Sacó la cartera y comprobó cuánto dinero le quedaba: unos mil dólares. Pensó no sin cierto desengaño que Glinn y compañía parecían haberlo abandonado.
«Cuando regreses a Estados Unidos, te estará esperando. No creo que sobrevivas.»
Su siguiente movimiento era obvio. Si Wu había entregado los planos después de haber cruzado la aduana y no los llevaba encima, entonces tenía que habérselos dado a alguien en algún momento. Por suerte, Gideon se encontraba en esos instantes dentro de la zona de seguridad de aduanas. Mientras sopesaba qué hacer, sonó por los altavoces uno de los mensajes habituales: «Por favor, informen a las autoridades competentes de cualquier persona sospechosa o de cualquier maleta que vean abandonada».
Carpe diem.
Miró a su alrededor, localizó a un guardia de seguridad del aeropuerto y se acercó.
– Disculpe -le dijo-, creo haber visto algo sospechoso y quisiera informar a la autoridad competente.
– Puede informarme a mí -repuso el guardia.
– No -replicó Gideon tajantemente-. Tengo que informar a la persona adecuada. Es muy importante.
– Ya se lo he dicho, infórmeme a mí.
– Oiga, el mensaje que difunden habla de la autoridad competente. No se ofenda, pero usted es un simple guardia, y yo quiero hablar con alguien que esté al mando de verdad. Además, no hay tiempo que perder; he visto algo muy sorprendente y tengo que informar de inmediato.
El vigilante lo miró con una mezcla de desconfianza y perplejidad.
– Está bien, sígame.
Condujo a Gideon a través de una puerta lateral y por un pasillo repleto de cubículos hasta una puerta cerrada. Llamó y una voz respondió.
– Pase.
– Gracias -dijo Gideon, entrando y cerrando tras él ante las narices del guardia. Se volvió y vio a un tipo gordo, sentado a su mesa, tras un montón de papeles.
– ¿Qué significa esto? -preguntó.
El guardia intentó entrar, pero Gideon bloqueaba la puerta con el pie. Sacó su pasaporte y lo arrojó sobre la mesa.
– CIA. Diga al guardia que se vaya.
El hombre cogió el documento y lo examinó.
El guardia golpeaba la puerta.
– Gracias -gritó el hombre-. Todo está en orden, puede volver a su puesto.
Volvió su atención al pasaporte y miró los sellos diplomáticos con aire suspicaz.
– Aquí no pone nada de la CIA. ¿No tiene una placa?
– ¡Claro que no! -repuso Gideon en tono cortante-. No llevamos identificación cuando trabajamos bajo cobertura diplomática.
El hombre dejó el pasaporte.
– De acuerdo, ¿ de qué se trata?
Gideon lo miró con cara de pocos amigos.
– ¿Es usted el capitán Longbaugh?
– Eso pone en la placa, ¿no? Ahora haga el favor de decirme qué desea, señor, porque estoy muy ocupado.
Gideon vio que Longbaugh era un hombre acostumbrado a tratar con funcionarios y burócratas. Sería un hueso duro de roer.
Sacó una libreta del bolsillo y la consultó.
– El siete de junio, a las doce veintitrés de la noche, llegó un vuelo de JAL con un pasajero a bordo, Mark Wu. Cuando salió del aeropuerto lo siguieron y provocaron que su taxi se estrellara en Spanish Harlem. Murieron ocho personas en el accidente, incluido el señor Wu. Seguramente lo leyó en la prensa.
– Sí, lo leí.
– Necesitamos una copia de las cintas de seguridad que registraron los movimientos de Wu desde el momento en que desembarcó hasta que se metió en el taxi.
Longbaugh lo miró fijamente.
– Para eso tendrá que enseñarme una orden.
Gideon avanzó un paso.
– Ahora mismo tenemos entre manos una situación terrorista en marcha, ¿y usted me pide ver una orden? ¿Es así como trabajamos después del once de septiembre y dos guerras?
– Señor, hay ciertos protocolos que…
Gideon se acercó, apoyó los puños en la mesa y gritó a Longbaugh como si fuera un sargento instructor de los Marines.
– ¿Me habla de protocolos y de órdenes cuando hay vidas en juego? -Se daba cuenta de que estaba corriendo un gran riesgo. Si no daba resultado, estaría metido en un buen lío.
Pero funcionó.
