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El momento sería en ese instante.

Había ido preparado con un brillante plan de ingeniería sociaclass="underline" pensaba hablar con Wu haciéndose pasar por Roger Marion y conseguir que el científico se lo confesara todo: la ubicación de los planos, el significado de los números; todo. Lo había repasado con detalle y estaba seguro de que tenía al menos un noventa por ciento de posibilidades de que funcionara. No creía que Wu hubiera visto alguna vez o conociera a Roger. Como mucho, habrían hablado por teléfono. Tras su encuentro con él, Gideon tenía una idea bastante aproximada de cómo hablaba y sonaba. Además, Wu seguramente estaría desorientado y con la guardia baja. Por otra parte, la noche del accidente estaba demasiado traumatizado para recordar los rasgos del individuo que lo había sacado de entre los hierros del taxi. Iba a ser pan comido. A pesar de que le hubieran disparado y obligado a zambullirse en el río, aquellos cien mil dólares serían los que le habían costado menos esfuerzo ganar en toda su vida.

La atareada enfermera no se molestó siquiera en comprobar su identidad y simplemente se limitó a enviarlo, a él y a Orchid, a una espaciosa sala de espera. Gideon miró a su alrededor, pero no vio a nadie conocido. Aun así, estaba seguro de que quienes lo seguían no se hallaban lejos.

– El doctor bajará enseguida -les dijo la enfermera.

– ¿No podemos ir a visitar a Mark sin más?

– No.

– Pero si me dijeron que se encontraba mejor.

– Lo siento, tendrá que esperar al doctor.

El médico llegó unos minutos después. Tenía buen porte y un abundante cabello blanco.

– ¿El señor Crew? -preguntó al entrar en la sala de espera con aire contrito.

Gideon se puso en pie de un salto.

– Soy yo, doctor. ¿Cómo está Mark?

– ¿Y esta joven es…?

– Una amiga. Ha venido para acompañarme.

– Muy bien -dijo el médico-. Vengan conmigo, por favor.

Entraron con él en una sala de espera más pequeña, que parecía un despacho. El médico cerró la puerta tras ellos.

– Señor Crew, lamento mucho tener que decirle esto, pero el señor Wu falleció hará cosa de una media hora.

Para Gideon fue como recibir un mazazo.

– No sabe cuánto lo siento -insistió el médico.

– Pero… ustedes no me han llamado, no me han llamado para que estuviera a su lado en los últimos momentos.

– Intentamos ponernos en contacto con usted en el teléfono que nos dio, pero no lo conseguimos.

«¡Maldición!», pensó Gideon al caer en la cuenta de que su móvil no había sobrevivido al chapuzón.

– La situación del señor Wu dio muestras de estabilizarse. Durante unas horas tuvimos esperanzas de que se recuperaría, pero sus lesiones eran muy graves y la septicemia se extendió. Es frecuente en casos como este. Hicimos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente.

Gideon tragó saliva y notó la reconfortante mano de Orchid en su hombro.

– Tengo aquí unos papeles relacionados con la disposición de los restos mortales del señor Wu que, como pariente más próximo, debería usted rellenar -explicó el médico, entregando un sobre marrón a Gideon-. No tiene que hacerlo ahora, pero cuanto antes mejor. Dentro de tres días, los restos mortales de su amigo serán trasladados al depósito de la ciudad, a la espera de sus instrucciones. ¿Quiere que me ocupe de los detalles para que pueda ver el cadáver?

– No, no será necesario. -Gideon recogió el sobre-. Gracias, doctor. Gracias a todos por su ayuda.

El médico asintió.

– Por casualidad… -añadió Gideon-. ¿Sabe si Mark dijo algo antes de morir? Cuando hablé con el hospital, esta mañana, la enfermera me dijo que creía que había recobrado la conciencia. Si dijo algo, lo que fuera, aunque pareciera no tener sentido, me gustaría saber qué fue.

– Es cierto que dio muestras de recobrar la conciencia, pero en realidad no llegó a despertar ni a hablar. Luego la septicemia hizo el resto. Lo lamento mucho, señor Crew. Si le sirve de consuelo, le diré que no sufrió.

