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– Lo dudo.

– ¿Se sabe algo concreto sobre el arma?

– Esa es la parte que da más miedo. No sabemos si se trata de un artefacto nuclear nuevo y más potente o algo completamente distinto y desconocido. La combinación de científicos que trabajan en Lop Nor parece indicar esto último. En ese centro faltan físicos nucleares y especialistas en hidrógeno, pero hay muchos otros en metalurgia, nanotecnología, condensación de la materia y física cuántica.

– ¿Física cuántica? Suena a una especie de arma de partículas perfeccionada, un arma láser o un mini agujero negro, incluso un artefacto de antimateria.

– Eres más inteligente de lo que pareces. ¿A qué te dedicas exactamente en Los Álamos?

– Diseño y pruebo lentes altamente explosivas.

– ¿Qué es eso?

– Es material secreto. Pero puedo decirte que son lentes de explosivos convencionales que se utilizan en los montajes que se usan para implosionar los núcleos de los artefactos nucleares.

Mindy tomó otro sorbo de su bebida.

– ¿Y cómo se consigue experiencia para un trabajo así?

Gideon se encogió de hombros.

– En mi caso, me gustaba hacer saltar cosas por los aires.

– ¿Te refieres a coches, a gente?

– No. Empezó como un juego de críos. Solía montar mis propios artilugios pirotécnicos y mezclar mi propia pólvora. Una especie de petardos. Los hacía estallar en el bosque que había detrás de casa y cobraba una entrada a los chavales del colegio que venían a verlo. Más adelante, demostraron tener otras… utilidades -dijo, bostezando.

– Vaya, todo un hombre del Renacimiento. ¿Quieres pedir la cena?

– Estoy demasiado cansado para comer.

– ¿Cansado? Entonces deberíamos pedir dos habitaciones, ¿verdad? -Sus labios se curvaron en una sonrisa picara.

Gideon contempló la nariz pecosa, el cabello lustroso y aquellos ojos verdes.

– Bueno, tampoco estoy tan cansado.

Mindy dejó un billete de cincuenta en la mesa y se levantó.

– Bien, no me gusta malgastar el dinero de los contribuyentes en una habitación que nadie va a utilizar.

37

Roger Marion cerró la puerta de su apartamento, echó el pestillo y dejó escapar un suspiro. Era un jueves bullicioso en Chinatown, y Mott Street estaba llena de gente. El murmullo de la calle le llegaba incluso a través de las ventanas cerradas de barrotes que daban a la escalera de incendios de la fachada.

Hizo una breve pausa para serenarse y recobrar la calma, alterada por el incesante caos de la ciudad. Cerró los ojos, se concentró y realizó una serie de movimientos conocidos como mile shenyao. Le salieron con total fluidez y coordinación, y sintió cómo la rueda del dharma giraba y giraba, eternamente.

Cuando hubo completado los ejercicios, fue a la cocina para preparar un poco de té. Puso agua a hervir, cogió la tetera de hierro colado, una lata de té blanco, una taza y lo dispuso todo en una bandeja. Justo antes de que el agua rompiera a hervir, apagó el fuego, echó un poco en la tetera para calentarla, la tiró al fregadero, añadió una cucharada de té blanco y llenó la tetera con el agua humeante. Llevó la bandeja al salón y se encontró con un hombre de pie en medio de la estancia, con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro.

– Té, qué bonito detalle -dijo el desconocido, hablando en chino.

Iba vestido con un traje vulgar, camisa blanca y corbata lisa. La piel del rostro lucía tan lisa y sin arrugas como la seda y sus ojos resultaban fríos e inexpresivos; sus movimientos eran gráciles. Marion intuyó que bajo aquella ropa anónima había un cuerpo perfecto de atleta.

– Tiene que reposar -dijo, sin dejar traslucir su sorpresa y confusión por la manera como aquel individuo había logrado entrar en su casa-. Permítame que vaya a buscar otra taza.

