en cuál de estos pisos vive un amigo mío.
– ¿Cómo se llama su amigo?
– Roger Marion, pero lo apodan «Fa», ya sabe, como esa figura del mah jong a la que llaman el «Dragón Verde».
El hombre sonrió y le indicó la etiqueta junto al botón correspondiente: el 4-C.
– Este es Fa.
– Muchas gracias.
El hombre se alejó. Gideon contempló los caracteres chinos y los memorizó. Luego, llamó.
– ¿Sí? -respondió enseguida una voz en un inglés desprovisto de acento.
– ¿Roger? -dijo Gideon en voz baja-. Soy amigo de Mark. Ábrame, por favor.
– ¿Quién? ¿Cómo ha dicho que se llama?
– No tengo tiempo de explicárselo. Me están siguiendo. Ábrame, por favor.
El pestillo se abrió, y Gideon entró. Subió hasta el cuarto piso por una escalera endeble. Encontró el 4-C y llamó.
– ¿Quién es? -preguntó una voz.
– Ya se lo he dicho -repuso Gideon, viendo que tras la mirilla lo observaba un ojo-. Soy amigo de Mark Wu. Me llamo Franklin Van Dorn.
– ¿Y qué quiere?
– Tengo los números.
El cerrojo se descorrió y la puerta se abrió, dejando ver a un hombre bajo, de raza blanca y de unos cuarenta años, con la cabeza afeitada, en buena forma y despierto. Llevaba una camiseta ceñida y un pantalón holgado, como de pijama.
Gideon dio un paso.
– ¿Es usted Roger Marion?
El otro asintió.
– ¿Mark le dio los números? Pues démelos.
– No puedo hacerlo hasta que me diga de qué va todo esto.
Una expresión de suspicacia apareció en el rostro del hombre.
– No necesita saber nada. Si de verdad fuera amigo de Mark no lo preguntaría.
– Tengo que saberlo.
Marion lo miró fijamente.
– ¿Por qué?
Gideon no contestó y se mantuvo firme. Entretanto, echó una ojeada al interior del pequeño pero pulcro apartamento. Había ideogramas chinos en las paredes y un curioso tapiz con un dibujo de una cruz gamada al revés rodeada por el símbolo del yin y el yang y motivos en forma de espiral. También vio aparadores y unos títulos enmarcados que, vistos más de cerca, resultaron ser premios en competiciones de kung-fu. Volvió la atención a su interlocutor, que lo miraba como si estuviera sopesando la situación. No parecía en absoluto nervioso. Había algo en su actitud que hizo que Gideon comprendiera que no era de los que iban por ahí imponiéndose por la fuerza, pero que, llegado el caso, era capaz de recurrir a ella.
– ¡Fuera de aquí! -dijo Marion, dando un paso hacia Gideon con aspecto amenazador-. ¡Lárguese ahora mismo!
– Pero si tengo los números…
– No me fío de usted. Es un mentiroso. ¡Márchese!
Gideon hizo ademán de ponerle la mano en el hombro.
– ¿Cómo sabe que le estoy min…?
Con aterradora rapidez, Marion lo agarró por la muñeca, le dio la vuelta y le retorció el brazo contra la espalda.
– ¡Joder! -gritó Gideon, sintiendo un dolor lacerante.
– ¡He dicho fuera! -exclamó Marion, empujándolo al pasillo y cerrando de un portazo.
De pie, en el corredor, Gideon se masajeó el brazo dolorido con aire pensativo. No estaba acostumbrado a que lo echaran a patadas de los sitios y desde luego no le había parecido una sensación agradable. Había supuesto que inventar una historia sería peor, pero era posible que se hubiera equivocado. Confió en no estar perdiendo el olfato.
Encontró a Orchid en el salón de té, devorando una ración de pato con arroz.
– No tenían dim sum, pero esto también está bueno -dijo mientras la salsa le goteaba por la barbilla.
– Tenemos que irnos.
Haciendo caso omiso de sus protestas, la sacó a la calle y fueron hasta Grand, donde cogieron un taxi.
– Al hospital Monte Sinaí -indicó al conductor.
– ¿Vamos a visitar a tu amigo? -preguntó Orchid.
Gideon asintió.
– ¿Está enfermo?
– Mucho.
– Lo siento. ¿Qué le ha ocurrido?
– Un accidente de coche.
Gideon dio su verdadero nombre en el mostrador de recepción, asegurándose de que no lo oyera nadie salvo la enfermera de turno. A pesar de que tenía un aspecto muy diferente al del Gideon Crew que se había presentado allí poco después del accidente, confiaba en que, siendo un hospital tan grande, no se encontraría con nadie de aquella noche. Ese mismo día, cuando había llamado se enteró de que a Wu lo habían trasladado a Cuidados Intensivos y de que seguramente saldría del coma. No había recobrado la lucidez, pero eso podía ocurrir en cualquier momento.