In my time of dyin'
Don't want nobody to mourn
(Cuando me llegue la hora de morir
No quiero que nadie me llore)
– ¿Qué pasa? -quiso saber Orchid.
Gideon le respondió con otro apretón. Se dio la vuelta y fingió hablar por el móvil y de ese modo tener una excusa para permanecer allí, de pie y escuchando.
All I want for you to do
Is to take my body home
(Lo único que quiero que hagas
Es que lleves mi cuerpo a casa)
Gideon reconoció que se trataba de «In My Time of Dyin'», una canción de Blind Willie, y experimentó una sensación de déjà vu mientras rebuscaba en su memoria dónde había oído el mismo slide de guitarra.
«Guitarra bottleneck.»
Había sido en la avenida C y no se había tratado de una guitarra, sino de un mendigo que tarareaba la misma vieja canción. Acababa de salir del restaurante. Revivió la escena, con su calle oscura y el mendigo sentado en un portal, tarareando, solo tarareando.
Well, well, well so I can die easy
Well, well, well
Well, well, well so I can die easy
(Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo
Bien, bien, bien
Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo)
Escuchó con atención. Aquel tipo era bueno. Más que bueno. No se adornaba técnicamente ni era exagerado, sino que tocaba lenta y tranquilamente, tal como había que interpretar un auténtico blues del Delta. Sin embargo, a medida que escuchaba, Gideon se dio cuenta de que la letra era diferente de la versión que él conocía, una que no le resultaba familiar.
Jesus gonna make up
Jesus gonna make up
Jesus gonna make up my dyin' bed
(Jesús va a preparar
Jesús va a preparar
Jesús va a preparar mi lecho de muerte)
La revelación fue como un mazazo. Disimuló su sorpresa, cerró el móvil y, sin soltar a Orchid, la apremió hacia la marquesina del Waldorf. Tan pronto como entraron, avivó el paso, empujándola a través del vestíbulo, y dejaron atrás la gigantesca urna de flores en dirección a Peacock Alley.
– ¡Eh!, ¿qué demonios…?
Pasaron junto al maître, apartaron las cartas que les ofrecía, atravesaron el restaurante hasta la parte del fondo y cruzaron las puertas batientes que daban a las cocinas.
– ¿Adónde van? -preguntó la voz del maître por encima del ruido de platos-. ¡No pueden entrar…!
Pero Gideon ya corría hacia la parte trasera de la cocina. Empujó otra doble puerta y salió al pasillo donde estaban las grandes cámaras frigoríficas.
– ¡Vuelvan…! -oyó que decía la distante voz del maître-. ¡Que alguien llame a seguridad!
Gideon giró bruscamente, abrió otra puerta y llegó al final de una plataforma de descarga. Siguió adelante, con Orchid, furiosa, pisándole los talones, bajaron los peldaños y corrieron por el estrecho callejón que daba a la calle Cincuenta. Sin soltarla, cruzó la calle entre bocinazos, corrió dos manzanas, entró en el restaurante Four Seasons, subió al comedor con piscina y entraron en la cocina.
– ¿Otra vez? -gritó Orchid.
Corrieron entre voces y protestas y salieron a Lexington Avenue, justo enfrente de la parada del metro de la calle Cincuenta y uno. Cruzaron la calle a toda prisa y bajaron la escalera. Gideon pasó dos veces su tarjeta por el lector de acceso y llegaron al andén justo cuando llegaba un tren con destino a la parte alta de la ciudad. Los dos entraron corriendo en el vagón, y las puertas se cerraron.
– ¿Se puede saber qué diablos pasa? -protestó Orchid, recobrando el aliento.
Gideon se dejó caer en el asiento mientras su mente funcionaba a toda prisa. Había oído aquella misma voz canturreando en la Avenida C, la noche anterior, y había vuelto a escucharla hacía unos minutos, la misma versión de una canción de Blind Willie que solo se había editado en vinilo en Europa y Extremo Oriente.
«Si nosotros hemos podido encontrarlo, también puede hacerlo Nodding Crane», había dicho Garza. Al parecer ya lo había conseguido.
