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Oyó un chirrido y reconoció al instante que procedía del picaporte pringoso de la puerta. Se quedó muy quieto al ver que giraba lentamente, sacó con un gesto rápido la navaja del bolsillo y corrió de puntillas hasta situarse tras la puerta. El corazón le latía con fuerza.

El tirador dejó de girar, y la puerta empezó a abrirse. Tom se preparó, con el cuchillo en alto, listo para golpear.

– Tom… -dijo una voz entre susurros.

– Por Dios… -suspiró O'Brien mientras Gideon entraba. Sin embargo, la persona que vio no se parecía en nada a su amigo y no pudo evitar soltar un grito mientras retrocedía con el cuchillo en la mano-. ¿Quién coño…?

– Oye, soy yo.

– Joder, tienes un aspecto horrible. ¿Qué pretendes con tanto sigilo? Además, ¿cómo has entrado? El edificio está cerrado por las noches. Espera, no me lo digas. Los viejos hábitos nunca desaparecen del todo, ¿verdad?

Gideon cerró tras él, apartó un montón de libros de una silla y se dejó caer en ella.

– Lamento el subterfugio. La verdad es que lo he hecho por tu seguridad.

O'Brien masculló algo ininteligible.

– Podrías haber llamado antes.

– Me temo que la CIA está implicada en esto -explicó Gideon-. No me extrañaría que me hubieran pinchado el teléfono.

– Creía que trabajabas para el gobierno.

– Los caminos del Señor son inescrutables.

O'Brien dobló la hoja de la navaja y se la guardó en el bolsillo.

– Me has dado un susto de muerte. -Miró a Gideon de arriba abajo-. Tío, parece que hayas pasado la vida alimentándote de perritos calientes y batidos.

– Sí, es sorprendente lo que se puede lograr con unas simples prótesis, ¿verdad? ¿Qué tal va el trabajo?

– Regular. -O'Brien fue hasta su mesa, abarrotada de papeles, y seleccionó unos cuantos-. Echa un vistazo a esto.

Gideon cogió las hojas.

– Esos números no son más que una lista. -Puso otra hoja ante Gideon-. Aquí están tal como me los diste, salvo que los he descompuesto en grupos de tres dígitos. Y cuando lo hice apareció un patrón curioso. Echa un vistazo.

871 050 033 022 014 010

478 364 156 002

211 205 197 150 135 101 001

750 250

336 299 242 114 009

917 052 009 008 007 004 003

500 278 100 065 057

616 384

370 325 300 005

844 092 060 001 001 001 001

– ¿Qué te parece? -preguntó O'Brien, sonriendo a su amigo, que no veía patrón alguno. Había gente que era negada para los números.

– No me parece nada -declaró Gideon.

– Fíjate bien. Diez grupos de números de tres dígitos. Hasta un tonto lo vería.

– ¿Te refieres a que cada grupo está en orden descendente?

– Sí, pero eso no es lo mejor. Examina cada grupo y haz la suma.

Se hizo un largo silencio.

– ¡Vaya!

– En efecto, todos suman mil.

– ¿Y eso significa…?

– Supongo que se trata de una lista de porcentajes, en la que cada uno se añade hasta alcanzar mil o un ciento por ciento con un dígito a la derecha del decimal. Se trata de algún tipo de fórmula. Diez formulaciones dispuestas con los porcentajes de sus distintos componentes que suman el cien por cien.

– ¿El cien por cien de qué?

– Podría tratarse de la composición de algún tipo de explosivo de alta potencia o una fórmula metalúrgica exótica o la fórmula de un isótopo. No soy ni químico ni físico especialista en condensación de la materia. Tengo que consultar con un experto.

– ¿Tienes a alguien en mente?

– He pensado en Sadie Epstein. Es profesora del departamento de física y una experta en el análisis de cuasicristales metaestables.

– ¿Y es discreta?

– Mucho. De todos modos tampoco pensaba darle demasiadas explicaciones.

– Dale la información con una historia que haga de tapadera. Piensa en algo. Di que se trata de algún concurso. Podrías ganar un viaje a Oxford para la Conferencia Newton sobre Matemáticas que se celebra en septiembre.