– No hace falta que grite -repuso un Longbaugh repentinamente intimidado, echándose hacia atrás-. Estoy seguro de que podemos solucionarlo.
– ¡Pues soluciónelo ya!
El hombre sudaba la gota gorda, temeroso de estar metiendo la pata, por lo que Gideon adoptó un tono mucho más conciliador.
– Escuche, capitán, sé que le preocupa estar haciendo lo correcto, y eso es algo que respeto. Cuando todo esto haya acabado, puede estar seguro de que hablaré favorablemente de usted, pero tiene que entender que conseguir una orden lleva tiempo, y eso es algo que no tenemos. -Se acercó un poco más-. Escuche, compartiré un secreto con usted. No debería hacerlo, pero veo que es un tipo de fiar: tenemos un vuelo cruzando el Pacífico con un conocido terrorista a bordo. Lo dejaron subir en Lagos y creemos que hay razones para temer que pueda cometer un atentado aquí.
– ¡Dios mío!
– Sí, «¡Dios mío!» es lo más apropiado. En este caso llevamos retraso y estamos intentando recuperar el tiempo perdido. Mientras hablamos, hemos llenado la terminal de agentes encubiertos, pero aun así debo ver esas cintas. Contienen información que puede ser vital.
– Entiendo.
– ¿Podemos hacer esto discretamente? -rogó Gideon-. Si levantamos la liebre con ese tío o cualquiera de sus cómplices… -Dejó que el silencio hablara por él.
En esos momentos tenía a Longbaugh completamente de su parte.
– Muy bien -dijo el capitán, levantándose-. Venga conmigo.
La central de vigilancia era una sala hundida en las entrañas del aeropuerto y resultaba muy impresionante con sus paredes llenas de monitores y su exhibición de alta tecnología. Estaba a oscuras y los operarios hablaban en susurros mientras controlaban las imágenes no solo de las cámaras, sino de los escáneres de equipaje y las máquinas de rayos X.
Su eficiencia era pasmosa. Veinte minutos más tarde, Gideon salía de allí con un DVD repleto de imágenes.
39
– Tengo una película para que la veamos esta noche -dijo, deslizándose en el sillón de cuero blanco del Essex Lounge, dirigiendo su mejor sonrisa a Mindy Jackson. Se volvió hacia el camarero-. Tráigame lo mismo que a ella, muy seco y con dos aceitunas.
– ¿Qué película? -quiso saber la agente.
– El show de Mark Wu -contestó Gideon, dejando el DVD sobre la mesa-. Lo muestra desde que baja del avión hasta que sube al taxi.
Ella se echó a reír.
– ¿Qué tiene tanta gracia?
– Pues que ya he visto esa película. Es malísima, no hay nada en ella. Nada de nada.
Gideon notó que se ruborizaba.
– ¿Dices que ya la has visto?
– Por supuesto. Fue lo primero que revisamos. ¿Cómo la has conseguido?
Llegó el camarero con la bebida, y Gideon tomó un sorbo para disimular su decepción.
– Utilicé los sellos que me pusiste en el pasaporte. Eso y un par de gritos.
– Un día de estos te encontrarás con alguien que no se tragará tus historias.
– Hasta el momento, me han funcionado.
Mindy meneó la cabeza.
– No todo el mundo es más estúpido que tú.
– Bueno, pues yo no la he visto. ¿Quieres verla conmigo, en nuestra habitación?
– ¿Nuestra habitación? -Su sonrisa se tornó glacial-. Lo de Dubai se queda en Dubai. La veremos en mi habitación, ¿vale? Tú te buscas tu propio sitio donde dormir. Se acabó eso de «unir nuestros recursos», para utilizar tu encantadora frase.
Gideon hizo un esfuerzo para fingir que no le importaba.
– Te llevarás un chasco -continuó Mindy, apurando su copa y levantándose.
– No te preocupes, ya me lo he llevado.
Una vez en la habitación de Mindy, Gideon encendió el reproductor de DVD y metió el disco. La primera imagen era un plano amplio de la puerta, con la hora, la fecha y el emblema del lugar en una esquina. Al cabo de un momento, Wu apareció luciendo el mismo aspecto con el que Gideon lo recordaba: cabello escaso, frente despejada, aire tímido. Salió de plano pasando entre unos pasajeros que esperaban el siguiente vuelo.