– Gracias, doctor.

El médico se despidió con un gesto de cabeza y salió.

Gideon se dejó caer en un asiento. Orchid se sentó junto a él con expresión contrita. Él se metió la mano en el bolsillo, sacó unos cuantos billetes y se los entregó.

– Esto es para ti. Cuando salgamos del hospital, subiremos juntos a un taxi, pero al cabo de un rato yo me bajaré y tú seguirás. Dile que te lleve a donde quieras.

La joven no cogió el dinero.

– Gracias por tu ayuda -añadió Gideon-. Te lo agradezco de verdad.

– Creighton o Crew o como quiera que te llames, no creas que no me he dado cuenta de que esto no tiene nada que ver con un numerito del Método. Eres un buen tipo y hace tiempo que no me topo con ningún buen tipo. Sea lo que sea en lo que estés metido, me gustaría ayudarte. -Le dio un apretón en la mano.

Gideon se aclaró la garganta.

– Gracias, pero esto es algo que debo hacer solo -dijo, aunque sabía que aquella excusa resultaba poco convincente.

– Pero… ¿Volveré a verte? No lo pregunto por el dinero.

Gideon la miró y se sorprendió por la expresión que vio en el rostro de la chica. Pensó en mentirle, pero decidió que la verdad sería, a la postre, menos dolorosa.

– No, no voy a llamarte. Escucha, este dinero es tuyo, te lo has ganado. -Le dio los billetes con un rápido apretón de manos.

– No lo quiero -contestó ella-. Lo que quiero es que me llames.

– Mira -repuso Gideon con toda la frialdad de la que fue capaz-, lo nuestro era un trato de negocios. Has hecho bien tu trabajo, de modo que coge el dinero y vete.

Orchid lo cogió de un manotazo.

– Eres un gilipollas.

Se levantó para marcharse, y Gideon fingió no ver que estaba llorando.

– Adiós -le dijo, lamentándolo en su interior.

– Adiós, capullo.

27

Gideon caminaba por la Quinta Avenida y entró en Central Park por la puerta de la calle Ciento dos. Se sentía fatal. Era última hora de la tarde, y los joggers estaban por todas partes. No sabía cómo quitarse la mirada de Orchid de la cabeza. Además, con Wu muerto -lo cual significaba que su misión había fracaso estrepitosamente-, había empezado a repasar una y otra vez las palabras de Glinn, cuando este había sacado con aire fúnebre su expediente médico. «Malformación arteriovenosa.» Cuantas más vueltas le daba, menos probable le parecía que aquella dolencia pudiera acabar con su vida en menos de un año, sin previo aviso, sin que hubiera tratamiento ni síntoma alguno. Se le antojaba turbio, una vulgar manipulación psicológica. Glinn le parecía la clase de individuo capaz de contar la historia más inverosímil con tal de salirse con la suya. Caminó sin rumbo, sin saber adónde iba, cruzando los diamantes de béisbol, hacia el oeste.

«Todo esto es una locura -se dijo-. Olvídate de Orchid, del expediente y sigue adelante. Céntrate en el problema.» Pero no podía olvidarlo. Cogió el móvil que acababa de comprar, uno barato de usar y tirar, y llamó a Tom O'Brien mientras seguía caminando.

– ¿Qué pasa? -fue la áspera respuesta tras varios timbrazos.

– Soy Gideon. ¿Qué noticias tienes?

– Oye, me dijiste que tenía veinticuatro horas.

– ¿Y? ¿Qué noticias tienes?

– Bueno, la tarjeta de crédito y el pasaporte no son más que eso. No figuran datos ocultos. Con el móvil pasa lo mismo. Es de los nuevecitos, con su tarjeta SIM. Seguramente es recién comprado.

– ¡Maldita sea!

– Lo único que contiene son los contactos que tú ya has copiado y unas cuantas llamadas recientes. Eso es todo. Nada de información oculta, nada de microchips raros, nada de nada.

– ¿Y qué me dices de la serie de números que te di?

– Eso es mucho más interesante. Sigo trabajando en ellos.