Respiró hondo y contempló el vagón. Sin duda era imposible que Nodding Crane los hubiera seguido hasta allí.
– Lo siento -le dijo a Orchid, cogiéndole la mano.
– Oye, empiezo a estar harta de tus excentricidades.
– Lo sé, lo sé -repuso, dándole una palmada-. No he sido justo contigo. Mira, te he metido en algo que está resultando ser mucho más peligroso de lo que había previsto. He sido un verdadero idiota. Ahora necesito que vuelvas a tu casa y no te muevas demasiado. Me pondré en contacto contigo cuando todo esto haya terminado.
– ¡Ni hablar! -gritó, haciendo que la gente se volviera para mirarlos-. ¡No vas a dejarme plantada otra vez!
– Te prometo que te llamaré. Te lo prometo.
– No me gusta que me traten como si fuera una mierda.
– Por favor, Orchid… Me gustas, de verdad, es por eso que no quiero involucrarte más. -La miró a los ojos-. Te llamaré.
– ¿Por qué no me lo dices sin más? -chilló ella mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y le corrían por las mejillas-. Estás metido en algún tipo de lío, ¿verdad? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Por qué no me dejas ayudarte? ¿Por qué insistes en apartarme de tu lado?
Gideon no se vio con ánimo de mentirle.
– Sí, estoy en un lío, pero no puedes ayudarme. Vuelve a casa. Te prometo que iré a buscarte. Esto terminará pronto, de un modo u otro. Lo siento, tengo que marcharme.
– ¡No! -Orchid se aferró a él como un náufrago a un salvavidas.
Aquello era absurdo. Tenía que alejarse de ella por su seguridad. El tren llegó a la parada de la calle Cincuenta y nueve y se detuvo con un chirrido. Las puertas se abrieron. Gideon tomó una decisión y, en el último momento, se libró de la presa de Orchid y salió corriendo. Se detuvo en el andén para pedir disculpas, pero las puertas se cerraron de golpe y, mientras el tren se alejaba, tuvo un atisbo del rostro apenado de Orchid a través de la ventanilla.
– ¡Te prometo que te llamaré! -gritó, pero era demasiado tarde. El tren había desaparecido.
47
Gideon conducía, pensativo, en el tráfico de media tarde de Jersey. Había cruzado el túnel Holland y se dirigía con el Chevrolet de alquiler hacia el norte, a través del viejo entramado de pueblos que se confundían los unos con los otros: Kearny, North Arlington, Rutherford, Lodi. Todas las calles tenían el mismo aspecto: estrechas, bulliciosas y llenas de árboles, con sus edificios de cuatro pisos, sus deslucidos escaparates y marañas de cables telefónicos colgando claustrofóbicamente de lo alto. De vez en cuando, a través de las aglomeraciones urbanas, lograba atisbar lo que había sido el centro de la ciudad, la marquesina de un cine abandonado o las vidrieras de un antiguo bar. Cincuenta o sesenta años atrás, aquellos lugares habían sido pequeños pueblos separados unos de otros, alegres y llenos de vida, rebosantes de quinceañeros con tupé. En ese momento todo aquello no era más que un fantasmal recuerdo bajo un interminable desfile de tiendas de comestibles, mercadillos, outlets y tiendas de telefonía.
Entró en el condado de Bergen y cruzó otra media docena de pueblos a cuál más triste. Obviamente, había un modo mucho más rápido de alcanzar su punto de destino, pero Gideon deseaba perderse durante un rato en el acto puramente mecánico de conducir. Se sentía presa de incómodas e indeseadas emociones: inquietud porque Nodding Crane lo hubiera localizado, vergüenza y apuro por la forma en que había tratado a la pobre Orchid. No dejaba de repetirse que lo había hecho por el bien de ella, y que le iría mucho mejor si no se liaba con un tipo al que solo le quedaba un año de vida. Sin embargo, eso no hacía que se sintiera mejor. La verdad era que la había utilizado con el mayor descaro.