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– Menuda sorpresa. ¿Conoces Australia?

Gideon miró el reloj.

– Cojamos estas bebidas y vayamos a cenar algo al restaurante. Me estoy muriendo de hambre.

Tras encargar un Château Pétrus y algo para picar, Gideon soltó todo lo que llevaba dentro. Lo hizo lentamente, con reticencia y solo porque ella se lo pedía amablemente. Le contó a Gerta cómo había ganado una fortuna con la venta de su empresa, lo duro que había trabajado, tanto que casi no había visto crecer a su hijo; cómo su esposa se había divorciado y poco después se había matado con el niño en un accidente de coche; cuánto le había costado reconocer a su hijo en el ataúd por llevar tanto tiempo sin verlo; que allí estaba, un multimillonario tan solitario que sería capaz de dar todo lo que tenía a cambio de poder pasar tan solo una hora con su hijo, tan solo una de las muchas que había malgastado amasando dinero mientras él lo esperaba despierto todas las noches, con una linterna encendida bajo las sábanas para no estar dormido cuando papá llegara a casa. Pero no, siempre lo encontraba dormido y con la linterna casi sin pilas. Incluso sacó de la cartera la foto de un crío adorable y derramó una solitaria lágrima mientras se declaraba el millonario más triste y solo del planeta.

Gerta lo recompensó con su propia lagrimita.

Cuando entraron en la habitación, ella empezó a sacar sus cosas, pero a Gideon le pareció que lo hacía con cierta reticencia. Así pues, mientras abría su bolsa, él le dijo que nunca había conocido a nadie como ella y que lo que más deseaba era ser su amigo y charlar un poco más; que la encontraba tan inteligente y divertida que no se imaginaba haciendo aquellas cosas -cosas que lo ayudaban a olvidar, aunque solo un poco- con ella porque en esos momentos la respetaba demasiado.

Gideon le pidió que le contara sus experiencias más interesantes, y Gerta -reticente al principio, pero cada vez más entusiasmada por la fascinación que él mostraba- empezó a hablarle de su trabajo. Se sentaron en la cama, frente a frente, con las piernas cruzadas mientras Gerta le iba contando. Tras cinco o seis batallitas, llegó al meollo. Había ocurrido hacía un par de semanas, le dijo. La había contratado un tipo de una empresa australiana para un trabajito especial. Según parecía, los chinos habían robado tecnología de su empresa -¿sabía Gideon que los chinos llevaban tiempo pirateando las empresas australianas?- y quería pillar a uno de aquellos ejecutivos chinos en una situación comprometida para obligarlo a devolver lo que había robado. El precio, diez mil dólares por una noche de trabajo.

– Esperaba encontrarme con el típico gángster -explicó-, pero resultó ser un tipo menudo y nervioso. Tardó una eternidad en decirme lo que quería que hiciera -rió-, pero cuando se lanzó… ¡Un tipo de cuidado!

Gideon se rió con ella y se levantó para abrir una botella de champán del minibar. Llenó dos copas.

– Sí, fue gracioso -continuó Gerta-. Parecía un adolescente impaciente.

– ¿A qué tipo de trabajo se dedicaba? -preguntó Gideon.

– No lo sé, a mí me sonó a algo muy misterioso. Creo que tenía que ver con la electricidad. Ni siquiera mencionó que su verdadera actividad fuera robar secretos australianos.

– ¿Electricidad?

– Bueno, creo que fue eso lo que dijo. O puede que fuera «electrones» o algo así. Me dio a entender que todo iba a cambiar, que China se apoderaría del mundo entero. La verdad es que estaba muy borracho y no se le entendía demasiado.

– ¿Y a los australianos que te contrataron les fue de utilidad la información?

– Estaban más interesados en grabarlo todo en vídeo. Pensaban obligarlo a devolver la tecnología que había robado.

– ¿Qué clase de tecnología?

Gerta tomó un trago de champán.

– No me lo dijeron. Era secreto.

– ¿Y todo ocurrió en su habitación?

– Oh, sí. Nunca cojo una habitación para mí.

– ¿Te fijaste si tenía un portátil o uno de esos discos duros de bolsillo?

Gerta lo miró.