– ¿Es que nunca puedes dejar de mentir? Te inventas historias incluso cuando no son necesarias.

– Mentir no me divierte especialmente.

– ¡Pero si eres el santo patrón de los mentirosos! ¿Y desde cuándo tienes pasta? Normalmente, lo tuyo es estar con una mano delante y otra detrás. ¿Dónde te has instalado?

– Voy dando tumbos. Anoche estuve en un hotelucho de veinte pavos la hora, en Canarsie. Esta noche me colaré en el Waldorf. Mañana tengo que tomar un avión a Hong Kong.

– ¿Hong Kong? ¿Cuánto tiempo piensas estar fuera?

– No más de un día. Me pasaré por aquí cuando vuelva, a ver qué has averiguado. No me llames, y, por favor, que esa Sadie Epstein mantenga la boca cerrada.

31

Norio Tatsuda llevaba seis años cubriendo el trayecto Tokio-Nueva York como ayudante de vuelo de la Japan Airline, y, cuando vio al hombre sentado en el asiento equivocado, reconoció al instante el tipo de pasajero al que debería enfrentarse: uno de esos viajeros poco experimentados y combativos, convencidos de que los demás pretenden aprovecharse de ellos a la menor ocasión. Vestía un traje caro, un estúpido sombrero blando con la bandera estadounidense y aferraba una bolsa de plástico como si cualquiera de los numerosos delincuentes que merodeaban por la cabina fuera a arrebatársela.

Con su más amplia y falsa sonrisa, Tatsuda se acercó al individuo y lo saludó con una ligera reverencia.

– Disculpe, señor. ¿Me permite su tarjeta de embarque?

– ¿Para qué? -respondió el otro.

– Bueno, parece que a esta señora -señaló a una mujer que esperaba tras él- le han asignado el asiento en el que está usted. Por eso quisiera comprobar su tarjeta de embarque.

– Estoy en el asiento correcto -contestó el hombre.

– No lo pongo en duda, señor. Probablemente se trata de un error del sistema, pero aun así debo comprobarlo. -Siguió sonriendo imperturbablemente a aquel energúmeno ceñudo.

El hombre rebuscó en un bolsillo con expresión hosca y le entregó una tarjeta arrugada.

– Aquí la tiene, si tanto le interesa.

– No sabe cuánto se lo agradezco -repuso el asistente mientras comprobaba que, en efecto, el pasajero se había equivocado de asiento.

– ¿Es usted el señor Gideon Crew?

– Eso es lo que pone, ¿no?

– En efecto, es lo que pone, pero verá, señor Crew, según esta tarjeta -una sonrisa aún más amplia-, su asiento está en la parte delantera, en la clase «business».

– ¿Business? No viajo por negocios. Voy a ver a mi hijo.

Tatsuda se dijo que la estupidez de aquel individuo rozaba lo sobrenatural. Su expresión hosca, sus labios fruncidos, su ceñudo entrecejo y su protuberante mentón lo confirmaban.

– Señor Crew, la clase «business» no es solo para gente que viaja por negocios. Allí disfrutará de más espacio y de un mejor servicio. -Le mostró la tarjeta-. Tendrá un asiento mucho más amplio.

Crew lo fulminó con la mirada.

– Mi hijo compró el billete. Yo no entiendo de estas cosas, pero aquí estoy y aquí me quedo, gracias.

Tatsuda nunca se había encontrado en una situación como aquella. Miró a la mujer que esperaba pacientemente tras él. Era japonesa y no había entendido nada de la conversación. Se volvió hacia el tozudo pasajero.

– Señor, ¿me está diciendo que prefiere quedarse aquí durante todo el vuelo? Debo advertirle que su asiento en la clase «business» es mucho más cómodo.

– Eso es lo que le he dicho, ¿verdad? No me gusta la gente de negocios. Son todos una banda de ladrones. Quiero quedarme aquí, en el centro del avión, donde estoy más seguro; no delante, que es la zona mortal en caso de accidente. Eso me dijo mi hijo y eso es lo que quiero.

Tatsuda hizo otra reverencia, se volvió hacia la mujer y le habló en japonés.