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– Este caballero -le dijo-, querría cambiar su asiento de clase «business» por el de usted, de clase «turista». ¿Le parece bien?

Le pareció bien.

***

Tatsuda sabía que, con un pasajero como Gideon Crew, los problemas no habían hecho más que empezar. El siguiente se produjo cuando el capitán apagó la luz de «abrocharse los cinturones». Cuando recorría el pasillo tomando nota de las bebidas, encontró a Crew, de pie, encorvado sobre su asiento. Había apartado el cojín y estaba rebuscando entre las costuras y los resquicios de los lados.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, señor Crew?

– He perdido mis malditas lentes de contacto.

– Permítame que lo ayude.

– ¿Ayudarme? -exclamó, mirando a Tatsuda con un ojo medio cerrado-. ¿Cómo va a ayudarme si apenas puedo volverme en este espacio?

Tatsuda vio que el pasajero de al lado entornaba los ojos con cara de exasperación.

– Si quiere que lo ayude, dígamelo -repuso el ayudante de vuelo-. Entretanto, si es tan amable de decirme lo que le apetece tomar…

– Un gin-tonic.

– Sí, señor.

Tatsuda se retiró, pero siguió vigilando a Crew desde su rincón de trabajo. El energúmeno había acabado de palpar en el cojín de su asiento y en esos momentos rebuscaba en el respaldo del de delante. Vio que con sus violentas manipulaciones había conseguido desgarrar una de las costuras y que la tapicería parecía haberse roto. Tendría que controlar el consumo de alcohol de aquel sujeto porque le parecía de esos que aprovechaban la excusa de un viaje largo en avión para emborracharse.

Sin embargo, Crew no pidió una segunda copa y, tras una interminable y obsesiva búsqueda -que incluyó los compartimientos superiores para el equipaje de mano, como si sus lentillas hubieran podido moverse hacia arriba- se sumió en un profundo sueño. De modo que, para alivio del ayudante de vuelo, el difícil pasajero durmió como un niño durante el resto del vuelo a Tokio.

32

Gideon entró en el amplio vestíbulo del hotel Tai Tam de Hong Kong y se detuvo un momento mientras se abrochaba el traje y contemplaba aquella inmensidad de mármol blanco y negro y la fría opulencia de latón dorado y cristal. Su llegada había transcurrido con aparente normalidad. Había pasado el control de pasaportes sin problemas y todo había ido como la seda. Se sentía razonablemente seguro de haber logrado despistar a Nodding Crane y a cualquier posible asesino antes de salir de Estados Unidos. ¿Quién imaginaría que alguien a quien perseguía un agente chino embarcara en un avión hacia China? A menudo, lo imprevisible resultaba el camino más seguro.

Se acercó al mostrador, dio su nombre, recogió la tarjeta de su cuarto y subió en el ascensor hasta el piso veintidós. Había reservado una lujosa habitación con vistas a la bahía y gastado una considerable cantidad de dinero en ropa cara porque formaba parte de su tapadera. Los veinte mil dólares que Glinn le había dado se habían esfumado casi por completo. Solo le quedaba confiar en que recibiría otra milagrosa inyección de liquidez. De lo contrario, tendría serios problemas.

Tiró el estúpido sombrero a la basura junto con la bolsa de plástico, tomó una ducha y se puso ropa limpia que le había costado cuatro de los grandes, sin contar los zapatos de mil pavos.

– Qué poco cuesta acostumbrarse -dijo para sí en voz alta, mirándose al espejo. Se preguntó si debía cortarse el pelo, pero decidió que no. La ligera melena le daba un aire muy punto com.

Miró la hora. Las cuatro de la tarde… del día siguiente. Después de haber registrado a conciencia el que había sido el asiento de Wu en el avión y asegurarse de que el científico no se había dejado nada, había dormido lo suficiente para aguantar dos días de pie. En esos momentos, tenía trabajo por delante.

Tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, entró en el bar Kowloon, se sentó en la barra y pidió un martini de Beefeater con una peladura de limón. La purpúrea luz del establecimiento daba a su piel un aspecto cadavérico. Apuró su bebida, pagó en metálico y salió al vestíbulo. El mostrador del conserje se encontraba a un lado. Esperó a que la gente se alejara y se acercó. Había dos conserjes, y se dirigió al más joven.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor? -preguntó el hombre, que era la perfecta encarnación de la discreción y la profesionalidad.

– Verá, estoy aquí por negocios y viajo solo -le dijo en voz baja Gideon, llevándoselo aparte.

El otro asintió levemente.

– Me gustaría disfrutar de buena compañía esta noche. ¿Es usted la persona con quien debo hablar para un asunto así?

– Hay un caballero en el hotel que se ocupa de estos asuntos -repuso el conserje en voz igualmente baja y desprovista de cualquier inflexión-. ¿Sería tan amable de acompañarme?

Gideon siguió al conserje, que cruzó el vestíbulo y lo hizo pasar a un pequeño despacho donde había otro hombre con idéntico aspecto que se levantó de la mesa.

– Por favor, siéntese.

Gideon tomó asiento mientras el conserje salía y cerraba la puerta. El caballero ocupó su lugar tras el escritorio donde había varios teléfonos y un ordenador.

– ¿Qué tipo de compañía desea?

– Bueno -repuso Gideon riendo nerviosamente y asegurándose de que los vapores del martini se esparcieran por la habitación-, un hombre que viaja solo, lejos de su familia, se siente bastante solo. ¿Sabe a qué me refiero?

– Desde luego -contestó el hombre con aire impasible y las manos entrelazadas.

– Verá… Me gustaría una rubia, caucásica, atlética, de metro ochenta. Joven pero no tan joven. Ya me entiende, veinte largos.

El otro asintió.

– También me gustaría saber si puedo contratar algo especial.

– Desde luego -dijo el hombre simplemente.

– Bien, en ese caso… -Titubeó, pero luego se lanzó y lo soltó de corrido-. Me gustan dominantes. ¿Sabe lo que es eso?

– Se puede arreglar.

– Y quiero la mejor, la más experimentada.

Otro gesto afirmativo.

– Los servicios de compañía requieren el pago por adelantado y en metálico. ¿Desea usted aprovechar nuestros servicios bancarios antes de que haga los arreglos oportunos?

– No hace falta -contestó con una risa nerviosa, dándose un golpecito en el bolsillo de la cartera y pensando que aquello iba a acabar con sus últimas reservas-. Voy bien provisto.

El hombre se levantó.

– ¿Cuándo desea que venga su acompañante?

– Lo antes posible. Me gustaría tomar una copa, cenar y estar con ella digamos que… hasta medianoche.

– Muy bien. Lo llamará a su habitación tan pronto como llegue.

33

Gideon entró en el bar y la vio sentada al final de la barra, con una copa en la mano. Le sorprendió lo atractiva que era, alta y espigada, en absoluto tan musculosa como había esperado. Por su parte, él había cambiado el traje por unos vaqueros negros de diseño, una camiseta italiana y unos Chuck Taylors. Se acercó y se sentó junto a ella.

– Disculpe, pero estoy esperando a alguien -le dijo la joven con acento australiano.

– El hombre al que está esperando soy yo. Me llamo Gideon Crew, a su servicio. -El barman se acercó-. Tomaré lo mismo que ella -le dijo Gideon.

– ¿San Pellegrino?

– ¡Caramba, no! Llévese eso y tráiganos un par de martinis.

Vio que la chica lo miraba y creyó ver en sus ojos una expresión de agradable sorpresa.

– Pensaba que iba a encontrarme con un viejo gordo.

– Pues no. No soy viejo y no estoy gordo. ¿Cómo te llamas?

Una sonrisa le iluminó el rostro.

– Gerta. ¿Cuántos años tienes?

– Más o menos los mismos que tú. ¿De dónde eres? ¿De Coomooroo, de Goomalling?

Se echó a reír.