El hombre asintió, y Marion regresó a la cocina. Mientras abría el armario para coger una taza, deslizó un cuchillo en la parte de atrás del cinturón. A continuación, regresó a la sala y dejó la taza junto a la tetera.

– Me gusta que el té repose al menos diez minutos -dijo el desconocido-. Eso nos dará tiempo para hablar.

Marion esperó.

El hombre entrelazó las manos en la espalda y empezó a pasear por la habitación.

– Estoy buscando algo -dijo, deteniéndose y contemplando uno de los pendones que colgaban en la pared. Lo examinó con atención.

Marion no dijo nada y se limitó a repasar mentalmente los mejores movimientos para clavarle el cuchillo en la garganta.

– ¿Sabe dónde está? -preguntó el desconocido.

– No me ha dicho qué está buscando.

– ¿No lo sabe?

– No tengo la menor idea de qué me está hablando.

El hombre descartó aquella respuesta como quien espanta un molesto mosquito.

– ¿Qué pensaba hacer con eso?

Marion hizo caso omiso de la pregunta. Estaba preparado mentalmente.

– ¿Té?

El desconocido se volvió.

– Todavía no ha reposado lo suficiente.

– Yo lo prefiero menos fuerte.

– En ese caso, sírvase. Esperaré.

Marion se inclinó y cogió la tetera por el asa. Su mente estaba lúcida y despejada como un diamante. Inclinó la tetera y llenó la taza con el líquido hirviendo. La dejó a un lado, se llevó la taza a los labios sin prisas y, de repente, con un rápido quiebro de la muñeca, lanzó el líquido ardiente a la cara del desconocido al tiempo que sacaba el cuchillo y le lanzaba una fulgurante cuchillada al cuello.

Pero ni el hombre ni su cuello estaban donde deberían, y la hoja rasgó el aire sin causarle daño alguno. Momentáneamente desequilibrado, Marion se vio propulsado hacia delante por su propio impulso y, mientras intentaba agacharse, un puño armado con garras surgió de la nada. Marion vio lo que le parecieron unos espolones metálicos e intentó agacharse, pero fue demasiado tarde. Notó un salvaje tirón en el cuello y un repentino y ardiente golpe de aire.

Lo último que vio fue al desconocido junto a él, sosteniendo lo que comprendió que era su propia tráquea, ensangrentada y palpitante.

***

Nodding Crane se alejó un paso del cuerpo que se convulsionaba y desangraba en la moqueta. Dejó caer el órgano destrozado y esperó a que cesara todo movimiento. Luego, pasó por encima del obstáculo y entró en la cocina. Se lavó las manos tres veces con agua muy caliente y examinó su traje. No vio el menor rastro del xiaoren, la persona insignificante. Toda la fuerza del movimiento se había producido lejos de su cuerpo. Solo tenía un par de gotas de sangre en la punta del zapato izquierdo. Lo limpió meticulosamente con un trapo húmedo y después le sacó brillo.

Volvió a la sala. La sangre había dejado de fluir. La moqueta había absorbido la mayor parte, de modo que la mancha no se había extendido. La rodeó, fue hasta la tetera y se sirvió una taza, que saboreó con delectación. El tiempo de reposo era perfecto. Llenó otra mientras un pensamiento acudía a su mente, extraído de sus extensos conocimientos de filosofía confuciana, especialmente adecuado para aquel momento: «Cuando los castigos no son debidamente administrados, la gente no sabe cómo mover manos o pies».

38

Gideon caminaba arriba y abajo junto a la cinta de equipaje, como si estuviera esperando una maleta. Naturalmente, no había facturado ninguna, pero quería comprobar quién más estaba por los alrededores. Las palabras de Mindy Jackson todavía le resonaban en los oídos: «Nodding Crane destaca precisamente en que no destaca en nada, aparte de su estado físico extraordinario y unos ojos inexpresivos». Era evidente que junto a la cinta había un número considerable de asiáticos, incluidos varios que encajaban perfectamente en la poco útil descripción de Mindy.

«No te pongas en plan paranoico y concéntrate en el siguiente paso», se dijo Gideon.