– No lo sé. Creo que no. ¿Por qué?

Gideon comprendió que estaba yendo demasiado lejos.

– Solo por curiosidad. Has dicho que era un científico. Se me ocurre que quizá tuviera en la habitación lo que había robado.

– Puede. No me fijé. Tenía el cuarto muy ordenado, todo recogido.

Gideon decidió hacer un último intento.

– ¿No dijo nada acerca de un arma secreta?

– ¿Un arma secreta? No. Habló mucho de que China dominaría el mundo, ya sabes, las típicas fanfarronadas. Es algo que oigo a menudo en boca de los ejecutivos chinos. Ellos creen que antes de veinte años nos habrán enterrado a todos.

– ¿Qué más te contó?

– No mucho. Cuando acabamos, de repente se puso bastante paranoico y empezó a buscar micrófonos y esas cosas. Temía por mí. Recobró la sobriedad muy deprisa. La verdad es que el miedo que le entró me asustó bastante.

– ¿Y ellos te pagaron los diez mil?

– Sí. Cinco por adelantado y los otros cinco después.

– ¿Y dices que eran australianos?

– Sí, de Sidney, de donde soy yo. Estuvo bien encontrarme con unos paisanos.

Gideon asintió. La CIA era más lista de lo que suponía.

– Después de ese tipo -prosiguió Gerta entre risas y derramando un poco de champán-, me tocó un tío que quería que participara su mascota, que era un mono. ¡Puaj! Los monos son unos bichos de lo más desagradables. ¡No creerías lo que ese tío me pidió!

Al final, Gerta acabó durmiéndose encima de la cama, roncando suavemente. Gideon la arropó con cuidado y se tumbó junto a ella con la cabeza dándole vueltas por culpa de los martinis, el vino y el champán.

34

Llegaron alrededor de las ocho de la mañana, vestidos con traje oscuro como si fueran un grupo de empresarios de la construcción de Hong Kong, entraron con su propia llave, invadieron la habitación y permanecieron educadamente en silencio mientras el jefe les hablaba.

– ¿El señor Gideon Crew?

Gideon se incorporó en la cama. La cabeza le latía con fuerza.

– ¿Humm? ¿Sí? -Aquello no presagiaba nada bueno.

– Por favor, acompáñenos.

Los miró un momento. Gerta seguía durmiendo a su lado como si nada.

– No, gracias.

Los dos individuos que flanqueaban al jefe sacaron sendas automáticas de nueve milímetros.

– Por favor, no nos cause problemas. Esto es un hotel de lujo.

– Está bien. ¿Puedo vestirme?

– Desde luego.

Salió de la cama, intentando no pensar en la resaca y hacerse cargo de la situación mientras los hombres lo miraban. Confió en que Gerta no se despertara, porque eso añadiría un elemento impredecible. Tenía que pensar en algo y rápido. Todo acabaría cuando lo metieran en el coche.

– ¿Puedo ducharme antes?

– No.

Gideon se dirigió al vestidor.

– Saque la ropa y vístase aquí.

Lentamente, mientras se esforzaba por pensar en algo, se puso el traje de cuatro mil dólares, la corbata y los zapatos a juego. Con el dinero que le habían costado, no quería perderlos.

– Síganos.

Los matones lo rodearon formando un círculo compacto. Las pistolas desaparecieron en cuanto salieron al pasillo. Entraron en el ascensor, que los esperaba con la puerta abierta. La mente de Gideon trabajaba a toda velocidad, pero no se le ocurría nada. ¿Montar una escena en el vestíbulo? ¿Empezar a gritar como un loco que lo estaban secuestrando? ¿Echar a correr? Sopesó las distintas alternativas pero siempre llegaba a la misma conclusión: de una manera u otra acabaría con un balazo en el cuerpo. El problema era que esos individuos sin duda tendrían una historia mejor que la suya. Y, además, una acreditación oficial. Imposible ganar.

El ascensor llegó a la planta baja, y las puertas se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo de mármol. En el otro extremo, más allá de las paredes de cristal que daban a la entrada, vio aparcados tres todoterrenos negros, custodiados por más tipos con traje. Sus escoltas le dieron un empujón para que caminara más deprisa.